Pequeña taxonomía. Una ninfa


La ninfa Calipso ha dejado ir a Odiseo por disposición divina. Su rutina ha variado notablemente. Antes solía despertar y encontrarlo a su lado, en el lecho caliente por el cuerpo de Odiseo, bravo hombre, astuto hombre, divino hombre. En alguna conversación con otras ninfas, antes de que aprehendiese a Odiseo con las garras del engaño, ella solía quejarse de la frialdad de su morada, que gravitaba en medio de las infernales, heladas aguas del Océano. Luego de su llegada, su lecho siempre se mantuvo caliente como si una llama ardiera debajo de la tierra y se colara en los vellones que los abrigaba. Se despertaba y veía que Odiseo yacía dormido y era el mejor momento del día, en que este no pensaba, astuto hombre, y no se sentía lejano de él: sus sueños eran designios divinos a los que ninguno de los dos podía acceder, se encontraban en semejante condición. Y ese era el mejor momento del día, la ninfa se mantenía queda observando el devenir del éter en el cuerpo de su amado, aunque a veces podría presenciar lágrimas que insistían, así como en la vigilia, en regresar a casa. Eso poco le importaba. Luego de observarlo hasta que se despertase, ordenaba que les sirvieran los mejores manjares. Odiseo comía poco, hablaba poco, pensaba demasiado.
Luego solía el héroe sentarse en una roca que se disponía hacia el mar y llorar como un desesperado por regresar a su casa con su mujer y su hijo. La ninfa mil veces le ha anunciado que su mujer dentro de poco se le caerá la piel debajo de sus brazos, sus senos serán dos bolsas vacías de penas, el cuello se volverá escamoso y como constelaciones las arrugas surcarán su rostro, su dentadura se caerá y su cabello se teñirá del blanco de la desdicha del arribo de la Parca. Mientras que Odiseo a su lado puede mantenerse joven y ágil, y ella la más lozana de las ninfas, que vivirá incluso cuando los poetas y los hombres no la puedan ver y griten errados: "the nymphs are departed".
Y Calipso escupe al mar porque los dioses se empeñan en que las diosas no se mezclen con los mortales, mientras ellos sí pueden adoptar mil formas para retozar con las mujeres mejores que ellos, los dioses, carne putrefacta que se renueva en los vientres de las mujeres, entre las piernas de las mujeres.

Luego de la partida de Odiseo, del desamor, el dolor puede cobrar mil formas en el organismo: sobre todo en las tardes tiene sueño y duerme más de lo debido, no le provoca comer en las mañanas ni en la noche, no soporta que las siervas le hablen del tiempo o de los quehaceres, una gran calentura atraviesa su frente e inyecta sus ojos de tristeza y desesperanza, ¡el cuerpo no me sirve! le grita al mar, para qué tener un cuerpo lozano e infinito si no lo puede compartir con Odiseo, el de mente más ágil y  cuyo cuerpo es semejante al de un dios. Ha pensado seriamente en lanzarse a los peñascos y destrozar su cuerpo y que la carcoma el dolor físico infinito o que vengan las aves que torturan a Prometeo para que hagan lo mismo con ella, que le atraviese un rayo de Zeus. Ha pensado en difamar al Olímpico para recibir un castigo efectivo, verdadero, lacerante que manifieste el fuego de sus vísceras. Una tarde remojó su cuerpo en la tempestad del mar, que se hinchó y descompuso por la sal. El dolor solo duró lo que dura un temporal, la partida de Odiseo es eterna.

Pero los días se van agotando y el dolor menguando salvo cuando recuerda el firme talle de Odiseo en su piel. El orgullo puede tomar el lugar del dolor, o el desprecio. Un día de esos decide trazar un plan para traerlo de vuelta, un rapto y la muerte de su mujer, lo descarta por absurdo no podría con la ira del destino; otro día ha tomado demasiado vino y su estómago ha expulsado todo alimento: ha vomitado en el mar a escondidas de las criadas, aunque no de otros dioses, no le importa, que vean las trituradas formas, babosas formas de la tierra expulsadas de su cuerpo, porque ¿qué inspira las actuales arcadas sino Odiseo el más astuto, semejante a los dioses y la mierda de los hombres?

lunes, 19 de noviembre de 2012 Leave a comment

Abelardo


A Abelardo le han matado a su gato.

Usualmente él se levantaría de una silla donde descansa frente a un televisor, te mostraría algunos libros nuevos que yacen en los estantes de su reducido puesto o simplemente conversaría un poco sobre política. Otras veces conversa con los amigos de alrededor, quienes pugnan un lugar mejor para ver un partido de fútbol. Pero hoy día se quedó sentado en la silla de siempre y su atención estuvo puesta en un crucigrama de un diario. Se paró solo para irse a otra silla y continuar con el crucigrama que atrapaba su empeño, sin mirar hacia arriba, sin mirar hacia potenciales clientes o ladrones de libros. Solo dijo que viajó cuatro meses y que mataron a su gato hacía dos semanas. Una redada de sus vecinos, bocados con veneno, gente harta de los hábitos sexuales de los gatos; luego amenazó con matar a aquél que mató a su gato. Pero no sabe quién es y su furia se suspende sin un destino, se convierte en pura bilis que envenena su cauce sanguíneo. Abelardo ha bajado peso -calculo diez kilos-, se ha cortado la barba pero su cabello sigue siendo copioso y ondulado, anudado con una cofia, que me recuerda a un semita de mis imaginaciones, pues nunca he visto a uno en vivo y en directo. 

Le ofrecí conseguirle otro gato, pero negó con la cabeza. No quería tener otro animal por el momento. Más adelante sí, tal vez. Uno negro, igual que mi gato anterior, me gustan los gatos negros, dijo. Luego, mientras nos alejamos de Abelardo, mientras mirábamos otros estantes sin atención, un amigo sugiere que ya pasó por el estado de duelo y ahora se interna en la ira, Abelardo. Qué será de él si alguna vez se le muere un hijo, o cuando se le muera la madre ¿para qué viajó cuatro meses? No se me ocurrió preguntarle. Quizá no solamente le han matado al gato.

jueves, 11 de octubre de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía-El cíclope I


Uno puede afirmar que alguna etapa de la vida comienza o termina (que es lo mismo) en la manera en cómo ponderamos el cielo. Por años ha estado convencido de que el frío es el clima que mejor estrecha su temperamento; creo que nunca podría desmentirse a sí mismo de lo contrario. Pero es que el temperamento no se puede modificar, ha escuchado a cierto pastor. Sin embargo ahora el sol le parece una potencia deseable, un punto al que aspira aunque no se atreva a mirarle de lleno (no podría tampoco). Tengo un ojo, se dice, porque tiene que recordárselo a falta de manantiales extensos donde pueda ver su reflejo completo; habito en el campo, entre las rocas, mi morada es la tierra. El sol de pronto a su vida adulta se ha convertido en un hogar. 

El sol, potencia quizá más antigua que Dios y que el viento, algún día se extinguirá. El cíclope lo sabe. La disposición de su rostro la han copiado los hombres para elaborar lámparas, faros y postes de luz. Su gran ojo, como un sol, como una ventana, única, absoluta, pondera los objetos moldeados por la luz de una sola forma. A veces cuando pasea por las rocas, cuando busca algún alimento que le ofrezca el sol, cree que la desventura de los humanos se encuentra en poseer dos entradas al mundo, mientras que él posee la única, la verdadera.

Y ahora pondera el cielo de otra forma. Si fuese hombre, el cielo le sabría a dos veces, a él le sabe a una, diferente esta mañana. Ha prestado particular atención al cielo porque el día anterior soñó con una constelación.  A pesar de que las estrellas desaparecen por lo general en la niebla, armadura de la noche, él siempre sueña con paisajes oscuros y encendidos por antorchas divinas, estrellas que no titilan sino queman arriba. Esa noche previa a su cambio de época, soñó. Vio una constelación muy bien definida y móvil en un sueño entre púrpura y azul, los colores del cielo postrados sobre él. La constelación era móvil, las estrellas se desplazaban en los contornos de una forma que él no podría vislumbrar, pero que un eco le anunciaba, se trataba de la constelación Acuario. 

Acuario no le dice nada, ojalá, se dice, conociera a alguien que no tuviese ojo alguno, que supiera los sueños, sobre todo en los suyos, donde no hay sol. 

lunes, 13 de agosto de 2012 Leave a comment

Manzanas


Mi amado E.:

Me han explicado. Sales minerales, tierras, agua y demás trasuntan en un fruto una especie, Malus domestica, que viene de mela, manzana en griego y doméstica porque se puede criar donde quieras, cómo quieras y comer como desees, frutas salvajes, amargo vinagre, chispeante ensalada, consomé, sidra, todo eso se puede hacer con esa fruta. Eso anoté bien y con otros detalles que me dieron unos campesinos que estaban cosechando manzanas un martes por la mañana en que yo solo apuntaba y dibujaba el paisaje; detalles como este: uno puede morir por comer pepas de manzanas.

Explico en qué pensaba esos momentos. A los primeros hombres causó especial fascinación la manzana, un seno, un sexo, todo eso puede ser la manzana. La imaginación disfruta mejor que la sensatez. Si Eva no le hubiese dado a su compañero de paraíso esta fruta plena de almidón, este no se hubiese atorado con ese fruto y tampoco dormido en su seno ni entre sus piernas. Todo eso. El castigo es en efecto, la pena eterna. Vale tanto, lo sé.

El asunto mi amado E. es que a mí la manzana me parece obsoleta, desabrida como una mujer correcta y un desperdicio de esfuerzos de la tierra. Frente a la manzana, fruto muerto, inerte, pesado; la papaya parece la reina de las frutas, tan carnosa pero suave y húmeda, vital. La manzana ni siquiera es demasiado exuberante y encendida como la fresa, reina de las salvajes, podría fingir una muerte con el jugo de esa fruta. La fruta que desbarata mis tristezas es la naranja porque pica mis nervios y esconde la tristeza. El hollejo de la naranja parece carne sin sangre. El lúcumo es una fruta sofisticada: almidonada pero especial, sabrosa con leche pero sola no, se guarda, tiene reservas; la naturaleza la sabe valiosa. 

Hoy día me han preocupado los muertos y los vivos, los muertos sobre todo. Las frutas están de los dos lados: mantienen la fibra viva pero no alimenta la tierra ya sus venas. Todos los días mueren ellas, morimos. Cuántas muertes ha causado la manzana que lanzó la Discordia sobre la mesa del banquete, que como un meteorito aterrizó en seco, terrosa manzana, dorada manzana. Y a pesar de su circular forma, su compostura, la manzana flaquea en el paladar; arte puede gestar en el paladar el sabor de otras frutas pero la cocina sofisticada cómo esconde el sabor de la tierra y se erige falsa arte, falso todo, vacío de ricos. 

Y sin embargo las manzanas de Cézanne que rebalsan y el acento inglés, la manzana atravesada de Johnny Depp.

T.

martes, 3 de julio de 2012 Leave a comment

El friso de la vida


--¿De qué murió Vicente? ¿sabes eh?, le preguntó él con la boca llena. Había llegado tarde, con hambre. Entró muy rápido, de manera automática se sirvió un poco de arroz y se frió un huevo. 

El otro apenas volteó cuando escuchó que se abría puerta, seguía viendo la televisión: un programa sobre agentes de la DEA que se enfrentan a narcotraficantes colombianos. 

--No tengo idea, musitó. Estiró su pies, apagó la televisión y se dio la vuelta hacia el respaldar del sillón. Se hizo el dormido, se ovilló. Pensó que ya no quería seguir viviendo con él, que sería mejor irse de ese lugar desconocido en que había caído, el tedio de la convivencia. Eso sintió apenas se difuminó la luz del aparato.

El otro siguió comiendo en el comedor y luego se fue al baño.

--¿De qué murió Vicente?, se preguntó a sí mismo en la oscuridad. Apretó los ojos, no lo recordaba bien, no lo tenía claro. Las películas ahora le sabían a nada. Antes de los macizos agentes de la DEA, acababa de ver una película sobre una mujer que quedaba mil años mirando a una pared, maldita sea Monica Vitti. Los hombres la pueden adorar pero él no, no entiende bien. Ni siquiera era de su generación. --¿Quién es de tu generación? Le preguntó él un día en que conversaban en un parque. Ese día lo pensó bien. 

Mi generación. Escupiría uno o varios nombres y no se decidiría. De regreso a casa, mientras observaba el tráfico, los paseantes, las familias que se habían congregado en parques, niños con triciclos, recordó que un amigo fastidiado le dijo que su mayor mérito sería engendrar y dar a luz. La tienes más fácil. Eso jamás será mi mayor mérito, replicó furibundo, incluso golpeó la mesa: solo será una circunstancia. Mi cuerpo no es mérito. Y sin embargo desfilaban a su lado todos los días en las calles los árboles y algunas madres sonrientes orgullosas de su cuerpo y de los cuerpos pequeños que desafiaban la especie primigenia, los primates, y la gravedad y sus genes que se acomodaban a las circunstancias, caminaban erguidos, incluso corrían temblorosos. Su mayor mérito. De regreso también se detuvo a observar a unos ancianos que siempre sacaban sus sillas a la llegada de las tres de la tarde. Se sentó frente a ellos con disimulo: los ancianos se sentaban juntos y solo veían el tiempo caer. Sobrevivir su mayor mérito.

Escuchó que se cerró el grifo. Nunca había sentido celos de él ni de otro hombre con los que ha estado. Quizá, se dijo siempre en silencio, como un pensamiento bajo, muy bajo, nunca había sentido demasiado apego. Que me escupan o que me pateen. Es igual, inmutable, que todo da igual cuando se carga con tanta desdicha sin explicación, desde embrión; algún fluido de la placenta de su madre definió su bilis negra. Mi generación no tiene bilis negra, solo yo, se había dicho. 

El otro sale del baño, se va al cuarto. Regresa a la sala y se sienta en el sillón del frente. Un poco de cortesía le inspira su presencia, gira su cuerpo hacia él. Él se arrodilla a su lado y toma sus manos, besa su frente. Siempre encuentra las coordenadas adecuadas. Porque nunca es fácil, nadie la tiene más fácil, solo ellas las señoras del parque y el radiante ensimismamiento de las nuevas criaturas frente a una flor, una abeja, una pelota, una anciana. Pero luego los niños se van. 

Responde con un abrazo, acerca su rostro al rostro de él, siente en su piel sus pestañas. 

--Vicente se pegó un tiro en el pecho muy joven, de la locura, le responde como un suspiro de cansancio o de resignación. Amaba el cuerpo de él, ciertamente.

domingo, 1 de julio de 2012 Leave a comment

Dosmildoce

6-7-2012

El dolor de espalda es acaso síntoma de cómo el tiempo se enquista en nuestra columnas. Sostiene esta tribulación que se posa en mi cabeza, que se bambolea cuando camino, mi cabeza cuelga de preocupación, cuelga ciertamente.

Esta es ocurrencia del día seis de julio: increíble cómo no se puede amar a alguien infinitamente más bello que uno. Porque lo es. Debería haber una regla de los genes para que activen todas las llamas del cuerpo frente a belleza ajena. Que descifre mi interior no debería importar. Y qué es más duradero sino esa hechura felina que ningún hombre ostenta salvo él, sí. Pero no lo logras amar. Él tampoco puede amar a un sujeto como yo, su sensibilidad no está acorde con la mía. Soy un forajido. Le he cortado el rostro a una mujer con una navaja oxidada.

Quisiera además alimentarme bien. No tomar licor, no fumar, no drogarme, no comer comidas que emboten mi respiración, no fornicar, vivir como un monje tibetano que se incendia con solo pensar en una chispa. Quiero estar sano porque sé que el dosmilveintidós será el año mejor y quiero estar sano porque en el dosmilveintidós el haber nacido el siglo anterior me servirá de algo. El dosmildoce ya es un año mejor.

Quiero alimentarme y no hacer un artificio sino fabricar un átomo.


Me dicen al oído, vivir años no asegura sino una piel maltratada. Recuerdo que ya hace quince días una tortuga solitaria ha fallecido. Última de toda una estirpe de gigantes. Hubiese querido montar a toda velocidad esa tortuga. 


El primer aforismo de W. dice: El mundo es todo lo que es el caso.


Martín Adán piensa. ¿Cuándo seré yo sin mundo ni prójimo?/¿Cuándo será mi verdadera vida?


Picasso de 1901 a 1903 tenía incrustado un vidrio en la retina y veía el panorama con azul melancolía.

martes, 26 de junio de 2012 Leave a comment

End of the youth


La literatura me ha enseñado todas las verdades en las que aún creo (eso pienso). Descreo de las verdades que me enseña la experiencia, porque mi razón es mediocre, es razón solamente.

La otra vez pensé: "Las formas tan complejas de los animales se deben a un proceso caprichoso del que los seres humanos rehuyen. Las orugas siempre me llevan a pensar en lo complicado que es convertirse, que es llegar a ser. La naturaleza es espera, no es inmediatez. Y todos los modernos queremos inmediatos. El ser humano utiliza la tecnología ahora para simplificar o reducir los procesos, la naturaleza funciona al revés: siempre da vueltas, hay que hibernar, esperar, se come el tiempo para madurar, la naturaleza enseña a madurar a transformarse y no queremos convertirnos sino transformarnos sin esfuerzo. La diferencia entre la naturaleza y la tecnología es que esta es esencialmente moderna, conserva un culto por la inmediatez, es agotable, no sabe esperar miles de años. La naturaleza es primordial, esencialmente fuera del tiempo". Eso pensé cuando vi un ave diminuta de color amarillo que estaba despiojándose en una ponciana. Eran las ocho de la mañana y yo había dado cuatro vueltas a un enorme parque para llegar a tiempo a la cita, no antes. En la mañana todo es tan diferente, tan real, incluso las aves son de otro color, son doradas todas aunque sepa que son esencialmente sucias. Lo irreal es la acera, el tráfico. Lo real es la cumbre de una montaña, la nieve, la tierra desnuda, después todo es irreal. Un campesino con atavíos coloridos que sujeta un caballo en el pie de un sagrado nevado, que mira el firmamento y tiene manos callosas, eso es real. Son irreales los sufrimientos citadinos, el estrés, los vórtices de la ciudad son irreales. En el bullicio qué se puede pensar sino en que uno tiene que hacer para no morir. Creo firmemente que he sido alguna hormiga muerta en el agua empozada de algún lavadero o una pequeña ave detenida en algún cable de luz que mira el amanecer. ¿Qué hacen esos seres reales en esta falacia? He sido eso y he vivido tres horas o dos semanas, ¿qué seré luego?

La literatura me ha mostrado lo peor de todos los recovecos humanos (eso siento). De inmediato lo desmiento: no tengo que reprocharle nada a la literatura, me has salvado la vida. Soy salvado.

La pintura me ha mostrado que esta ala no es un ala. De todas las formas Durero anticipó a Magritte. No es lo mismo un ala que una pipa. No es lo mismo mi cuerpo de hoy al de mañana. 

En un año he envejecido veinte años, esa es otra verdad. Otra verdad es la fe en que la desgracia y la melancolía es el precio que hay que pagar para ser, no es sangre sino alma. Un escritor sudafricano deja de escribir poesía a los veinticinco años, end of the youth, beginning of the summer. O Rilke: Denn das Schone ist nichts/ als des Schrecklichen Anfang. ¿Será esto el comienzo de lo terrible? La disputa con lo bello, es una batalla necesaria de librar. Tomaré un caballo fantasmagórico, me dispondré a cabalgar y las pisadas tatuarán la tierra.

Es la prosa la brocha gorda, la única posibilidad de estrechas sensibilidades. Así es. 

sábado, 23 de junio de 2012 Leave a comment

Notas marginales. Después del matrimonio 1



Después del matrimonio, pero antes del primer amor.


Lamentaba llegar tarde, demasiado tarde a la función. Ya ella tenía dos hijos, un casa perfectamente distribuida, un esposo. No fue un encuentro fortuito sino planeado con fineza de cirujano. Luego de su regreso, de una aventura fracasada, una convivencia con una mujer que todos consideraban estupenda, pero que a que él le sabía a glaciar de Patagonia, a vidriera gótica, regresó al mismo lugar donde había comenzado su verdadera vida: el departamento que compró a los treinta años con una deuda que sus padres ayudaron a liquidar.

En Chile, donde permaneció casi diez años, la vida se atragantaba sus esfuerzos, sus anhelos juveniles que ahora se habían transformado en éxito pasaban como agua salada en un pueblo sediento. Y estaba todavía el recuerdo de la diosa glaciar, fortuna de sus treinta años (decían algunos), que había venerado hasta que le supo a incienso o almizcle y que, finalmente, una mañana le supo a nada. Ese día él, que había sentado con la parte comprensible de ella, años atrás, el pacto de que si uno se entregaba al tedio debía partir. Un martes en que incluso la luz del día parecía blanca y no dorada comprendió que el acabose no sabía a mala noche de amor, sino a nadie, a un vacío en la epidermis. Estaba durmiendo con nadie y esa mañana frente al espejo del baño lloró con amargura de los diez años perdidos, en que con la esperanza de doblegar la coraza de Marie, había cedido a la desdicha todos los ideales que lo hicieron sobrevivir a la catástrofe de haber nacido en la época incorrecta.

Y allí estaba de regreso a Lima, adoptando la mejor manera que podía para no verse más vencido de lo que usualmente se sentía: lentes negros, saco bien planchado, un cigarrillo; de regreso. Si alguien lo hubiese conocido y lo hubiese visto allí, habría pensado que no habían pasado diez años desde que dejó Lima, sino toda una era glacial, que habría atravesado el estrecho de Behring del corazón de Marie y el suyo congelado nunca se volvería a descongelar. Su mirada apagada, sin siquiera cenizas de una vida anterior que todos creían venturosa, delataban que para malas decisiones él iba primero en la posta, y que por el momento, no se la pensaba pasar a nadie, tan solo que se encontraba ahora.

De regreso a su departamento, dispuso como mejor pudo sus escasas pertenencias. Hasta hace tres meses había sido alquilado a una pareja que tenía dos hijos. Cuando llegó, ellos ya no estaban; sus padres le informaron que la familia aún debía la cuenta de los servicios y de un mes. Por su tempestuosa llegada, tuvieron que aplazar la paga de algunas deudas, perdonaron los retrasos, todo para que él se instale de una vez en el departamento de su juventud. Solo le dejaron la dirección de la nueva casa de los inquilinos para que él se encargara de cobrarlas. "Ya hemos visto suficiente estos años", le dijeron sus padres cuando se despidieron de él y lo dejaron completamente solo en su departamento. Las siguientes tres semanas se las pasó arreglando lo poco que había traído y que conservaba en la casa de sus padres.
A veces se sentaba solo en la sala en un banco y veía por la ventana el sol ámbar de las cuatro de la tarde. Podía entonces solo mirar el celaje y pensar en la forma en que probablemente moriría. Cuando eso sucede, le dijo más adelante un amigo, es porque te ha cogido la melancolía del cuello, hermano. No hay salida.

Encontró un trabajo gracias a un amigo de infancia que lo recomendó a su suegro. Su trabajo era quieto y eso lo aliviaba porque su espíritu aún no estaba listo para las exaltaciones: su día comenzaba con consultas jurídicas de familias atosigadas por alguna desgracia doméstica, hijos drogadictos que robaban a sus padres, padres que los denunciaban, luego se arrepentían, terminaba con las madres que pedían manutención para hijas, hijos universitarios, hijos solterones, etc., se alegraba de no haber dejado hijos, de no conservar una entidad pendiente con la mujer glaciar ni con el mundo del sur, en fin era soltero nuevamente pero qué era eso sino el más punzante efecto de la desvalidez, con más de cuarenta años, no cruzaría más mares de locura, ya no.

Qué más sino eso, pensaba, los días sabían iguales, pero un día, un día en que quiso cobrar una deuda, él se endeudó con el mundo y la contingencia se regodeó con él porque era infinitamente pobre, porque no era nada, ni tenía vanidad. 

domingo, 27 de mayo de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía-Las sirenas


Las han visto en ríos, manantiales, el mar, incluso como diminutas presencias en charcos cincelados por una lluvia de verano. Nunca he visto una, pero el horizonte inagotable pudo haberme mostrado cierta hebra de cabello, una inusual esquina de aleta o las puntas de unos diminutos dedos que rasgan la superficie del mar; yo que tan pocas cosas veo, pude no haber advertido las monstruosas presencias de las sirenas.

Las sirenas cantan pero no hablan. Proceso bastante simple, dicen algunos. La entonación surge como desde las cavidades profundas de las aves. Un gorrión canta y no habla. Las sirenas no poseen traqueas como los humanos sino una estructura ósea como vértebras, cavidades de donde se contrae el aire y salen notas musicales, similares a las aves pero a la vez diferente. La diferencia entre las aves y las sirenas estriba en que a pesar de su ausencia de tráquea (y aunque parezca imposible), las sirenas poseen cuerdas vocales y entonces su canto no es alado ni marino sino humano pero similar al canto de un insecto o el llamado de un animal herido.

He de reconocer a una sirena. El procedimiento no es simple, es más bien arriesgado. Algunos me han dicho que si cierro los ojos y los abro de pronto podré ver a un aparecido. ¿Qué me tendré que colocar en los ojos para ver a una sirena? Si aprieto mis índices en los oídos escucho como un ruido fino, debe ser el canto de alguna sirena o de alguna criatura celestial a la que no hemos dado nombre. Ese sonido y otros más se pierden en la ciudad, donde incluso no se pueden ver las estrellas, donde las constelaciones son solo imaginadas.

Quisiera una sirena que cante y cuente. Que cuente historias sobre qué piensa al despertarse, si siente el vértigo de la muerte en la aleta algunas veces. Entonces definiría nuevamente mi forma de pensar el mundo. Por un momento olvidé que ellas no pueden hablar. Si me enamorara de una sirena sería feliz todavía. Eso, si me dejan. Y de todo lo demás olvidaré. Olvidaré hablar, lanzaré solo gorjeos como los peces. Olvidaré los modales de mesa y olvidaré pedir perdón, olvidaré. Olvidaré que la distancia es el olvido, olvidaré a mis padres, amigos y amantes y concebiré todas las razones olvidadas, los sentimientos perdidos, para poder verlas.

Una sirena no puede parir como un delfín o una ballena. Han imaginado otra forma de reproducción. Han imaginado, seguramente, otra forma de amar. Yo imagino solamente que algún día las veré de cerca. Estoy en un bote cerca de la Isla San Lorenzo, latitud de Lima, Océano Pacífico. El agua fría de la corriente de Humboldt es trazada con furia por capuchinos marinos blanquinegros, pinguinos, navegan al azar con una velocidad indecible, no tengo buen cálculo. Allí está una tropa de sirenas. Las avisto bien, por fin. 

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La ternura (Detalle de varias pinturas)


Él se conmueve con Leonardo. Es muy piadoso, admira a los artistas: son santos que se desollan ellos mismos cada vez que transcurre el sol, que sube y baja. Había imaginado, conmovido, a Leonardo que se sacaba la piel y la colocaba como un lienzo y pintaba un rostro, un tatuaje que parecía un acantilado o un desierto. O lo vio en algún momento, imposible distinguirlo. Algunas veces los recuerdos de otra persona se han posado sobre él. ¿Qué hacer? Quiere ser un santo también. Mantener su cuerpo inmaculado del polvo de otros humanos; sus pensamientos contenidos en las cuencas de sus ojos, no contaminados. Es posible que si se atravesara los ojos con clavos y ya no viera más pudiera ser más puro, un anacoreta de verdad. Lo ha pensado seriamente y lo ha intentado cuántas veces. Fracasó todas por el miedo. Pero está la sentencia que abrasa su vida, que quiere ver, además, lo que los otros han creído ver.

Una tarde de abril la piedad ha aparecido ante él de diversas formas. Como un cuerpo doliente de Cristo sobre su madre, esas primeras imágenes incompresibles para él de la niñez. Luego un cadáver de planta, seca ante la ausencia de agua y la crueldad del sol. Nadie entierra a las plantas pero él sí ha enterrado el cadáver de un ave cuántas veces.

Últimamente ha tenido piedad o amor insólito por Vincent. Ha leído que Víncent quiso morir como Cristo por toda la humanidad, por esos campesinos que dibujaba agachados y entregados a la desdicha de la pobreza, que araban la tierra como si fueran a cavar sus tumbas. Devuelve Vincent con sus trazos el favor de nacer. Así como Vincent quiere ser él y lo logrará algún día. Mi palabra es oráculo.

La ternura ha aparecido bajo la forma de una persona, de otro hombre, como un repentino hijo, una aparición insperada. Él nunca hubiese podido experimentar  la maternidad porque la ve tan lejana. Pero a partir de ese momento se sabe madre, a pesar de su masculinidad y de cuerpo incapaz de reproducirse. Recordará ese momento cada vez que quiera se madre sin poder serlo.

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Carta de Gerardo a Rainer Maria


Rainer Maria:

No me sorprendió tu carta luego de la secuencia de tres sueños peculiares. El martes veinticinco de abril soñé que un ave blanca aterrizaba en la sala de mi casa, venía del jardín interior. Era un ave imperfecta, el pico estaba mal situado en su cabeza; percibí una desproporción impropia de la naturaleza. Hubiese esperado que esta ave imperfecta me hable. Solo graznó más imperfecto que cualquier juguete de batería.  Me despertó el chillido agudo. 
El miércoles veintiséis soñé que estaba cruzando la acera y cuatro libélulas me acechaban. Desvié mi atención hacia un poste de luz que brindaba una sombra estrecha. Entonces vi a un ave blanca apostada en la copa de un árbol, pero esta vez no era cualquier ave sino una lechuza. Las plumas no eran brillantes, ni finamente separadas. La proporción del cuerpo era el correcto, pero la consistencia en bloque de las plumas demostraba un mal trazo en el diseño de su cuerpo. También se notaba que los ojos carecían de pupila: sin la dilatada visión, la lechuza se convierte en cualquier ordinario animal. Cogí el primer bus que pasó por esa avenida hacia mi casa. 
El jueves veintisiete salí con una amiga y un amigo de infancia. Cenamos, conversamos, bebimos. Ella se quedó en mi casa y pasamos la noche juntos. No soñé nada solo en mis sueños se intercalaba lo que hice ese día y eventos de cómo la conocí a ella, quince años atrás en el jardín de infancia. 
El viernes veintiocho me esforcé por soñar pero me dio insomnio. Vi televisión toda la noche.
El sábado veintinueve sí soñé. Soñé que iba a tu velorio. En el velorio me encontré con tu madre y me contó que te habías ahorcado y que dejaste una nota. Tu madre no quería enseñarme la nota porque decía, era incomprensible y le daba mucha tristeza que hayas entregado de esa forma a tu propia locura. Espero que no estés muerto y puedas leer esta carta. En el velorio estaba nuevamente el ave blanca, una lechuza ahora más perfecta, casi dibujada con obsesión y me sorprendí de que en tres o cuatro días las garras del animal, que antes me parecían de plástico, hubiesen mejorado tanto: ahora eran callosidad pura, pero transparentes. Podría notar el transcurso de sus arterias. Me pareció un trabajo maravilloso. La lechuza se encontraba apostada en una esquina muy arriba, en la iglesia donde velaban tu cuerpo. La vi cuando entré a la sala donde te velaban; aunque no logré, finalmente, ver tu cuerpo. No recuerdo qué sucedió allí. Cuando salí entorné mis ojos hacia arriba para encontrarme con sus ojos pero no la hallé. Me pregunté dónde estaría y desperté.

Si tu carta es del 29 de abril entonces no sabía si estabas efectivamente vivo. Pudiste morir después, quizá ayer. Tu madre no me habría llamado para tu velorio porque creo que no le agrado. Puedo enterarme por alguien de que efectivamente has fallecido pero decidí hacer primero lo que me encargaste. 

Ayer toda la noche también comandé mi sueño y devine en un cuervo de color azul. El color negro es muy difícil de soñar. Contiene una pureza que solo es posible lograr con una práctica rigurosa de años; no es una combinación apresurada de todos los colores de la paleta, ese no es el negro. Me conformé con el azul pero lo soñé tornasol también. Así me era más fácil desplazarme por la ciudad pero también está el calor y la presencia extraña de un cuervo en la ciudad de Lima, donde lo único negro que traza el cielo son los pestilentes gallinazos. Así el 30 de abril te busqué pero no te encontré como otros días anteriores habías aparecido ante mí sin que te buscara. Imaginaba, mientras volaba, que cuando nos encontremos iba a haber (aún no sé por qué) una catastrófica disputa en los cielos, que colisionaríamos al vernos y que ráfagas o truenos se desprenderían de nuestro choque. Imaginé eso pero no te encontré. 

Cuando desperté hoy día, agotado, subí a la azotea de mi casa. Tomé algunas planchas de madera que mi padre guardaba de la última vez que tuvimos gallinas y construí una madriguera de 1.5 cm. por 1.7 cm. Supongo que allí cabrías bien. Lo diseñé en la vigilia porque sabía que solo así podría ahorrar tiempo, esta aparecería ya en los sueños y no tendría que construirla toda la noche; como cuervo sería más complicado. Ciertamente sé que el resultado habría sido mejor, mil veces mejor pero está el tiempo.

Allí te espero, como me lo pediste. Espero que puedas decirme lo que tú quieres que sepa.

Gérard

martes, 1 de mayo de 2012 Leave a comment

Carta de Rainer Maria a Gerardo


Gerardo:

Ayer tuve un sueño verdaderamente asqueroso. Soñé que estaba enamorado de alguien. Iba por la acera tomado de la mano con esa persona. No te podría asegurar si era un hombre o una mujer, pero era una criatura agradable, que me complacía. Tomar de la mano a alguien fue asqueroso. Aunque sentí minutos de tranquilidad. En algún momento mi sueño se degenera en una absurda revelación de que esa persona era un antiguo rostro de un conocido que nunca aprecié. Esto me trastornó; mi alma traidora conserva figuras que mi cerebro por salud desecha. No desenmascaré a la persona impostora en ese instante. Seguí con la farsa y las buenas maneras del sueño. 

El rayar de un búho en el cielo hizo que recordara que en la vigilia me habían hablado de un rostro que un  paciente psiquiátrico había dibujado en una de sus terapias: se trataba de un hombre que siempre aparecía en sus sueños. El psiquiatra se sorprende al ver al mismo hombre con el que sueña siempre. No se asusta, sucede alguna sorpresa en su vida y se alegra. Luego la historia se difunde y toda la gente empieza a soñar con ese rostro, que no es agradable, he visto esos dibujos. Dicen que en Pakistán y en Japón han soñado con ese hombre. Hay testimonios de cualquier matiz: unos dicen haber visto a sus padres en la cara de ese extraño, otros incluso sostienen haber hecho el amor con él. 

El rayar del búho en el cielo me recuerda que yo he visto ese rostro en la vigilia y con un poco más de sentido, por sugestión, tendría que verlo en mis sueños también. No lo veo sino a otra persona. Nunca he soñado con desconocidos Gerardo, o no sé si hay forma de recordarlo. No entiendo cómo puede haber gente que puede soñar con ese sujeto del dibujo incluso en diversas poses amatorias. 

Por eso me estoy perfeccionando en comandar mis sueños. El primer paso es no comer mucho en las noches. Mi madre repetidas veces me dice eso. Lo segundo es cantar o rezar (es lo mismo) antes de dormir. Es un pacto. Yo he apostado por un aria triste. También podría ser una canción sobre árboles de plástico o una estrella negra, de los mismos compositores.  Luego está penetrar en el sueño como cuando uno se zambulle en el mar, de a pocos pero con el sentimiento de muerte en el vientre. 

Cuando vea rayar al búho en el cielo, como esta mañana, estaré listo para acompañarlo, pero primero en cada sueño tengo que diseñar una a una mis plumas, mis ojos glaucos; esto tomará tiempo. Seré ojizarco, Gerardo, quizá vuele y penetre en tus sueños. Sueña con un caseta blanca en el techo de una casa de cuatro pisos. Allí llegaré. Espero que la diseñes correctamente, mis alas extendidas miden cerca de metro y medio.

Allí nos vemos.

R.M.

domingo, 29 de abril de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. Miles de libélulas.


1. Anatomía

Un atlas confiable dice que la libélula es la mayor parte de su vida, una ninfa. Una persona poco cauta podría decir que viven horas o días, como una mosca o una pulga. La realidad dice que viven la mitad de la vida de un perro. Su corazón trajina siete años. Su vida de ninfa es feliz porque el agua es maternal; ha disuelto con suavidad su cascarón. En algún momento, el tiempo le susurra órdenes al oído: le dice que se sujete de una pequeña rama que se esfuerza en alcanzar el sol. ¿Acaso el sol no está abajo, mucho más abajo, en las profundidades del agua? Un animal terrestre, avezado, que ha trazado madrigueras en el vientre de la tierra le dirá, más adelante, que hay un sol en las profundidades y otro arriba, en el otro espejo, el cielo. Pero ya no está en el mar el sol de las profundidades, aún está más allá; solo ha llegado la imaginación de los hombres.

Luego la rama le enseña a respirar el aire. Sus branquias posteriores hicieron lo suyo para mantenerla ninfa en el agua, ahora, agotadas, las desecha. Se cambia de ropaje y la divina época de ninfa culmina con su apertura al viento. Ahora puede volar. Planea por el campo con elegancia heredada. No se percata de los ojos que contemplan.  

2. Resurrección

Me acompañaba una sonatina de libélulas; sus alas rayaron zumbidos alrededor de mi cabeza. Mariposas transparentes querían resucitarme; mi cuerpo ese día era un acopio de tristeza: responsabilidades, el tiempo, gente extraña, claxons. Todo eso. Ellas presintieron la desazón por el olfato. Crucé las líneas para pedestres de la autopista y ellas fueron tras de mí, transparente y sincronizada aureola en mi cabeza. Sabía que no merecía tal homenaje. 

No consulté por qué aparecen en esta época. Se me ocurre que la cercanía de la neblina es responsable. El sol nunca derretiría sus alas. Un poeta dijo April is the cruellest month. Quisiera decir no lo es, ciertamente, el más cruel: la aproximación de la neblina, la noche en el día es mi felicidad y de las libélulas. Pero está aquí el cansancio que se disputa--finalmente vencida se aleja--con el aleteo concentrado de las libélulas. Las libélulas que atravesaron la autopista conmigo ya están lejos pero su olor a viento ha sabido cultivar mi memoria.

Buena compañía es la libélula. Sobre todo en las noches. Una de ellas descansa eterna cerca de mí. Si supiera palabras de Cristo, las resucitaría, como me resucitaron aquel día que las vi. Aladas palabras profirieron las libélulas. 

3. Cierto joven

Ha visto un joven que fue una libélula. Sabe respirar en el agua pero lo ha olvidado. Si le dijeran que fue ninfa en una época anterior seguro se burlaría, es demasiado desconfiado. El talle delgado y el caminar desigual lo delatan. Su soltura en el umbral del invierno también. Al comienzo dudó si efectivamente se trataba de una libélula, lo confundió con un lepidóptero. No distingue este joven que fue alguna vez libélula el color de las estrellas; tal vez no se acostumbra a la vida en la superficie de la tierra. Un día se pregunta qué pasaría si tomara la mano del joven, si aplastara alguna vena; quizá se convierta en luciérnaga, se aventura a responder.  

sábado, 21 de abril de 2012 Leave a comment

Notas marginales-Las cavidades


Horas de su vida huyeron juntas, como una estampida de polillas (aunque nunca las ha visto tan juntas), cuando cerró el libro y se instaló la melancolía, no causada por la historia que acababa de leer, en absoluto; se instaló una melancolía semejante a la que resulta de una mala sesión de amor. La historia no había sido tan buena o siquiera buena, o muchas expectativas, o porque una serie de recuerdos invocados por la ficción había desalojado el revés de sus neuronas y estaba otra vez allí flotando junto con sus prioridades. Echada en su cama, cuelgan sus extremidades y cierra los ojos. Por el bien de su imaginación  y vitalidad había decidido enterrar el recuerdo de un joven que creyó querer con locura adolescente. Una frase lacrimógena diría eso: un joven que amó locamente. Pero ella sabe ahora, después de muchos años de creer haber enterrado el recuerdo que siempre fue incapaz de amar como en los viejos tiempos, como se debe, con la lujuria del Rey David y el desprendimiento de Sansón, todo eso junto, incapaz. 

¿Cómo amar de manera moderna? La luz atraviesa sus párpados, coloca su brazo doblado encima de sus ojos. No es que se haya identificado con algún personaje de la historia, con las historias regulares nunca le sucede. Solo sabía de una persona que sí podría y eso le hace sentir escalofríos porque aunque lo sabe, jamás le alcanzaría esa historia para que él pueda verse correctamente. Y su presencia ha regresado, procelosamente esa noche. La ficción invocó y revivió al holograma de antiguas horas: los hologramas habitan dentro y están, como las bacterias, esperando florecer. Rodeado de otros personajes histéricos, ese héroe decadente de la ficción se parecía tanto al Augusto de su primera juventud: el centro de sus reverencias, la confirmación de su nimiedad porque no sufría como él, porque no era tan pervertida como él, porque no padecía del marasmo que acompaña al talento. Todo eso olvidado hasta hace minutos o cancelado con la negación de episodios de su primera juventud, mecanismo que acostumbra ella para sobrevivir: olvidar los borradores y pasar a la siguiente página. Lacrimógena como está, odia la invocación que realizan sus cavidades vasculares; no recuerda ya cuántas veces en su infancia se había quejado con sus padres de que se siente mal del corazón, levantaba el tono infantil: sentía que tenía un hueco, enseñaba el pecho y decía a su papá, con el índice acusador hacia su cuerpo, me duele acá. Estos momentos de debilidad se los perdona, porque es necesario a veces animar esas cavidades que ya se han convertido en físicas con alguna tristeza fácil que es la evocación de un amor mezquino. Cómo le hubiera gustado ver cuando la mano del fracaso se internó en su carne y modificó el recorrido de las venas y la sangre, de su corazón. En su afán de buscar una nueva vida o eso es lo que cree ella, sacrificios de la carne por el beneficio del espíritu, había pasado por alto que él también la pudo querer y comenzó a refugiarse en certeros noes que algún bien le hicieron o eso cree ella porque ahora no siente que la nimiedad sea el sustantivo de su ser, como en esa época, sino solo adjetivo de algunas de sus actitudes, ahora, sentía, se arriesgaba a tocar, como ella creía que lo hacía antaño él y su gran oído, y sus perfectos acordes, ahora se arriesgaba ella con los nervios de las plantas y la rugosidad del suelo, con sus manos, con los dedos. 

Y luego de ese camino de aprendizaje, el recuerdo de Augusto regresa a expensas de un personaje de ficción pero que está animado en carne y hueso en el cerebro de ella, aunque Words, words, words!!, ruge Hamlet, todas esas páginas para ella se funden en una misma persona: un drogadicto con talento o un músico sentimental. ¿Y cuántos músicos en tan poco tiempo que ella se está entregando vivamente a ellos, la han fecundado sin tocar su cuerpo porque están en otras esferas, enterrados hace centenas de años pero que han sabido ejecutar sus nervios y convertido sus neuronas procaces que quizá en el futuro compongan partituras que sepan insinuar la naturaleza, como no lo hizo él? Sin poder hacer el amor a Prokofiev es suyo. Olvidadas las promesas adheridas a la imperfección de la lengua, Augusto no puede saber que su música, su talento contemporáneo es tan de ancianos, hoy día. No sabría él cómo amar de manera moderna ni rasgar los tejidos de ella, extraer una cadencia acelerada, un allegro brioso, de las cavidades de su corazón.

viernes, 23 de marzo de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. La libélula


Solo fui dos veces a la misma fiesta en años diferentes. En los dos años, vi una libélula. No sé si se tratará de la misma libélula, pero estaba allí, casi en la misma hora y en el mismo lugar, pasando por el mismo peligro. Los mismos ánimos de hace algunos años querían deshacerse de ella, también la misma suerte acompañó a esta libélula.

La vi revoloteando con torpeza alrededor de un foco. La torpeza de las alas dispuestas en distintos lugares del cuerpo, que no corresponden al armonioso vuelo de una ave planeadora. Su vuelo y el choque producen un sonido poco agradable aunque simétrico, porque el aleteo es calculado pero el golpe contra un foco o una pared, producen en nosotros un dolor extraño, que se enquista en los nervios, como el chirrido de metal o el rechinar de los dientes.

Entonces allí está la libélula. Tiene más de mil ojos. ¡Monstruo de una sola cabeza! Tendrá mil visiones del mismo evento. Podrá haber visto, en simultáneo, el azul de la noche, porque apareció en el jardín descubierto. A la vez podría calcular los movimientos de los invitados, la madre preocupada porque todos estén bien, el padre ocupado en desmentir una acusación a su hermano; el hijo mayor tratando de mantener la compostura ante la indignación de verse rechazado por una amiga de infancia; la hermana menor, divagar con algunos amigos porque quiere tener respuestas espontáneas; un tío enfrascado en un baile extraño, otra tía arrellanada con un vaso de licor y algunos admiradores alrededor. Otros sujetos que tratan de matar el tiempo, miran, tocan, se ríen, conversan. Celebración. Y así la fauna del jardín, que la libélula no entiende porque la imagen no explica ni vale más que la palabra como dicen los ilusos sino la imagen desnuda es un arma de dos filos, es todo el universo concentrado (tal vez lo es) pero recipiente que necesita contenido. Leonardo imaginó una máquina voladora, ligera, de guerra, pensando en tu poderoso cuerpo, libélula.

Allí la libélula no sabe, es. Abierto está su camino, nació en esa abertura del mundo, de nuestro mundo que fue el huevo que la albergó, digamos, pensemos, ¿hace dos años? ¿Cientos de años? Eso me pregunto mientras la avisto de lejos. Si me vio solo habrá visto a un cuerpo rodeado de algunos cuerpos trabados en conversaciones sin sentido, en un lenguaje pedestre que es el lenguaje de las celebraciones, que mañana de igual forma que resulta para la libélula, no será nada para mí, cuando me reencuentre con el camino lejano, la abertura clausurada y el vientre lejano.

jueves, 8 de marzo de 2012 Leave a comment

Nota marginal-La interpretación I (o El triste)

Uno de estos días tuve una conversación lapidante con mi amigo sobre un cantante que cuando era joven admiraba mucho. En ese entonces yo despreciaba a los intérpretes porque los encontraba efímeros. Para mí los verdaderos artistas eran aquellos que componían e interpretaban sus propias canciones. Obviamente soy una persona distinta de entonces; ahora los intérpretes gozan de mi mayor estima. Volteo hacia esa época y no me reconozco, como tampoco reconozco las melodías que me agradaban y ahora me suenan a desastre natural. El tiempo.

Y sin embargo está ese cantante u otras canciones en mi idioma que todavía tarareo con gusto cuando me encuentro solo en un muelle o cerca de la casa de mis padres. El color de mi infancia es el de las melodías pueriles, el de mi juventud, de las sinfonías y fugas.
Encontré a este amigo en el bautizo del hijo de un amigo común. Los tres habíamos ido al mismo colegio; nunca hubo amistad entre los tres pero sí significativa camaradería. Esa que permite decir a alguien, felicidades sin sentirlo. Felizmente yo no era de las personas que decía felicidades sin sentirlo verdaderamente; en realidad me acostumbré a no ser gentil solo por la delicadeza de serlo. Pocas mujeres me lo han agradecido. Mi camaradería se traducía en mi presencia en una celebración de la que me escindía con facilidad y desgracia, porque siempre renegué de mi incapacidad para gozar. 
La única persona con la que pude conversar esa fue noche fue con Martín. Había venido con su esposa, una mujer algo extraña que solo decía lo necesario, pero parecía estar pensando mucho. No me comentó Martín que su esposa trabajaba como vidente; eso me enteraría después cuando supe que ella falleció en un accidente extraño en su casa. 
Como recién había llegado de Estados Unidos, la conversación giraba alrededor de datos comunes sobre el viaje: clima, gente, comida. Inventé muchos datos, porque no me había percatado de muchas de las cosas cotidianas en mi viaje o las había olvidado; quise recordarla en la conversación y no pude. Inventé temperaturas, frecuencias de buses, cantidad de población, casi todo aquello que me no me había fijado en el viaje, pero que a la gente interesa. Nunca les conté por qué viajé porque no me lo preguntaron. Ese dato también habría inventado. Les hubiera dicho que me fui de vacaciones, cuando en realidad fui detrás de una mujer. Los amigos alrededor de la mesa con mayor fineza me hubiesen entendido; menos mal que no me lo preguntaron.

Martín no bebía. Yo estaba con mucho licor en la sangre. Lo supe porque sentía una necesidad imperiosa de hablarme a mí mismo en voz alta. Me fui al baño y me lavé la cara; apoyé mis manos en el lavabo, ese gesto hizo que tomara consciencia de que debía regresar sobrio a casa. Me dije un par de cosas en voz alta y decidí no tomar más. De regreso encontré al padre del bautizado y Martín charlando sobre la música que no animaba a la gente. Muchos amigos se habían ido y no nos habíamos dado cuenta; parece que la música los había aburrido. Nuestro anfitrión fue a despedirse de la gente. Deborah, la mujer de Martín, estaba sentada en otra mesa con algunas mujeres. 
Como la fiesta decaía, ponían baladas para que la gente pudiera conversar. En eso empezamos a hablar sobre nuestros gustos escolares. Y recordamos una versión estupenda de El triste, de Roberto Cantoral. Mi padre era un gran admirador de Roberto Cantoral y Los tres caballeros, por eso yo desde niño conocía sus nombres y sus composiciones. Martín recordó ese detalle porque las veces que venía a mi casa siempre me preguntaba qué escuchaba siempre mi padre. Yo subía rápido las escaleras y levantaba los hombros, boleros, le decía, sin distinguir aún en las rancheras, las baladas, la trova y demás. 

--Estupenda, tú siempre decías que era estupenda.
--Era tan increíble--le dije con entusiasmo infantil--que he comprado todos las grabaciones de esa canción. 
No le conté que la mitad de mi colección estaba todavía en la casa de mis padres. Que no me atrevía a recogerlas solo por no regresar. Tampoco le dije que la otra mitad de mi colección había sido destruida por unos sobrinos.
--¿Y lo llegaste a escuchar en vivo?
--¿A quién? ¿A José José?
--Sí, a José José.
--No, nunca.
--¿Ni cuando estuviste en México? 
-- Nada, ni en México.

Sí había visto a José José en el D.F., cuando estuve en México en 1979. Ya era un artista consagrado, y en mi recuerdo, el mejor intérprete de El triste. Pero no quería contarlo.

--Yo me acuerdo que tu papá era un fánatico. 
--Sí se emocionaba el viejo bastante. Esa vez que cantó José José, nos llamó a todos en la casa como al minuto, gritando, también lo hacía cuando había goles. Vengan a ver, decía.

Ese 1970 yo estaba por terminar el colegio, solo faltaban unos meses. Mi padre, efectivamente, nos gritó cuando José José interpretó El triste. Yo no bajé. Mi madre y mi hermana sí se acercaron.

--¿Y cómo está él?
--¿Quién?
--Tú papá.
--Todavía vive.
--El mío también, vive con mi mamá en Chaclacayo. 
--¿Solos?
--Sí, solos.

Mis padres también vivían solos, pero nadie los visitaba.

Alcé la voz porque quería seguir con la conversación. 
--Pero de todas las versiones que he escuchado, ninguna supera la de él--agregué: ninguna. Y las he escuchado todas, o casi todas, la de Plácido Domingo, que todos pensaban entonces que sería insuperable, no logró alcanzar a José José. La versión de Roberto Cantoral, la única, esa la de 1970, de él, ninguna se repitió igual, y las habré escuchado, las he escuchado. 

Quizá golpeé un poco la mesa. Martín me miró con cara de aburrimiento. No volvimos a hablar de la canción ni las versiones. Nos despedimos a los pocos minutos con mucha efusividad, yo por el alcohol, Martín por timidez no pudo rehusarse a un abrazo fraterno. De vuelta tomé un colectivo. Lima parecía un gran ovni desde la Vía expresa.

En el camino hacia mi casa, recordé que olvidé hablar sobre la canción, el sonido de la canción, faló sincerarme con Martín y confesarle que ninguna otra performance de José José superó la de 1970, en esa competencia cuando interpretó en vivo, y que eso a la vez por alguna razón que no quiero desprender de mi mente, también me avergüenza a mí, es como una ponzoña que he preferido guardarme para mí y no contaminar a mi amigo. Aunque luego me arrepentí y pensé que debí decirle que llegado el momento, ese gran momento nos traspasa, nos engulle y nuestra vida no alcanza para superar ese gran momento, la gran interpretación o ejecución del tiempo, el brío y del talento, solo ocurre una vez, y es tan efímero y terrible, cruel. Pero Martín, se le veía tan aburrido con todo esto.

sábado, 3 de marzo de 2012 Leave a comment

Zurich, domingo por la mañana.


Hace tiempo he deseado esto: inflamar volutas de humo y lanzarlas al techo. Días antes, cuando estuve copiando las tarjetas sin descanso, porque el trabajo apremia y atosiga, deseaba tanto estar totalmente liberado, soñaba en saborear las tardes libres, la hora perfecta de las cinco de la tarde. Ahora que lo estoy, atino solo a descansar mi cuerpo en el piso frío con un delicioso cigarrillo, que me sabe al fin del mundo o me sabe al día de mi nacimiento. Arriesgo a que no me quieran, porque en Zurich pocas personas quieren, Byron. La mujer que ahora me abriga descansa su cuerpo sobre la cama, en otro cuarto, mientras yo en el piso de la cocina me retuerzo del aburrimiento o la levedad de esta mañana transparente. Mientras me deshago de las volutas de humo, pienso en qué estará haciendo ella, o qué posiciones debe haber adoptado su sueño. 

He perdido, Byron, la capacidad de sentir como antes. Hasta ayer sentí algo por el celaje de la mañana, algún estremecimiento físico por el color del cielo; hoy nada, los brazos de una mujer me saben tan insípidos como el porvenir. Ayer intenté sumergirme en la profundidad de la noche desconocida. Quise tropezarme con alguien desconocido. Lo intenté pero todos eran conocidos para mí, similares a mí, vestían parecido a mí, hablaban como yo, teníamos las mismas maneras, nadie diferente, nadie que pudiera mostrarme el camino de regreso. Cuando se acabe el cigarrillo, Byron, escribiré la carta definitiva.

jueves, 1 de marzo de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. La vicuña


A Jasón alguna vez se le encargó la piel de un carnero que cuando vivo, sus pisadas salpicaban oro. Luego de muerto, el carnero ascendió al cielo y devino constelación. Similar especie resultó la vicuña (vicugna vicugna) y también particular destino le esperó a un ejemplar que pastaba por pampas ayacuchanas. 

1
El hombre ensaya catástrofes e imita a los vientos y las placas que estragan las superficies de la tierra, que se llevan árboles, vidas humanas y animales, ríos y cerros. Las hecatombes anteriores, de la edad de oro, representaron el desquicio del hombre ante las verdaderas catástrofes que llegan sin pedir permiso y advierten que lo verdaderamente terrible ocurre siempre en el futuro. Sacrificios parecidos fueron las carnicerías y escenas de cazas de los príncipes, o también juegos de la heroicidad, la muerte de miles de soldados, que en la edad moderna se redujeron a solo un olor a chamuscado, o a la palabra holocausto, que así como heca-tombe es cien toros, en griego, significó todo-quemado, de allí que las catástrofes del hombre moderno no se piensen en centenas sino en totalidades. 
Como los elefantes, los tigres, los rinocerontes y los zorros, las vicuñas son víctimas de catástrofes amasadas por la codicia humana. Los colmillos del elefante y el cuerno del rinoceronte, ambas debilidades de la naturaleza exuberante, se reparten en la ignorancia y los cuellos de algunos sujetos. La piel del tigre y los zorros viste la vanidad de carroñas humanas, usualmente mujeres de enorme talante y poco seso. La piel de la vicuña aparece en escaparates del primer mundo.

2
Camélido americano, le dicen los europeos. Primo del ejemplar que llevó a Mahoma por el desierto. De los camellos, la vicuña ha conservado los enormes ojos como diamantes negros, también largas pestañas para proteger de arenas inexistentes a 3 500 metros sobre el mar, en el ande peruano. ¿En qué momento se habrá separado América de África? 
Luego está el otro primo, la alpaca. Una vicuña considera a la alpaca (vicugna pacos) la mejor cara del vencido. Los primeros peruanos, amantes de la textura fina y de los colores de la naturaleza, redujeron unas cuantas vicuñas y crearon la alpaca. La vicuña es, sobre todo, un animal salvaje.

La vicuña aparte de los ojos adiamantados, posee un cuello largo que juega con la dinámica de su realidad: el ichu del suelo exige un cuello corto. Su rostro se ve dominado por los ojos, la nariz y el hocico son alargados y tienden hacia lo diminuto; las orejas, verticales y cortas, siempre están alertas. Su cuerpo es esbelto; resume formas voluptuosas y elegantes a la vez, formas que uno espera en una mujer, pero también puede ser muy compacto y hermoso, en especial cuando se trata de hembras en estado de preñez. El color de la vicuña es legendario, del color de la piel tostada por el sol. Su pelambre siempre culmina como espuma al comienzo de sus extremidades; un penacho adorna su pecho. 

3
Vi una vicuña encabritarse frente a un fusil. Como el espacio de la tierra se agota y los fusiles cierran, en una persecución nocturna la vicuña pudo tomar vuelo. Espera el Yana Mayu allá arriba y la vicuña puede ser constelación. Los antiguos señalan, la llama y su hijo, un pastor, un amaru, un condor, un hampat'u, un atoq, una vicuña, allá arriba, cuando no hay luz, en la noche, la vía láctea.

domingo, 26 de febrero de 2012 Leave a comment

Autorretratos: el hueso


Las fotos ni el cuerpo son traslúcidos, piensa cuando nota su reflejo en el vaso. Si cierra los ojos puede ver la sangre que se transporta por las venas. Corre, si revisa bien o pregunta a un médico, a 30 cm por segundo, que es bastante. Su cuerpo a veces se mantiene estático pero la sangre sigue su trayecto repetido. Si se corta la piel, el trayecto se interrumpe e incluso ingresan bichos del exterior. Su cuerpo responde a veces con fiebres; la última vez que le dio fiebre fue por una intensa amigdalitis. Había estado conversando hasta tarde el día anterior con su abuelo sobre su padre. El abuelo le daba detalles terribles que nunca hubiese querido saber de su padre; es muy probable que quisiera seguir temiéndole. Tomaron mucha cerveza, el abuelito siempre había sido aficionado al licor. Mientras más bebían frío, más sentía él que las amígdalas se resentían. El día siguiente se despertó con un gran ardor en toda la entrada de la boca y una gran desazón en el estómago. Esto es estar enfermo, putrefacción del cuerpo en vida, como bichos se comen mis tejidos, se convierten en flema o simplemente en residuos. 

Porque estaba enfermo se sentía muy aburrido. Si se quedaba en cama, padecía de un exceso de calor, si se sentaba a ver televisión, le daba dolores de cabeza. Su madre lo había atendido con paciencia. Era mucho peor cuando estaba enfermo. Y cuando estaba saludable era atroz. La madre lo trata como un monstruo. Si se pudiese ver las cosas como son, él siempre estaría encerrado en una jaula. Una vez en el hospital vio un afiche que representaba a los enfermos de asma. Decía algo así como que no deberían ser tratados como si estuvieran encerrados en una urna de cristal. A continuación aparecía un dibujo aficionado de un hombrecito caminando en la calle totalmente cubierto de un cubo de vidrio. La gente lo miraba sorprendida. Ese recuerdo de la niñez lo ha acompañado cada vez que se encontraba en enfermo. Ahora que camina por el parque para olvidar su fiebre y amigdalitis, se ve a sí mismo cubierto de una jaula, no como un preso que alguna vez vio en televisión dentro de una jaula enorme, mediática, sino una jaula de un zoológico, de un zoo de cristal. El licor de ayer no le hizo ver las cosas como son. Antaño pensaba que sí funcionaba de esa manera, pero ahora lo duda. Alguna vez borracho creyó asir una estrella, fue muy verídico. Había estado, de muy joven, con unos amigos en el jardín de una casa. No recuerda de quién pero no importa. Estaba tan ebrio que estiró su mano hacia el cielo, y como los niños cuando creen sujetar el sol, aplastó la luz que tenía a miles de años de distancia, que solo podría asir si es que estuviese viviendo en otra era; creyó tanto esta alucinación que incluso tuvo la impresión de que su mano quemaba, y se puso a dar vueltas buscando agua, porque su mano quemaba. No recuerda que impresión tuvo el resto de él, pero no le importa, por eso padece de esa jaula alrededor suyo. Desde aquella vez duda del poder de las alucinaciones inducidas. La verdadera alucinación es la que uno de verdad sufre, como la enfermedad y la fantasía animada, el amor.

El pequeño pueblo donde vive consta de pocas tiendas y de pocos parques. Se aburre también y regresa a casa para seguir batallando con la enfermedad. Agarraría un pote de lejía, se lo tragaría y exterminaría a todos los microbios que se posan organizando colonias en sus amígdalas, pero también él se inmolaría con ellos. Los microbios a estas alturas del día deberían haber pasado ya la edad clásica, media, deberían estar entrando en el renacimiento, porque las amígdalas arden con fuerza. Cuando entra a casa encuentra a su madre conversando por teléfono; solo sube las escaleras despacio y no atiende a qué es lo ella le dice. A unos cinco escalones se detiene frente al retrato suyo de cuando tenía seis años. Lo observa bien; aunque no definitivas, allí están todas las formas de su rostro, trazadas en una sola línea, como es el cuerpo. La foto es de cuando fue por primera vez fue a la primaria. Observa bien el retrato. El marco marrón está ya un poco apolillado. Recuerda la mirada de sus padres frente a él cuando se tomó esta foto; su miedo y su obediencia. Observa atentamente. Puede ver sus pequeñas venas verdes, algunas azuladas. También puede ver los pequeños tejidos entrelazados que dan forma al pequeño rostro, que era suyo; aguzando un poco más la vista, como si estuviera ciego, puede ver el pequeño cráneo similar al de su padre y su abuelo, las cuencas vacías. Observa sus manitas, el carpio y el metacarpio. De súbito levanta su brazo adulto, observa su copiosa vellosidad pero también el hueso húmero y el radio. Ni siquiera las venas y la piel. Si tuviera delante de él un espejo, lo posaría frente a su cuello y vería sus teijidos carcomidos. No se trata de una radiografía, si lo fuera, entonces por qué puede incluso, si no parpadea ¿puede ver la danza del ADN en cada célula? Se ha despojado ya del envoltorio; el llamado del destino no lo asusta.

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Misantropía 1

Sin querer había botado todas las almohadas esa noche. Cuando despertó se sintió cansado porque su cabeza había permanecido toda la noche en una postura difícil. Prendió la música porque cuatro movimientos endulzarían su ánimo y aplacarían su mala disposición. Despertarse era un martirio. 
Mientras se duchaba recordó una broma de una amiga el día anterior sobre un tío operado de la próstata. Le contó que en una reunión su tío bailaba y ella observó: si se sigue moviendo se le pueden salir los puntos. Se rió un poco; algún día tal vez muera de ese mal. Luego le dio de comer a su mascota, mitad cabra mitad gato. Lo miró y se sintió algo feliz. Bajó a la sala. Sus padres estaban viendo el noticiero matutino. No los saludó, salió de su casa. Recordó que había olvidado apagar la música: ya había pasado media hora, estaría en el tercer movimiento. Sintió perdérselo.

En el camino iba pensando que si cambiara algunos trazos del plano del edificio que se le había  encargado, ahorraría más material. Esa ocurrencia banal despareció cuando en el paradero divisó a una mujer guapa. La belleza se comparte, se dijo, porque había escuchado o leído algo así. Y sin embargo jamás se lo diría a alguien en persona. Después de todo, cuando uno llega a conocer verdaderamente a una mujer todo se desmorona. En los hombres detestaba la hombría excesiva, la ociosidad, la camaradería tribal, la estupidez confundida con bondad. En las mujeres también detestaba la extrema bondad que escondía una sorda capacidad para pensar y sentir; había conocido mujeres tan buenas hasta el vómito. Su mamá que es una de las personas más buenas que ha conocido, siempre le dice que en la mujer la bondad es suficiente. Tiene razón, se dice, animales domésticos, siempre acababan siendo sepultadas por los que les exige su especie, la maternidad. ¿Y los hombres? Los filósofos que no se dignan en discutir con sus mascotas, las mujeres. Y piensa en que están por llegar más atrocidades que Lucifer le susurra en el oído.

¿A quién estimas? Le grita la mirada de la mujer guapa que se posa sobre él. Todas las ocurrencias anteriores le borró el deseo y las ganas del cuerpo. Si la música ha aplacado ya los monstruos de las profundidades, qué queda, extranjero, ¿a quien amas? ¿a tu país? ¿a tus padres? 

--A las nubes que pasan allá arriba.


domingo, 19 de febrero de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. El unicornio II (la doncella)


El hombre impío acaba donde empieza el unicornio. Donde termina el cuerno del unicornio está la doncella. Esto último le dice o casi le grita la dama que sostiene al unicornio. Él piensa que ella ya no es doncella pero prefiere callarse, por prudencia.

El unicornio no quiere ser fotografiado, se mueve. Ya el flash ha alterado sus pupilas, las ha dilatado tanto que parece que padeciera de cataratas. La belleza del unicornio no se compara con la fragilidad de mi alma, dice la doncella que sostiene el unicornio. Ni con la resistencia de tus muslos, dice el fotógrafo.

El hombre impío no puede tocar al unicornio porque lo mancharía con su pecado. Animal tan delicado, ni siquiera una dama como yo lo puede sostener con sus propias manos, sino debe tocarlo con este tul color del cielo. ¿Cómo es la piel del unicornio?, le dice el hombre impío a la dama. Ella responde: tiene la textura de la espuma, pero con la consistencia de una fruta. Vibra, respira, tiene la temperatura más alta. El unicornio se acomoda entre los brazos de la dama, como un crío.

Ahora la doncella solamente quisiera contemplar al unicornio. Lo ha encerrado en su jardín, ha crecido. El unicornio puede dar vueltas; una vuelta, un año. El tiempo para el unicornio no ocurre como en el corazón del hombre. Ha dado doce vueltas, doce años. Él quiere que lo suelte ya para no ver morir al unicornio allí; pero no sabe lo que sí la doncella: que los unicornios pueden vivir miles de años. Abre la reja que encierra al unicornio, ella grita, el unicornio ha saltado con furia y con su cónica espada le ha atravesado el costado al hombre. 

jueves, 16 de febrero de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. El unicornio I (sin la dama)


Hermano el rinoceronte, del caballo, primo del centauro, el unicornio existe tanto como las especies extintas, los kraken y los perros. Esta afirmación podría ser discutida, por qué ¿de qué manera un perro existe más que un unicornio? Las cavilaciones al respecto terminan cuando dos personas somos incapaces de describir a un perro de manera idéntica. Le pedí a mis dos hijos que dibujaran nuestro perro solo por el placer de probar que el "perro" no existe. Efectivamente, el perro no existe. Cada uno dibujó algún ejemplar de la especie que mejor le parecía: hocicos, patas, orejas, mucho pelo, menos el perro dormido que teníamos delante. ¿Además, el perro de mi infancia y el perro que latente aborda a veces mi imaginación? 

Borges, presintiendo su ceguera, dijo que si tuviéramos a un unicornio frente a nosotros no lo reconoceríamos, no sabríamos que se trata efectivamente de un unicornio. Veríamos: cuerno, un color blanco destellante, patas y tórax equino, pero no sabríamos ciertamente que se trata de un unicornio. Quizá un resplandor cubista. Una anécdota de Buda muestra cómo los ciegos luego de tocar solo una parte de un elefante son incapaces de dilucidar el conjunto, el elefante mismo. La respuesta quizá se halle en que el tacto es tan engañoso. La sola idea de las partes construyen el conjunto del unicornio, engañoso al tacto pero problema superado en la imaginación. Y no es que no podamos reconocer al unicornio, porque ya ha existido como ensueño de muchos hombres; el trabajo de los artistas es darle forma definitiva a los objetos desperdigados por el mundo, o las solas ideas de mundo. Por eso sí lo podríamos reconocer, ya que yace en el regazo de muchas damas vírgenes flamencas, florentinas; en tapices orientales, estatuas chinas, en bestiarios; en cautiverio, libres, atacados como presa de caza, en el libro de Job. 

En todas esas situaciones reconoceríamos al unicornio.

miércoles, 15 de febrero de 2012 1 Comment

Pequeña taxonomía. Los peces abisales.


He decidido descender sin un submarino hacia el fondo del mar, solo atado del gran peñasco de Gibraltar. La presión quiere consumir mi cuerpo, pero me he provisto de un ropaje revestido de piel de serpiente. Y sin embargo la presión quiere todavía reventar mis pulmones. Mientras desciendo pienso en que este es el momento que he estado esperando durante mucho tiempo. Descender hasta el fondo me tomará, calculo, unas ocho horas. Para pasar el tiempo, cuento con un mecanismo que he diseñado en tierra; una tira con algunas cuentas, por cuenta que paso, rememoro completamente un episodio de algún año de mi vida desde 1970. De esa manera he recobrado mucho tiempo que se había asentado en las profundidades de mi memoria.

Hace algunos años que vengo en el entrenamiento para sobrevivir debajo del mar. Primero mi madre me dio a luz en un río. Luego al año aprendí a nadar. A los diez años podía recoger algas del fondo de un arrecife, a doscientos metros. En mi adolescencia solía competir con los delfines. Una radiografía le mostró al médico que controlaba mi tiroides que mis pulmones eran minúsculos, del tamaño de un perro. El saberlo lo alarmó pero no a mi madre, quien me entrenó para este momento; le explicó que era normal. Ella había sobrevivido con pulmones semejantes. 

Ingreso ya al paisaje abisal; no es tan extraño, se asemeja a la cuenca de una caracola. Se oye un rumor distinto del de la atmósfera terrestre, gobernada por el aire, se oye el sonido de una caída libre. Acá se escucha el verdadero sonido de la nada. Mis movimientos se han vuelto lentos; me esfuerzo por ver a través del silencio y la oscuridad sin éxito. Luego de algunos minutos aparece uno que otro pez abisal. Eliminan la oscuridad con el brillo de sus cuerpos. Estos peces lámparas tienen los ojos como grandes avellanas fosforescentes. No se acostumbran a mí, pero tienen pocas energías como para acercarse y atacarme. Me compadezco de ellas, quisiera tocar uno. Mi cuerpo flotante cada vez se hace más lento sin embargo, la gravedad es distinta. Me pregunto si estos animales sabrán qué sucede allá arriba. Me acerco a uno lo suficiente como para hablarle al oído. Quiero que me cuente la historia del mundo o sino que me deje leer en su cuerpo la genealogía de las profundidades. El pequeño pez lámpara me esquiva. Yo lo sigo, insisto en que comparta mi compañía, que deseche su tristeza. Me esquiva nuevamente. Se está tan solo acá abajo. Cerco al pez, pero este voltea y abre sus fauces enormes, cubiertas de pequeños dientes arqueados, las cuentas que sostenía en mi mano se caen, abre sus fauces y el silencio que había dominado mi estancia desaparece, es reemplazado por una voz potente que sale del vientre del pez brillante, una voz de la prehistoria, la potencia del pez que me canta: Freude, schöner Götterfunken!

Abrazo mi cuerpo y desciendo lentamente.

lunes, 13 de febrero de 2012 Leave a comment

Oh hada cibernética


Querida musa:

Regresa a visitarme mi amiga.

Disculpa que cuando hayas estado conmigo, sentada a mí lado, te haya torcido la muñeca con tanta fuerza.

También disculpa que haya roto el enchufe que suministraba energía a tus sesos.

¿Qué querías si no te gustaron mis historias de infiernos y de monstruos que devoraban a sus padres?

¿Qué querías si cuando discutimos sobre el ocio, tú desdeñaste mis aplicados esfuerzos, porque quieres que sea esclavo de tus apariciones? 

Ahora viene el Demonio a visitarme. Ha encendido mi pupila, ha destapado mi tímpano.

¿Por qué no te gusta mi nueva sabiduría, que me susurran moscas aficionadas al estiércol?

No te molestes si ahora tu verbo o los testimonios de tus hijos más dedicados no me pueden ayudar a descifrar el sonido y  color de cielo y las profundidades del mar. Ya no quiero musa deletrear las formas que me rodean, quiero pintarlas y hacerlas tañer.

Pero igual regresa, amiga, quiero que me presentes a tus hermanas, las que visitan a los otros desdichados.

T.

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