Hace tiempo he deseado esto: inflamar volutas de humo y lanzarlas al techo. Días antes, cuando estuve copiando las tarjetas sin descanso, porque el trabajo apremia y atosiga, deseaba tanto estar totalmente liberado, soñaba en saborear las tardes libres, la hora perfecta de las cinco de la tarde. Ahora que lo estoy, atino solo a descansar mi cuerpo en el piso frío con un delicioso cigarrillo, que me sabe al fin del mundo o me sabe al día de mi nacimiento. Arriesgo a que no me quieran, porque en Zurich pocas personas quieren, Byron. La mujer que ahora me abriga descansa su cuerpo sobre la cama, en otro cuarto, mientras yo en el piso de la cocina me retuerzo del aburrimiento o la levedad de esta mañana transparente. Mientras me deshago de las volutas de humo, pienso en qué estará haciendo ella, o qué posiciones debe haber adoptado su sueño.
He perdido, Byron, la capacidad de sentir como antes. Hasta ayer sentí algo por el celaje de la mañana, algún estremecimiento físico por el color del cielo; hoy nada, los brazos de una mujer me saben tan insípidos como el porvenir. Ayer intenté sumergirme en la profundidad de la noche desconocida. Quise tropezarme con alguien desconocido. Lo intenté pero todos eran conocidos para mí, similares a mí, vestían parecido a mí, hablaban como yo, teníamos las mismas maneras, nadie diferente, nadie que pudiera mostrarme el camino de regreso. Cuando se acabe el cigarrillo, Byron, escribiré la carta definitiva.
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