Uno de estos días tuve una conversación lapidante con mi amigo sobre un cantante que cuando era joven admiraba mucho. En ese entonces yo despreciaba a los intérpretes porque los encontraba efímeros. Para mí los verdaderos artistas eran aquellos que componían e interpretaban sus propias canciones. Obviamente soy una persona distinta de entonces; ahora los intérpretes gozan de mi mayor estima. Volteo hacia esa época y no me reconozco, como tampoco reconozco las melodías que me agradaban y ahora me suenan a desastre natural. El tiempo.
Y sin embargo está ese cantante u otras canciones en mi idioma que todavía tarareo con gusto cuando me encuentro solo en un muelle o cerca de la casa de mis padres. El color de mi infancia es el de las melodías pueriles, el de mi juventud, de las sinfonías y fugas.
Encontré a este amigo en el bautizo del hijo de un amigo común. Los tres habíamos ido al mismo colegio; nunca hubo amistad entre los tres pero sí significativa camaradería. Esa que permite decir a alguien, felicidades sin sentirlo. Felizmente yo no era de las personas que decía felicidades sin sentirlo verdaderamente; en realidad me acostumbré a no ser gentil solo por la delicadeza de serlo. Pocas mujeres me lo han agradecido. Mi camaradería se traducía en mi presencia en una celebración de la que me escindía con facilidad y desgracia, porque siempre renegué de mi incapacidad para gozar.
La única persona con la que pude conversar esa fue noche fue con Martín. Había venido con su esposa, una mujer algo extraña que solo decía lo necesario, pero parecía estar pensando mucho. No me comentó Martín que su esposa trabajaba como vidente; eso me enteraría después cuando supe que ella falleció en un accidente extraño en su casa.
Como recién había llegado de Estados Unidos, la conversación giraba alrededor de datos comunes sobre el viaje: clima, gente, comida. Inventé muchos datos, porque no me había percatado de muchas de las cosas cotidianas en mi viaje o las había olvidado; quise recordarla en la conversación y no pude. Inventé temperaturas, frecuencias de buses, cantidad de población, casi todo aquello que me no me había fijado en el viaje, pero que a la gente interesa. Nunca les conté por qué viajé porque no me lo preguntaron. Ese dato también habría inventado. Les hubiera dicho que me fui de vacaciones, cuando en realidad fui detrás de una mujer. Los amigos alrededor de la mesa con mayor fineza me hubiesen entendido; menos mal que no me lo preguntaron.
Martín no bebía. Yo estaba con mucho licor en la sangre. Lo supe porque sentía una necesidad imperiosa de hablarme a mí mismo en voz alta. Me fui al baño y me lavé la cara; apoyé mis manos en el lavabo, ese gesto hizo que tomara consciencia de que debía regresar sobrio a casa. Me dije un par de cosas en voz alta y decidí no tomar más. De regreso encontré al padre del bautizado y Martín charlando sobre la música que no animaba a la gente. Muchos amigos se habían ido y no nos habíamos dado cuenta; parece que la música los había aburrido. Nuestro anfitrión fue a despedirse de la gente. Deborah, la mujer de Martín, estaba sentada en otra mesa con algunas mujeres.
Como la fiesta decaía, ponían baladas para que la gente pudiera conversar. En eso empezamos a hablar sobre nuestros gustos escolares. Y recordamos una versión estupenda de El triste, de Roberto Cantoral. Mi padre era un gran admirador de Roberto Cantoral y Los tres caballeros, por eso yo desde niño conocía sus nombres y sus composiciones. Martín recordó ese detalle porque las veces que venía a mi casa siempre me preguntaba qué escuchaba siempre mi padre. Yo subía rápido las escaleras y levantaba los hombros, boleros, le decía, sin distinguir aún en las rancheras, las baladas, la trova y demás.
--Estupenda, tú siempre decías que era estupenda.
--Era tan increíble--le dije con entusiasmo infantil--que he comprado todos las grabaciones de esa canción.
No le conté que la mitad de mi colección estaba todavía en la casa de mis padres. Que no me atrevía a recogerlas solo por no regresar. Tampoco le dije que la otra mitad de mi colección había sido destruida por unos sobrinos.
--¿Y lo llegaste a escuchar en vivo?
--¿A quién? ¿A José José?
--Sí, a José José.
--No, nunca.
--¿Ni cuando estuviste en México?
-- Nada, ni en México.
Sí había visto a José José en el D.F., cuando estuve en México en 1979. Ya era un artista consagrado, y en mi recuerdo, el mejor intérprete de El triste. Pero no quería contarlo.
--Yo me acuerdo que tu papá era un fánatico.
--Sí se emocionaba el viejo bastante. Esa vez que cantó José José, nos llamó a todos en la casa como al minuto, gritando, también lo hacía cuando había goles. Vengan a ver, decía.
Ese 1970 yo estaba por terminar el colegio, solo faltaban unos meses. Mi padre, efectivamente, nos gritó cuando José José interpretó El triste. Yo no bajé. Mi madre y mi hermana sí se acercaron.
--¿Y cómo está él?
--¿Quién?
--Tú papá.
--Todavía vive.
--El mío también, vive con mi mamá en Chaclacayo.
--¿Solos?
--Sí, solos.
Mis padres también vivían solos, pero nadie los visitaba.
Alcé la voz porque quería seguir con la conversación.
--Pero de todas las versiones que he escuchado, ninguna supera la de él--agregué: ninguna. Y las he escuchado todas, o casi todas, la de Plácido Domingo, que todos pensaban entonces que sería insuperable, no logró alcanzar a José José. La versión de Roberto Cantoral, la única, esa la de 1970, de él, ninguna se repitió igual, y las habré escuchado, las he escuchado.
Quizá golpeé un poco la mesa. Martín me miró con cara de aburrimiento. No volvimos a hablar de la canción ni las versiones. Nos despedimos a los pocos minutos con mucha efusividad, yo por el alcohol, Martín por timidez no pudo rehusarse a un abrazo fraterno. De vuelta tomé un colectivo. Lima parecía un gran ovni desde la Vía expresa.
En el camino hacia mi casa, recordé que olvidé hablar sobre la canción, el sonido de la canción, faló sincerarme con Martín y confesarle que ninguna otra performance de José José superó la de 1970, en esa competencia cuando interpretó en vivo, y que eso a la vez por alguna razón que no quiero desprender de mi mente, también me avergüenza a mí, es como una ponzoña que he preferido guardarme para mí y no contaminar a mi amigo. Aunque luego me arrepentí y pensé que debí decirle que llegado el momento, ese gran momento nos traspasa, nos engulle y nuestra vida no alcanza para superar ese gran momento, la gran interpretación o ejecución del tiempo, el brío y del talento, solo ocurre una vez, y es tan efímero y terrible, cruel. Pero Martín, se le veía tan aburrido con todo esto.
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