Después del matrimonio, pero antes del primer amor.
Lamentaba llegar tarde, demasiado tarde a la función. Ya ella tenía dos hijos, un casa perfectamente distribuida, un esposo. No fue un encuentro fortuito sino planeado con fineza de cirujano. Luego de su regreso, de una aventura fracasada, una convivencia con una mujer que todos consideraban estupenda, pero que a que él le sabía a glaciar de Patagonia, a vidriera gótica, regresó al mismo lugar donde había comenzado su verdadera vida: el departamento que compró a los treinta años con una deuda que sus padres ayudaron a liquidar.
En Chile, donde permaneció casi diez años, la vida se atragantaba sus esfuerzos, sus anhelos juveniles que ahora se habían transformado en éxito pasaban como agua salada en un pueblo sediento. Y estaba todavía el recuerdo de la diosa glaciar, fortuna de sus treinta años (decían algunos), que había venerado hasta que le supo a incienso o almizcle y que, finalmente, una mañana le supo a nada. Ese día él, que había sentado con la parte comprensible de ella, años atrás, el pacto de que si uno se entregaba al tedio debía partir. Un martes en que incluso la luz del día parecía blanca y no dorada comprendió que el acabose no sabía a mala noche de amor, sino a nadie, a un vacío en la epidermis. Estaba durmiendo con nadie y esa mañana frente al espejo del baño lloró con amargura de los diez años perdidos, en que con la esperanza de doblegar la coraza de Marie, había cedido a la desdicha todos los ideales que lo hicieron sobrevivir a la catástrofe de haber nacido en la época incorrecta.
Y allí estaba de regreso a Lima, adoptando la mejor manera que podía para no verse más vencido de lo que usualmente se sentía: lentes negros, saco bien planchado, un cigarrillo; de regreso. Si alguien lo hubiese conocido y lo hubiese visto allí, habría pensado que no habían pasado diez años desde que dejó Lima, sino toda una era glacial, que habría atravesado el estrecho de Behring del corazón de Marie y el suyo congelado nunca se volvería a descongelar. Su mirada apagada, sin siquiera cenizas de una vida anterior que todos creían venturosa, delataban que para malas decisiones él iba primero en la posta, y que por el momento, no se la pensaba pasar a nadie, tan solo que se encontraba ahora.
De regreso a su departamento, dispuso como mejor pudo sus escasas pertenencias. Hasta hace tres meses había sido alquilado a una pareja que tenía dos hijos. Cuando llegó, ellos ya no estaban; sus padres le informaron que la familia aún debía la cuenta de los servicios y de un mes. Por su tempestuosa llegada, tuvieron que aplazar la paga de algunas deudas, perdonaron los retrasos, todo para que él se instale de una vez en el departamento de su juventud. Solo le dejaron la dirección de la nueva casa de los inquilinos para que él se encargara de cobrarlas. "Ya hemos visto suficiente estos años", le dijeron sus padres cuando se despidieron de él y lo dejaron completamente solo en su departamento. Las siguientes tres semanas se las pasó arreglando lo poco que había traído y que conservaba en la casa de sus padres.
A veces se sentaba solo en la sala en un banco y veía por la ventana el sol ámbar de las cuatro de la tarde. Podía entonces solo mirar el celaje y pensar en la forma en que probablemente moriría. Cuando eso sucede, le dijo más adelante un amigo, es porque te ha cogido la melancolía del cuello, hermano. No hay salida.
A veces se sentaba solo en la sala en un banco y veía por la ventana el sol ámbar de las cuatro de la tarde. Podía entonces solo mirar el celaje y pensar en la forma en que probablemente moriría. Cuando eso sucede, le dijo más adelante un amigo, es porque te ha cogido la melancolía del cuello, hermano. No hay salida.
Encontró un trabajo gracias a un amigo de infancia que lo recomendó a su suegro. Su trabajo era quieto y eso lo aliviaba porque su espíritu aún no estaba listo para las exaltaciones: su día comenzaba con consultas jurídicas de familias atosigadas por alguna desgracia doméstica, hijos drogadictos que robaban a sus padres, padres que los denunciaban, luego se arrepentían, terminaba con las madres que pedían manutención para hijas, hijos universitarios, hijos solterones, etc., se alegraba de no haber dejado hijos, de no conservar una entidad pendiente con la mujer glaciar ni con el mundo del sur, en fin era soltero nuevamente pero qué era eso sino el más punzante efecto de la desvalidez, con más de cuarenta años, no cruzaría más mares de locura, ya no.
Qué más sino eso, pensaba, los días sabían iguales, pero un día, un día en que quiso cobrar una deuda, él se endeudó con el mundo y la contingencia se regodeó con él porque era infinitamente pobre, porque no era nada, ni tenía vanidad.
Qué más sino eso, pensaba, los días sabían iguales, pero un día, un día en que quiso cobrar una deuda, él se endeudó con el mundo y la contingencia se regodeó con él porque era infinitamente pobre, porque no era nada, ni tenía vanidad.
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