El friso de la vida


--¿De qué murió Vicente? ¿sabes eh?, le preguntó él con la boca llena. Había llegado tarde, con hambre. Entró muy rápido, de manera automática se sirvió un poco de arroz y se frió un huevo. 

El otro apenas volteó cuando escuchó que se abría puerta, seguía viendo la televisión: un programa sobre agentes de la DEA que se enfrentan a narcotraficantes colombianos. 

--No tengo idea, musitó. Estiró su pies, apagó la televisión y se dio la vuelta hacia el respaldar del sillón. Se hizo el dormido, se ovilló. Pensó que ya no quería seguir viviendo con él, que sería mejor irse de ese lugar desconocido en que había caído, el tedio de la convivencia. Eso sintió apenas se difuminó la luz del aparato.

El otro siguió comiendo en el comedor y luego se fue al baño.

--¿De qué murió Vicente?, se preguntó a sí mismo en la oscuridad. Apretó los ojos, no lo recordaba bien, no lo tenía claro. Las películas ahora le sabían a nada. Antes de los macizos agentes de la DEA, acababa de ver una película sobre una mujer que quedaba mil años mirando a una pared, maldita sea Monica Vitti. Los hombres la pueden adorar pero él no, no entiende bien. Ni siquiera era de su generación. --¿Quién es de tu generación? Le preguntó él un día en que conversaban en un parque. Ese día lo pensó bien. 

Mi generación. Escupiría uno o varios nombres y no se decidiría. De regreso a casa, mientras observaba el tráfico, los paseantes, las familias que se habían congregado en parques, niños con triciclos, recordó que un amigo fastidiado le dijo que su mayor mérito sería engendrar y dar a luz. La tienes más fácil. Eso jamás será mi mayor mérito, replicó furibundo, incluso golpeó la mesa: solo será una circunstancia. Mi cuerpo no es mérito. Y sin embargo desfilaban a su lado todos los días en las calles los árboles y algunas madres sonrientes orgullosas de su cuerpo y de los cuerpos pequeños que desafiaban la especie primigenia, los primates, y la gravedad y sus genes que se acomodaban a las circunstancias, caminaban erguidos, incluso corrían temblorosos. Su mayor mérito. De regreso también se detuvo a observar a unos ancianos que siempre sacaban sus sillas a la llegada de las tres de la tarde. Se sentó frente a ellos con disimulo: los ancianos se sentaban juntos y solo veían el tiempo caer. Sobrevivir su mayor mérito.

Escuchó que se cerró el grifo. Nunca había sentido celos de él ni de otro hombre con los que ha estado. Quizá, se dijo siempre en silencio, como un pensamiento bajo, muy bajo, nunca había sentido demasiado apego. Que me escupan o que me pateen. Es igual, inmutable, que todo da igual cuando se carga con tanta desdicha sin explicación, desde embrión; algún fluido de la placenta de su madre definió su bilis negra. Mi generación no tiene bilis negra, solo yo, se había dicho. 

El otro sale del baño, se va al cuarto. Regresa a la sala y se sienta en el sillón del frente. Un poco de cortesía le inspira su presencia, gira su cuerpo hacia él. Él se arrodilla a su lado y toma sus manos, besa su frente. Siempre encuentra las coordenadas adecuadas. Porque nunca es fácil, nadie la tiene más fácil, solo ellas las señoras del parque y el radiante ensimismamiento de las nuevas criaturas frente a una flor, una abeja, una pelota, una anciana. Pero luego los niños se van. 

Responde con un abrazo, acerca su rostro al rostro de él, siente en su piel sus pestañas. 

--Vicente se pegó un tiro en el pecho muy joven, de la locura, le responde como un suspiro de cansancio o de resignación. Amaba el cuerpo de él, ciertamente.

domingo, 1 de julio de 2012

Publicar un comentario

Con la tecnología de Blogger.