Las fotos ni el cuerpo son traslúcidos, piensa cuando nota su reflejo en el vaso. Si cierra los ojos puede ver la sangre que se transporta por las venas. Corre, si revisa bien o pregunta a un médico, a 30 cm por segundo, que es bastante. Su cuerpo a veces se mantiene estático pero la sangre sigue su trayecto repetido. Si se corta la piel, el trayecto se interrumpe e incluso ingresan bichos del exterior. Su cuerpo responde a veces con fiebres; la última vez que le dio fiebre fue por una intensa amigdalitis. Había estado conversando hasta tarde el día anterior con su abuelo sobre su padre. El abuelo le daba detalles terribles que nunca hubiese querido saber de su padre; es muy probable que quisiera seguir temiéndole. Tomaron mucha cerveza, el abuelito siempre había sido aficionado al licor. Mientras más bebían frío, más sentía él que las amígdalas se resentían. El día siguiente se despertó con un gran ardor en toda la entrada de la boca y una gran desazón en el estómago. Esto es estar enfermo, putrefacción del cuerpo en vida, como bichos se comen mis tejidos, se convierten en flema o simplemente en residuos.
Porque estaba enfermo se sentía muy aburrido. Si se quedaba en cama, padecía de un exceso de calor, si se sentaba a ver televisión, le daba dolores de cabeza. Su madre lo había atendido con paciencia. Era mucho peor cuando estaba enfermo. Y cuando estaba saludable era atroz. La madre lo trata como un monstruo. Si se pudiese ver las cosas como son, él siempre estaría encerrado en una jaula. Una vez en el hospital vio un afiche que representaba a los enfermos de asma. Decía algo así como que no deberían ser tratados como si estuvieran encerrados en una urna de cristal. A continuación aparecía un dibujo aficionado de un hombrecito caminando en la calle totalmente cubierto de un cubo de vidrio. La gente lo miraba sorprendida. Ese recuerdo de la niñez lo ha acompañado cada vez que se encontraba en enfermo. Ahora que camina por el parque para olvidar su fiebre y amigdalitis, se ve a sí mismo cubierto de una jaula, no como un preso que alguna vez vio en televisión dentro de una jaula enorme, mediática, sino una jaula de un zoológico, de un zoo de cristal. El licor de ayer no le hizo ver las cosas como son. Antaño pensaba que sí funcionaba de esa manera, pero ahora lo duda. Alguna vez borracho creyó asir una estrella, fue muy verídico. Había estado, de muy joven, con unos amigos en el jardín de una casa. No recuerda de quién pero no importa. Estaba tan ebrio que estiró su mano hacia el cielo, y como los niños cuando creen sujetar el sol, aplastó la luz que tenía a miles de años de distancia, que solo podría asir si es que estuviese viviendo en otra era; creyó tanto esta alucinación que incluso tuvo la impresión de que su mano quemaba, y se puso a dar vueltas buscando agua, porque su mano quemaba. No recuerda que impresión tuvo el resto de él, pero no le importa, por eso padece de esa jaula alrededor suyo. Desde aquella vez duda del poder de las alucinaciones inducidas. La verdadera alucinación es la que uno de verdad sufre, como la enfermedad y la fantasía animada, el amor.
El pequeño pueblo donde vive consta de pocas tiendas y de pocos parques. Se aburre también y regresa a casa para seguir batallando con la enfermedad. Agarraría un pote de lejía, se lo tragaría y exterminaría a todos los microbios que se posan organizando colonias en sus amígdalas, pero también él se inmolaría con ellos. Los microbios a estas alturas del día deberían haber pasado ya la edad clásica, media, deberían estar entrando en el renacimiento, porque las amígdalas arden con fuerza. Cuando entra a casa encuentra a su madre conversando por teléfono; solo sube las escaleras despacio y no atiende a qué es lo ella le dice. A unos cinco escalones se detiene frente al retrato suyo de cuando tenía seis años. Lo observa bien; aunque no definitivas, allí están todas las formas de su rostro, trazadas en una sola línea, como es el cuerpo. La foto es de cuando fue por primera vez fue a la primaria. Observa bien el retrato. El marco marrón está ya un poco apolillado. Recuerda la mirada de sus padres frente a él cuando se tomó esta foto; su miedo y su obediencia. Observa atentamente. Puede ver sus pequeñas venas verdes, algunas azuladas. También puede ver los pequeños tejidos entrelazados que dan forma al pequeño rostro, que era suyo; aguzando un poco más la vista, como si estuviera ciego, puede ver el pequeño cráneo similar al de su padre y su abuelo, las cuencas vacías. Observa sus manitas, el carpio y el metacarpio. De súbito levanta su brazo adulto, observa su copiosa vellosidad pero también el hueso húmero y el radio. Ni siquiera las venas y la piel. Si tuviera delante de él un espejo, lo posaría frente a su cuello y vería sus teijidos carcomidos. No se trata de una radiografía, si lo fuera, entonces por qué puede incluso, si no parpadea ¿puede ver la danza del ADN en cada célula? Se ha despojado ya del envoltorio; el llamado del destino no lo asusta.
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