Rehén entre las piernas de Judit, Holofernes cree avistar jardines, exteriores iluminados, destellos de joyas. Cree ver y tocar a algún dios. No le importó que ella fuera viuda y haya sido amansada por otras manos; lo inmediato ocurría allí, en su lecho, con ese cuerpo que de pronto apareció sin invitación en su campamento para calmar las ansias y olvidar la vejez.
A Holofernes el licor del banquete no lo ha afectado mucho, dispone sus cinco sentidos para el amor de esa noche. ¿Y ella? Judit tensa su cadera; sujeta con más fuerza a Holofernes. Lo engaña: le ofrece su cuello, le acaricia la espalda, lo aprieta sonriente en su seno. Siente su aliento sobre su cara y algunas palabras lisonjeras; el asco desaparece cuando voltea su rostro hacia la izquierda del lecho y ve entre la maraña de vestidos dispuestos antes con mucha cautela, el filoso brillo de una daga.
Holofernes se encuentra en un arrebato religioso y no se percata de los movimientos concentrados de Judit, quien con gran disimulo oscurece más la vista del rey con su brazo derecho. Judit en esos momentos no siente sino piensa en los escasos movimientos medidos que le quedan esa noche. Retira suavemente su brazo izquierdo del peso y el trance de Holofernes. Sus dedos como tentáculos se hacen del mango de la daga de entre la maraña de tules, lo aprieta como si debiera sujetarlo para no caer a un abismo; ensaya tomar una bocanada de aire que el rey interpreta como un gemido de placer pero que ella sabe bien, es un canto de guerra. Holofernes apenas llega a sentir la ráfaga de su amante: la daga atraviesa su nuca como una lanza; tampoco se percata de los torrentes rojos que desprende su cuerpo ya inerte.
Judit recibe la sangre en su cuerpo como hace unos instantes la simiente del rey. Lanza a un costado el cuerpo de Holofernes. Su rostro está tenso; piensa que falta aún cercenarle toda la cabeza. Solo quisiera salir de allí y lavarse el pecho, la entrepierna, el cabello.
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