Estimado R:
He aquí un pedazo móvil de Proust que nos pediste y que hemos transcrito con nuestro puño y letra.
Subrayamos lo que nos ha causado enorme emoción y un chispazo de sabiduría.
No descartamos que hayamos caído al abismo en el proceso de esta versión quizá algo equivocada.
Con enorme cariño,
T y T.
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Me parece muy razonable la creencia celta de que las almas de los que hemos perdido se encuentran cautivas en algún ser inferior, en un animal, un vegetal, una cosa inanimada, perdidas para nosotros hasta que un día, que para muchos jamás llega, en que quizá nos encontramos pasando cerca del árbol, nos hacemos del objeto que las aprisionan. Entonces ellas se estremecen, nos llaman, y tan pronto como las hemos reconocido, se rompe el encanto. Liberadas por nosotros, han vencido a la muerte y regresan a vivir a nuestro lado.
Así también es nuestro pasado. Es la pena perdida que buscamos evocar, pero todos los esfuerzos de nuestra inteligencia son inútiles. Está escondido fuera de su dominio y de su alcance, en cualquier objeto material (en la sensación que nos daría este objeto material) del que apenas sospechamos. Depende mucho del azar que nos reencontremos con el objeto antes de morir, o que no lo volvamos a encontrar.
Había pasado ya algunos años que, de Combray, todo lo que no fuera el teatro y el drama para acostarme no existía para mí, cuando un día de invierno, al regresar a casa, mi madre viendo que tenía frío, propuso darme un poco de té en contra de mi costumbre. Primero lo rechacé, y no sé por qué me arrepentí luego. Mandó a traer uno de esos bizcochos cortos y rechonchos, las pequeñas magdalenas, que parecían moldeadas en las válvulas ranuradas de una concha de venera. Y de pronto, de manera automática, agobiado por el día monótono y la perspectiva de un triste mañana, me llevaba a los labios una cucharada de té donde había dejado remojando un pedazo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el sorbo lleno de trocitos del bizcocho tocó mi paladar, me estremecí, atento a lo extraordinario que sucedía en mí. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin alguna respuesta sobre su causa. De pronto había vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres e ilusoria su brevedad, de la misma manera como opera el amor, colmándome de una esencia preciosa; más bien esta esencia no estaba en ella: era yo mismo. Había dejado de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde habría venido esta poderosa alegría? Sentía que estaba ligada al sabor del té y al bizcocho, pero lo excedía infinitamente, no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía ella? ¿Qué significaba ella? ¿Dónde la aprehendí? Bebí un segundo sorbo pero no hallé más que en el primero, un tercero me trajo un poco menos que el segundo. Era la hora de detenerme, la virtud del brebaje parecía disminuir. Queda claro que la verdad que busco no se encuentra en el sabor sino en mí; este solo la ha despertado, pero no la conozco, y no puedo sino repetir indefinidamente, con cada vez menos fuerza, este mismo testimonio que no sé interpretar y que quiero, con el menor esfuerzo, ser capaz de invocar nuevamente y encontrar intacto, a mi disposición y a toda hora para un decisivo esclarecimiento. Dejé la taza y me dirigí a mi espíritu. A él le corresponde hallar la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre, todas las veces que el espíritu se siente superado por sí mismo, cuando a él, el buscador, es en todo su conjunto el país oscuro donde debe buscar y todo su equipaje no le servirá de nada. ¿Buscar? No solamente eso: crear. Se encuentra frente a cualquier cosa que todavía no es y que solo él puede realizar, luego la hacer ingresar a su luz.
Y comienzo a preguntarme nuevamente qué podía ser ese estado desconocido, que no aportaba alguna prueba lógica, pero estaba la evidencia de su felicidad, de su realidad; frente a él los otros estados se desvanecían. Quiero tratar de hacerlo reaparecer. Retrocedo con el pensamiento hacia el momento en que tomé la primera cucharada de té. Encuentro el mismo estado sin ninguna claridad nueva. Le pido a mi espíritu un mayor esfuerzo para traer nuevamente la sensación que huyó. Y para que nada quiebre el impulso que tratará de recuperarla, descarto todo obstáculo, toda idea extranjera, protejo mis oídos y mi atención de los ruidos de la habitación vecina. Pero al sentir que mi espíritu se fatiga sin lograrlo, lo fuerzo, por el contrario, a notar esta distracción antes rechazada, a pensar otra cosa, a rehacerse antes de una tentativa suprema. Luego una segunda vez, hago un vacío delante de él, coloco frente a él el sabor aún reciente de este primer sorbo y siento estremecerse en mí alguna cosa que se desplaza, que querría elevarse, algo que habríamos desanclado en gran profundidad; no sé lo que es, pero aquello se eleva lentamente; trato de resistir y escucho el rumor de las distancias atravesadas.
Ciertamente lo que palpita así en el fondo de mí, debe ser la imagen, el recuerdo visual, que, unido a este sabor, procura seguirlo hasta mí. Pero se debate muy lejos, de manera muy confusa; percibo apenas el reflejo neutro donde se confunde el inasible tornado de los colores removidos; pero no puedo distinguir la forma, ni pedirle, como a un solo intérprete posible, traducir el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero, el sabor, pedirle que sujete aquella circunstancia en particular, preguntarle de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi clara consciencia ese recuerdo, el instante antiguo, cuya atracción el instante idéntico viene de tan lejos para solicitar, conmover, levantar todo al fondo de mí? No lo sé. Ahora no siento nada más, se ha detenido, quizá descendido nuevamente; ¿quién sabe si alguna vez regresará de su noche? Y cada vez la cobardía que nos aparta de toda tarea difícil, de toda obra importante, me aconsejó dejar aquello, tomar mi té pensando simplemente en mis problemas de hoy, en mis deseos de mañana que se alejan sin pena.
Y de pronto, el recuerdo apareció ante mí. Este sabor era el del pequeño pedazo de magdalena que los domingos en la mañana en Combray (porque esos días no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto, mi tía Léonie me lo ofrecía luego de haberlo remojado en su infusión de té o de tila. La vista de la pequeña magdalena no me había llevado hacia el recuerdo antes que la probara; quizá porque después siempre la veía, sin comerla, sobre las tabletas de los pasteleros; su imagen había desaparecido de esos días de Combray, para vincularse a otras más recientes: quizá porque de esos recuerdos abandonados fuera de la memoria hace tanto tiempo, nada sobreviviría, todo estaría desagregado; las formas—y aquella también de la pequeña concha de pastelería, tan engrasadamente sensual bajo su pliego severo y devoto—eran abolidas, o ensombrecidas, luego de haber perdido la fuerza de expansión que le habría permitido reunirse con la consciencia. Pero, cuando de un pasado antiguo nada subsiste, luego de la muerte de los seres, luego de las destrucción de las cosas, solos, más fríos pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor permanecen aún mucho tiempo, como las almas, para recordar, esperar, tener fe, sobre la ruina de todo el resto, para portar sin inclinarse, sobre su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo.
Y desde que hube reconocido el sabor del pedazo de la magdalena remojada en la tila que me daba mi tía (aunque no supe todavía y no volví a detenerme en descubrir por qué este recuerdo me ponía tan feliz), de pronto la vieja casa gris sobre la calle, donde estaba su cuarto, apareció y se impuso como un decorado de teatro en el pequeño pabellón que mira hacia el jardín, que habían construido para mis padres sobre su parte trasera (ese trozo mutilado que solamente había visto hasta allí); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y por todos los tiempos, el Lugar donde me enviaba antes de almorzar, las calles donde iba a hacer las compras, los caminos que tomaba si hacía un buen clima. Y como en ese juego con el que los japoneses se divierten mojando en un bol de porcelana lleno de agua pequeños pedazos de papel, indistinguibles hasta ese momento pero cuando apenas se sumergen, se estiran, se contornean, se colorean, se diferencian, se convierten en flores, casas, personajes consistentes y reconocibles; de igual manera ahora todas las flores de nuestro jardín y aquellas del parque de Swann, y las ninfeas de la Vivonne, y la gente decente de la aldea y sus pequeñas casas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que cobra forma y solidez, se libera, ciudad y jardines, de mi taza de té.
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