He decidido descender sin un submarino hacia el fondo del mar, solo atado del gran peñasco de Gibraltar. La presión quiere consumir mi cuerpo, pero me he provisto de un ropaje revestido de piel de serpiente. Y sin embargo la presión quiere todavía reventar mis pulmones. Mientras desciendo pienso en que este es el momento que he estado esperando durante mucho tiempo. Descender hasta el fondo me tomará, calculo, unas ocho horas. Para pasar el tiempo, cuento con un mecanismo que he diseñado en tierra; una tira con algunas cuentas, por cuenta que paso, rememoro completamente un episodio de algún año de mi vida desde 1970. De esa manera he recobrado mucho tiempo que se había asentado en las profundidades de mi memoria.
Hace algunos años que vengo en el entrenamiento para sobrevivir debajo del mar. Primero mi madre me dio a luz en un río. Luego al año aprendí a nadar. A los diez años podía recoger algas del fondo de un arrecife, a doscientos metros. En mi adolescencia solía competir con los delfines. Una radiografía le mostró al médico que controlaba mi tiroides que mis pulmones eran minúsculos, del tamaño de un perro. El saberlo lo alarmó pero no a mi madre, quien me entrenó para este momento; le explicó que era normal. Ella había sobrevivido con pulmones semejantes.
Ingreso ya al paisaje abisal; no es tan extraño, se asemeja a la cuenca de una caracola. Se oye un rumor distinto del de la atmósfera terrestre, gobernada por el aire, se oye el sonido de una caída libre. Acá se escucha el verdadero sonido de la nada. Mis movimientos se han vuelto lentos; me esfuerzo por ver a través del silencio y la oscuridad sin éxito. Luego de algunos minutos aparece uno que otro pez abisal. Eliminan la oscuridad con el brillo de sus cuerpos. Estos peces lámparas tienen los ojos como grandes avellanas fosforescentes. No se acostumbran a mí, pero tienen pocas energías como para acercarse y atacarme. Me compadezco de ellas, quisiera tocar uno. Mi cuerpo flotante cada vez se hace más lento sin embargo, la gravedad es distinta. Me pregunto si estos animales sabrán qué sucede allá arriba. Me acerco a uno lo suficiente como para hablarle al oído. Quiero que me cuente la historia del mundo o sino que me deje leer en su cuerpo la genealogía de las profundidades. El pequeño pez lámpara me esquiva. Yo lo sigo, insisto en que comparta mi compañía, que deseche su tristeza. Me esquiva nuevamente. Se está tan solo acá abajo. Cerco al pez, pero este voltea y abre sus fauces enormes, cubiertas de pequeños dientes arqueados, las cuentas que sostenía en mi mano se caen, abre sus fauces y el silencio que había dominado mi estancia desaparece, es reemplazado por una voz potente que sale del vientre del pez brillante, una voz de la prehistoria, la potencia del pez que me canta: Freude, schöner Götterfunken!
Abrazo mi cuerpo y desciendo lentamente.
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