La sinfonía de los mil


Les dije que nunca había que discutir con él sobre Mahler, que desataba en él torbellinos de histeria. No me hicieron caso y terminó la charla en un ambiente hostil, con vasos caídos y botellas rotas. Entonces la próxima vez que se juntaron, decidieron olvidar las conversaciones inspiradas o ilustres y se dispusieron a contar aventuras cotidianas. Primero comenzó Ana:

"Una vez de niña, fui a jugar al jardín de atrás con una vecina mía. Jugábamos a que ambas éramos madres y amas de casa. Cada una debía tener una casa y debía invitar a la otra a tomar algo, el té, un lonche, lo que sea. Usualmente nuestras madres nos llamaban a que pasemos y nos bañemos a las seis de la tarde, pero ese día, justamente, había una reunión en mi casa y nos dejaron por eso estar hasta más tarde. Nuestro juego perdió la trama de siempre y esta vez involucramos a los animales que siempre paseaban alrededor nuestro, mariposas, hormigas, chanchitos, mosquitos; empezamos a cocinarlos supuestamente, los poníamos en las sartenes y las ollas pero como no los matábamos, los insectos se movían por todos lados. Luego pensamos que sería bueno descubrir nidos de insectos para obtener más. Se nos ocurrió matarlos y tener una cacerola llena de insectos muertos. Eso hicimos con las hormigas pero eran tan livianas que no lográbamos colmar la cacerola. Me acordé que había un nido de chanchitos detrás de unas flores moradas. Mi hermano lo había descubierto y a veces dejábamos cucarachas muertas como ofrendas para mantener ese nido. Tomé un tallo caído y fuimos donde el nido. Era un modesto montículo con un agujero; introduje el tallo y levanté el montículo de tal forma que la pequeña colina que lo coronaba  se derrumbó. Fui más osada y hundí el tallo hasta las galerías profundas. Salieron con prisa cantidades ingentes de chanchitos, serían unos mil. Mi amiga y yo emprendimos la huida hacia nuestras casas, asustadas de esos animales diminutos que formaban un batallón del subsuelo, infernal."

Gustavo sabía que era su turno porque los dos lo miraban con atención luego de que Ana terminara su historia de infancia. Tomó un poco de vino y comenzó:

"Yo no tengo historias de ese tipo porque recuerdo poco mi infancia. Pero les puedo contar un sueño. El miércoles, si no me equivoco, había comido mucho en una cena que organizó mi madre por el cumpleaños de mi hermano mayor. Comimos harinas en demasía. En esa situación, yo no puedo dormir, cuando me acuesto siento que tengo en el vientre la comida como si estuviera dispuesta en el banquete de mi madre. Sabía que tenía que dormir porque al día siguiente debía hacer un envío importante y no había empaquetado nada y estaba sumamente preocupado. Esa preocupación y la comida, evidentemente, no me dejaban dormir, entonces volteé hacia mi velador y tomé dos pastillas para dormir. En quince minutos estuve dormido, pero no del todo, creo. Veía por ratos la luz amarilla que brillaba a lo lejos de mi ventana, en el sueño. El sueño iba a horcajadas entre mi cuerpo yaciente y el más allá. Lo que recuerdo es que estaba al frente de mi casa llegando de trabajar. Entré como siempre, todavía vivía con mi mujer, porque sus cosas estaban en la entrada. Comprendí de inmediato que se trataba de un sueño. Fui al baño, me lavé y oriné. Marina, mi exmujer, estaba en la cocina con el caño abierto. Salí del baño y en la sala vi a mi padre sentado. Mi padre ha muerto hace casi diez años. No me sorprendí porque sabía que era la dinámica del sueño, Marina y mi padre, los ausentes, y sin embargo le pregunté a Marina por qué había dejado entrar a mi padre si yo había dicho que no podía entrar. "Quiere pedirte algo", me dijo Marina, sin mirarme, todavía lavando las papas en el lavadero de la cocina. Fui directamente a la sala y le dije a mi padre para qué vino. Él estaba como lo recuerdo de niño, muy joven, casi de mi edad, con una camisa y pantalones claros, el cabello aún no encanecido, su reloj que ahora lo tengo y era el reloj del abuelo. Ese mismo reloj lo tenía yo en la muñeca en el sueño. Es este. 
Mi padre volteó y con una mirada amable me dijo: "Quiero encontrar a tu madre". Papá, le dije, mi madre está en tu casa como siempre, tranquila, con Fermín, ahí está anda allá: acá no está. Los celos, me dije, este hijo de puta ni muerto puede dejar a mi madre. Lo agarré del brazo y con fuerza le dije: ya dime qué quieras acá no está la vieja, no está, dime para qué has venido y lárgate de una vez. Mi padre imperturbable me dijo: "Hay que revisar las almas que están encerradas en mi cuarto, quizá por allí está tu madre". No recuerdo qué sucedió allí pero estábamos en mi antigua casa, la casa de mi niñez, pero estaba vacía, sin madre y sin Fermín, solo mi joven padre y yo. Mi padre avanzó hacia el pasadizo, subió la escalera. Yo lo seguí. Lentamente giró la perilla de la puerta y entró a su cuarto: "Hay que buscar a tu madre". Apenas la hoja de la puerta dio lugar a un torbellino nebuloso, entró una grana desesperación en mí, al ver la multiplicidad de ojos que desordenados giraban en esa habitación; temí encontrar a mi madre. No sé por qué razón, lo único que pude decirle a mi padre, con una voz desesperada es: pero acá debe haber más de mil almas, nunca encontraremos a mi madre. Y desperté. Eran las siete de la mañana."

Ramiro pensó que las dos historias eran pueriles, pero no se los dijo, temía dañar la sensibilidad de sus dos amigos. Ana y Gustavo tampoco hicieron comentarios sobre la historia de cada uno, habían quedado en que solo se trataba de compartir las historias sin más, era preferible eso a caer nuevamente en las discusiones sobre ilustres muertos o peor aún, el peor temor de los tres, los patéticos chismes del trabajo. Eso jamás, se dijeron alguna vez. 

Y sin embargo reinaba el silencio porque Ramiro buscaba en los recovecos de su memoria la presencia de ese relámpago que iluminara el momento actual en que sus amigos esperaban con impaciencia (miraban cada uno sus relojes) alguna historia. 

Entonces Ramiro comenzó: "Una vez..." E hizo una pausa. "Bueno...". Se detuvo nuevamente. 

Gustavo dijo: Si quieres lo dejamos para otra vez.

--No, respondió Ramiro con terquedad. 

Pararon algunos minutos en silencio pero Ramiro solo dijo:

--Si nos acosa el número mil, hablemos de la sinfonía ocho entonces.

Ana y Gustavo se miraron y recordaron que no se podía hablar de Mahler con él. Decepcionados además, que Ramiro no supiera hundirse en historias pueriles, que no pudiera saber que existe algo más que personajes ilustres, se levantaron, se despidieron y emprendieron el arte de la fuga.   

sábado, 11 de febrero de 2012

Publicar un comentario

Con la tecnología de Blogger.