He aquí una confesión de verano.
Me gustan los estribillos felices y tontos. O sea decir: el sol está en mi corazón; la sangre sigue corriendo en mi mano; tú vuelves divertido el amor; ya viene el sol; quiero bailar contigo la danza de la luna una vez más, mi amor.
No hay lugar para canciones tristes.
Me alegran promesas como esta historia:
Ch. se sorprende cuando R le cuenta que conoció a S en 1970 y que fueron amigos casi por cuarenta años. T se asombra. A Ch no le impresiona mucho que R y S se leyeran poemas en el segundo piso de un chifa. No podría esperar menos de R-lonely-hunter. Le sorprende que tuviera un amigo hasta la muerte.
Ch., en ese preciso momento, tiene un arranque de sinceridad. Voltea y mira a T, como una explosión de neutrones dice:
--T, ¿así llegaremos nosotros?
T responde con seguridad:--Por supuesto, Ch.
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Me alegran buenos chistes como: "Quiero que Jonny Greenwood me enseñe cómo se toca el limón", o "Jonny Greenwood sabe tocar el televisor".
Un movimiento feroz como el tap de Gene Kelly, la elasticidad de mi gatita, los colores de Matisse que bullen y bullen.
Aún la felicidad: la promesa del día siguiente, el verde grasoso de las plantas, cera pura. Todavía: los helados de mi padre, mi piel lastimada por el sol. Incluso: la vejez de los que admiro, los domingos y mis primos; mi sobrenombre. Encore 1: las seis de la tarde, que despide y anuncia. Encore 2: una diminuta, casi microscópica ave, de pecho enorme y osado, cuyo canto inunda todo un jardín. Encore 3: la eternidad, como dice Jean-Arthur, el sol mezclado con la mar.
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