Pequeña taxonomía. La araña.


Llevaba dos horas en la tina. Me remojé hasta ver que las puntas de mis dedos se henchían y formaban curvas como callos en mis manos, y en los dedos de mis pies. Alguna angustia ocupaba ese momento, en realidad un problema rutinario, una mala respuesta a una pregunta sincera de madre o un recuerdo de niñez, esas chispas de lucidez en el momento de despertarme. Me sumergí en la tina dispuesta a alimentarme por varias horas de la sensualidad del agua, aunque el shampoo y el jabón se tornen insoportables, pegajosos, y la idea de la salida de la tina sea peor que pensar el exilio del vientre materno.

Miles de células muertas ya debían flotar en el agua; imagino la espuma del mar. La espuma de la tina solo dura lo que un soplo de un bebe o un beso adolescente, la del mar permanece. Luego está la piel de mi rodilla, mi vientre, y no quiero ver más porque mi piel no importa sino mi interior, mis órganos que están procesando el bienestar. Casi cuando debí salir, alzo la cabeza y me fijo que arriba de mí, en una mínima esquina de la ventana--el reflejo de la tina turquesa convierte esa ventana de vidrios catedral en un verdadero vitral de iglesia--está asida de los bordes de la esquina, una finísima tela de araña, que con la luz parece de todos los colores. Un verdadero cementerio vi, un osario, si es que las alas de las polillas fueran huesos y no (creo yo) membranas. De los cuerpos de las desafortunadas polillas solo quedaban aquellas alas y las cáscaras marrones. Sentí cierta aversión por la araña que estaba embalsamando a su nueva víctima. Creí viva a la polilla y decidí pararme y acabar con la carnicería. Me levanté; el movimiento creó pequeñas tempestades en la tina, fui con movimientos lentos, agigantados hacia la esquina de la ventana, para desbaratar la carnicería que se había cernido sobre mi bienestar. Sabía que con solo soplar bastaba, o sino un pequeño manotazo, pero ocurrió que los restos de las polillas brillaron al unísono de las gotas de aún sujetas a mi piel impermeable, al unísono del cuerpo azabache y en extremo redondo de la araña; en la tela de araña pude ver al arcoiris porque la luz develó tanto. Esa visión me inspiró cobardía, no era un cementerio ni un miserable tejido; ¡era un castillo amenazante! Bajé los dedos que casi había posado sobre el telar. Regresé a la tina, otra vez las pequeñas tempestades en el agua; la carnicería allá arriba.

jueves, 26 de enero de 2012

Publicar un comentario

Con la tecnología de Blogger.