Juan, la lámpara, el poeta, dice que en el mundo no cabrían los libros que reprodujeran lo que hizo el Nazareno. Ciertamente que es consciente de ello, Juan.
Pero Juan, el de visceral imaginación, sí habría preguntado a Lázaro qué sucedió durante los cuatro días en que su cuerpo permaneció en una cavidad de la tierra privada de luz. Juan no podría perderse ese detalle importante, no el escribidor más atento, más inteligente, el que ilumina mejor los movimientos del Nazareno, no el que imagina al verbo tornándose carne. Parece inaceptable.
Aquí lo que nos dice Lázaro, originario de Betania, hermano de María y de Martha:
«Mi enfermedad no fue penosa. Mis hermanas eran las que lo hacían realmente doloroso, porque morían incluso antes que yo, cada vez que me veían. Yo sabía que iba a morir, no podía respirar. Cuando uno siente que ya el mundo, el aire, no ingresa a nuestro cuerpo; luego de dejar de llevarse la tierra y el agua a la boca: la comida, es que debemos estar alertas que no permaneceremos entre ellos, los que amamos. Así que me despedí y les dije que las amaba como amé a mis padres, que no supe de otras mujeres más que ellas. Todo se volvió oscuro y soñé. O solo así lo puedo describir. Estaba con los ojos vendados y me conducían sobre lo que creo, es una camilla. No podía hablar ni escuchar, me encontraba en un estado de letargo. No respiraba ni latía mi cuerpo; como si el tiempo no se manifestara. Así permanecí sobre esa camilla hasta que escuché la voz del Nazareno que me llamaba. Ya no me sentí dentro de esa camilla sino que abrí los ojos y me encontré en una cueva, a oscuras, tenía vendas alrededor de mi cuerpo. Otra vez escuché: Sal de allí. Me dijeron que estuve cerca de cuatro días allí o en la camilla. Agradecí al Nazareno de que me haya sacado de esa camilla, de esa cueva, lejos de mis hermanas y las volviera a ver, eso era lo importante. Luego de algunos minutos en que las abracé y lloré igual que siempre, me detuve en los latidos, el ritmo otra vez, del tiempo, el subir y bajar de mi cuerpo. Miré al Nazareno, se alejaba lentamente con una miriada alrededor. Sentí una aprensión en el pecho, quería gritarle y decirle que regrese, que no había cerrado por completo la entrada del tiempo en mi cuerpo, que todavía yo seguía latiendo».
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