Hoy me encontré con este sujeto, Dante Gabriel, se le veía bastante demacrado. Aunque conserva el atractivo, a decir verdad, a pesar de su semblante gastado. Me intrigó su rostro apenas lo conocí.
Lo vi también anoche. Pésimo semblante. Fue a la reunión de Madox Brown. Su mujer ha muerto la semana pasada.
No me dijeron nada. Hoy solo lo vi preocupado por caminar en línea recta, se apoyaba de las paredes. Parece que había bebido mucho.
El mismo Madox Brown me contó. La mujer se mató con láudano. Al parecer él le engañaba o la mujer dio a luz un muerto. Ha empezado a tener alucinaciones extrañas y se empecina en decir que su mujer era una santa. Nadie refuta nada.
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Dante Gabriel entra a su habitación apenas iluminada. Se dirige a la ventana cubierta con cortinas verdes, con pasos como saltitos; quiere disimularse a sí mismo la borrachera. En el camino de regreso se acaba de encontrar con un extraño que lo observaba con atención. No recuerda bien el rostro del joven que lo abordó, pero sí su empecinamiento en descubrir sus ojos. Llega a la ventana. Se choca con la esquina de su cama, la descarta: echarse ebrio en la cama era como sofocarse en la mierda. De un tirón corrió las dos hojas de las cortinas y la luz mostaza de las cuatro de la tarde le cayó en pleno corazón y rostro. No pudo evitar llorar un poco, un susurro infantil. Quiere seguir llorando. Jala un sillón acolchado que está a su mano derecha; su asir es impreciso, utiliza la otra mano, se agacha y logra cuadrar bien el pequeño sillón frente de la ventana. Se sienta y apenas puede darle cara al sol que no se encuentra desafiante como en el mediodía. Los techos de las casas, los desórdenes, las antenas, se suceden en su vista hacia el horizonte. Quisiera que este sol dure más. Se acomoda la chaqueta, hace el ademán de cerrarla sobre su pecho pero no la abotona; ese gesto lo aprendió de su hermano mayor, abrigarse en el desamparo. Cruza los brazos. Reclina su cabeza hacia su hombro derecho. Si pudiera dormir. Pero no puede. Siente en las puntas de los dedos los efectos del licor, como una pequeña descarga. Sus intestinos los siente vacíos. Ya no llora más pero se muerde el labio inferior como si estuviera apunto de hacerlo. Recuerda que cuando Elizabeth lloraba lo hacía en silencio. Él quiere emularla. Se cansa de esa postura. Luego ensaya otra, pero no puede seguir apoyando sus manos sobre sus rodillas; se ha cansado. Nota que ha perdido peso. Se quita despacio los zapatos y las medias. Descalzo se siente mejor. Se quita la chaqueta azul porque el calor dorado lo ha reconfortado. Se queda en camisa, la desabotona, descubre su pecho. Está sentado con la mirada fija en el sol ahora, con las extremidades tensas. Eleva los ojos hacia arriba, los vuelve a colocar de lleno en el sol y suspira; su suspiro se oye entrecortado, como un llanto hecho solo del aire. Quiere dormir, ahora sí.