Divagaciones. Dante Gabriel.



Hoy me encontré con este sujeto, Dante Gabriel, se le veía bastante demacrado. Aunque conserva el atractivo, a decir verdad, a pesar de su semblante gastado. Me intrigó su rostro apenas lo conocí.

Lo vi también anoche. Pésimo semblante. Fue a la reunión de Madox Brown. Su mujer ha muerto la semana pasada.

No me dijeron nada. Hoy solo lo vi preocupado por caminar en línea recta, se apoyaba de las paredes. Parece que había bebido mucho.

El mismo Madox Brown me contó. La mujer se mató con láudano. Al parecer él le engañaba o la mujer dio a luz un muerto. Ha empezado a tener alucinaciones extrañas y se empecina en decir que su mujer era una santa. Nadie refuta nada.

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Dante Gabriel entra a su habitación apenas iluminada. Se dirige a la ventana cubierta con cortinas verdes, con pasos como saltitos; quiere disimularse a sí mismo la borrachera. En el camino de regreso se acaba de encontrar con un extraño que lo observaba con atención. No recuerda bien el rostro del joven que lo abordó, pero sí su empecinamiento en descubrir sus ojos. Llega a la ventana. Se choca con la esquina de su cama, la descarta: echarse ebrio en la cama era como sofocarse en la mierda. De un tirón corrió las dos hojas de las cortinas y la luz mostaza de las cuatro de la tarde le cayó en pleno corazón y rostro. No pudo evitar llorar un poco, un susurro infantil. Quiere seguir llorando. Jala un sillón acolchado que está a su mano derecha; su asir es impreciso, utiliza la otra mano, se agacha y logra cuadrar bien el pequeño sillón frente de la ventana. Se sienta y apenas puede darle cara al sol que no se encuentra desafiante como en el mediodía. Los techos de las casas, los desórdenes, las antenas, se suceden en su vista hacia el horizonte. Quisiera que este sol dure más. Se acomoda la chaqueta, hace el ademán de cerrarla sobre su pecho pero no la abotona; ese gesto lo aprendió de su hermano mayor, abrigarse en el desamparo. Cruza los brazos. Reclina su cabeza hacia su hombro derecho. Si pudiera dormir. Pero no puede. Siente en las puntas de los dedos los efectos del licor, como una pequeña descarga. Sus intestinos los siente vacíos.  Ya no llora más pero se muerde el labio inferior como si estuviera apunto de hacerlo. Recuerda que cuando Elizabeth lloraba lo hacía en silencio. Él quiere emularla. Se cansa de esa postura. Luego ensaya otra, pero no puede seguir apoyando sus manos sobre sus rodillas; se ha cansado. Nota que ha perdido peso. Se quita despacio los zapatos y las medias. Descalzo se siente mejor. Se quita la chaqueta azul porque el calor dorado lo ha reconfortado. Se queda en camisa, la desabotona, descubre su pecho. Está sentado con la mirada fija en el sol ahora, con las extremidades tensas. Eleva los ojos hacia arriba, los vuelve a colocar de lleno en el sol y suspira; su suspiro se oye entrecortado, como un llanto hecho solo del aire. Quiere dormir, ahora sí. 

martes, 31 de enero de 2012 Leave a comment

Notas evangélicas-Salomé


Un extraña desazón se confunde con mis huesos, acaso me impide dormir. Podría levantarme y pedir a una criada que me acompañe, que trence mis cabellos, o que bañe; pero está el licor de la celebración, es difícil levantar a alguien. En el lecho no me acompaña nadie hoy; es difícil enfrentar la oscuridad absoluta a solas, más aún después de esta noche en que he tenido entre mis manos una cabeza ensangrentada.

Necesito contarlo, en voz alta, hasta gritarlo. Mejor me levanto y avanzo hacia otros aposentos, donde la oscuridad no asfixie. Este lecho no me deja dormir, está caliente, quiero sacarme esa molestia de los huesos. Menos mal que el camino está iluminado por pequeñas teas, gracias prudentes criadas, madre. ¿Y si voy al lecho de mi madre para que me diga, muy bien Salomé, era necesario? Necesito el reconforte de sus manos sobre mi cabeza. El piso está tan frío que calma mis ardientes suelas, aún no se va la oscuridad del todo, a qué hora se asomará el sol...pero me calcinará, aunque acabará con la oscuridad definitivamente. Esta ventana pequeña solo muestra parte del cielo. Astros. Díganme, ¡háblenme! Madre necesito que me asegures que la extraña desazón se extinguirá de mis huesos.

¿Qué tenía el Bautista contra mi madre? ¿Y mi padre? ¿No podría matarlo él? Qué hace de un hombre de valía si nos amenaza, si condena a mi madre, si maldice mi prole. Qué hace de un hombre de valía, le pregunto a los astros, si persigue las palabras de un loco que cree resucitará en carne y hueso. Y aún así hubiera besado su cabeza inerte para terminar de condenarlo a él en la más absoluta brasa que los de su secta dicen que existe luego de morir. ¡Astros! Qué desazón merece un hombre, qué tristezas merece un hombre que se viste solo con un pellejo de animal y desdeña la riqueza de mi cuerpo, que Herodes atento aprehendía con su mirada para siempre. Ninguna.

Mis párpados también me arden. ¿Y mi padre, y Herodes? Estará febril en el lecho de mi madre, a quien habrá hecho suya pensando en mí, en el baile de hoy...la cabeza del Bautista.

No merece el Baustista el calor de mis suelas, de mis manos, de pecho, el sudor que se asoma en mi frente; y su cuerpo mutilado no desaparece de mis párpados sin embargo. Si los astros no castigan, entonces qué es esa crueldad de la visión de la sangre, del corte certero del cogote del animal ese Bautista, Astros, entonces ¿qué es? Ojalá pudieran hablar, ahora que los observo, en esta noche, esta noche, Astros.

lunes, 30 de enero de 2012 Leave a comment

Divagaciones. Telémaco


Oh hijo no te vayas, no fue lo que le dijo Odiseo a Telémaco. Fue al revés: Telémaco le dijo a su padre, oh padre regresa. Y se embarcó, literalmente, fuera de casa para traerlo de vuelta, a él, quien gozaba del regazo de Caliope.

Tú jamás entenderías.

Pueda que tenga una lectura equivocada del trayecto de los sentimientos. Pero piensa: luego de más de veinte años viviendo con la voluptuosidad que se evapora, la marea bajó. Tuvo que partir por el cansancio, deseaba abrevar nuevamente de Penélope, para eso regresó a Ítaca.

Pero Caliope nunca envejecería, como sí Penélope, quien ya tendría la piel desgarbada por la espera y la mirada agotada; tantos pretendientes y no poder estrecharlos en el lecho.Qué dices a eso.

Digo que pasada cierta edad, es natural que buscara a su esposa, esperaba amar distinto de nuevo. Regresando a Telémaco, quien es el que me importa hoy; mira, conoció de la peor manera la vejez de su padre. Cómo se sorprendería de verlo entrar, encanecido después de veinte años. Primero Odiseo aparece como mendigo y su hijo no lo reconoce. Pienso que allí cuando Odiseo así apareció, con la piel acabada y la mirada oscurecida por la sal del mar, los brazos cansados de asir repetidamente un cuerpo que hasta había hastiado la lujuria, Telémaco pudo creer que su padre fue el mejor hombre jamás existente.

He visto envejecer a mi padre y a mi madre. Pero no he atendido al proceso como Telémaco.

Explícate mejor.

El tiempo pasa y uno se fija las propias arrugas pero no las ajenas. Hoy mi padre me dice, tengo más de sesenta años y voy a vivir veinte años más seguro. Sin melancolía, sin resentimiento, con la naturalidad de los hombres prácticos como él, que aseguran cuántos años vivirán porque deben dejar todo listo. La ausencia de cabello hoy, que descubrió una mirada mía discreta, reveló lo peor.

Yo hubiese traído a mi padre de Ítaca con el ímpetu de Telémaco si no hubiese visto a mi padre veinte años, solo así.  

Tú nunca entenderías.

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Pequeña taxonomía. La araña.


Llevaba dos horas en la tina. Me remojé hasta ver que las puntas de mis dedos se henchían y formaban curvas como callos en mis manos, y en los dedos de mis pies. Alguna angustia ocupaba ese momento, en realidad un problema rutinario, una mala respuesta a una pregunta sincera de madre o un recuerdo de niñez, esas chispas de lucidez en el momento de despertarme. Me sumergí en la tina dispuesta a alimentarme por varias horas de la sensualidad del agua, aunque el shampoo y el jabón se tornen insoportables, pegajosos, y la idea de la salida de la tina sea peor que pensar el exilio del vientre materno.

Miles de células muertas ya debían flotar en el agua; imagino la espuma del mar. La espuma de la tina solo dura lo que un soplo de un bebe o un beso adolescente, la del mar permanece. Luego está la piel de mi rodilla, mi vientre, y no quiero ver más porque mi piel no importa sino mi interior, mis órganos que están procesando el bienestar. Casi cuando debí salir, alzo la cabeza y me fijo que arriba de mí, en una mínima esquina de la ventana--el reflejo de la tina turquesa convierte esa ventana de vidrios catedral en un verdadero vitral de iglesia--está asida de los bordes de la esquina, una finísima tela de araña, que con la luz parece de todos los colores. Un verdadero cementerio vi, un osario, si es que las alas de las polillas fueran huesos y no (creo yo) membranas. De los cuerpos de las desafortunadas polillas solo quedaban aquellas alas y las cáscaras marrones. Sentí cierta aversión por la araña que estaba embalsamando a su nueva víctima. Creí viva a la polilla y decidí pararme y acabar con la carnicería. Me levanté; el movimiento creó pequeñas tempestades en la tina, fui con movimientos lentos, agigantados hacia la esquina de la ventana, para desbaratar la carnicería que se había cernido sobre mi bienestar. Sabía que con solo soplar bastaba, o sino un pequeño manotazo, pero ocurrió que los restos de las polillas brillaron al unísono de las gotas de aún sujetas a mi piel impermeable, al unísono del cuerpo azabache y en extremo redondo de la araña; en la tela de araña pude ver al arcoiris porque la luz develó tanto. Esa visión me inspiró cobardía, no era un cementerio ni un miserable tejido; ¡era un castillo amenazante! Bajé los dedos que casi había posado sobre el telar. Regresé a la tina, otra vez las pequeñas tempestades en el agua; la carnicería allá arriba.

jueves, 26 de enero de 2012 Leave a comment

el pretexto, the black keys


A veces él se pregunta cómo sonará esta época, es decir, estamos en otro siglo, reacciona. No quisiera hablar del sonido en tono mayor, el coro de ángeles, de los hijos de Benjamin Britten y de Bach, sino de los más achorados, los que toda la gente cree que duermen como animales, toman, fuman, fornican hasta más no poder. Pero en el fondo y ciertamente, los rockeros que él prefiere (y los cree artistas y no solo virtuosos) no son más que un puñado de chicos tímidos y estupendos: pelicortos, delgados, con problemas de dicción.

Otras veces, mientras el calor lo atosiga y está anotando alguna carta que le ha dejado un pariente muy lejano y querido, disfruta de una y otra canción de un grupo que se llama Las teclas negras, gringos que se alucinan mexicanos, que junto a otra banda, la mejor banda de los universos exteriores e interiores, Radiohead (de los que no escribe ahora porque quedaría corto y minimizado, y además trabaja en un homenaje extraño, que compila las artes que a duras penas maneja: pintura y pirotecnia), aparecen en su panteón de cómo suena esta, su época, es decir las primeras décadas del tercer milenio, aun si al quinteto de Oxfordshire no le cuesta ir de acá para allá. Como cuanto su madre dice: esa canción es de mi época. La respuesta más lógica, y que siempre hace a su madre es, Madre esta es tu época también. A lo que siempre su madre dice, no pues, cuando era joven. Bien, entonces habiendo decidido que su época no es sino siempre el ahora, hace un pequeño break a la lectura y comentario de la carta para preguntarse bien y qué le dirá luego a los nietos, sobrinos o quien sea cómo sonó esta época, es decir, esta carta que lee y anota será el referente; quedamos en que su época serían todos los años que posea algún referente. Aun si tuviese noventa años. Se acuerda que Beethoven, gran tío furioso, no gobierna una época, sino todas las épocas. Por supuesto que no interesa cómo suenan otras épocas y otras órbitas, es decir otras personas, sino él mismo: detengámonos en este asunto, dice, alto. 

"Esta época, o sea las otras fueron fruto de constelaciones apropiadas, planetas alineados, años setenta, pero para qué llorar sobre espacios anteriores cuando todo sucede ahora, ahora, ahora. Algunos entusiastas de otras épocas escuchan la música de estos años de manera distinta y a veces celebran tonterías. Bandas de nombres extraños con número incluido, ejemplo: M83, que luego de escucharla, no es que sea mala, no (es pésima, dirá luego), dejan resaca innecesaria. /Define qué es resaca innecesaria, le digo/ Resaca innecesaria te causa la música que algunos visionarios te dicen está -soberbio- pero luego escuchas y solo te sirve para poder decirle al mundo, he perdido cuarenta minutos de mi vida escuchando lo prescindible. O que solo te sirve para bailar, o que sirva, simplemente. Y eso te obliga a regresar a la época donde los planetas alineados parieron los mejores acordes posibles."

Quisiéramos advertir que las declaraciones de nuestro amigo no son de las más lúcidas, tan ocupado está con la carta que no se ha dado tiempo de establecer un sistema para sus apreciaciones. Soy testigo de que le gusta la música de sonido algo sucio. Es quizá pueril: le gusta la música que pueda tararear o insinuar un baile con un trago en la mano, nada de sonidos tropicales ni hardrock porque padece de una deficiencia de nacimiento, solo puede gustar de la música orientada hacia la melancolía o que toquen fibras cursis tal vez, así ha nacido y nada lo cambiará; también gusta de grupos de cuyos álbumes se puede decir a alguien que ama: te dedico el track ocho de ese álbum para simplificarse la vida. Si es que esa música se puede escuchar en la oscuridad, mejora el asunto, porque padece de insomnio. Ahora ha regresado a los brazos de lo que siempre ha escuchado y sobre todo de esos dos gringos mexicanófilos. Tienen una canción que le ha hecho recordar a la estrella de la natividad que vieron los reyes magos, porque algún amante (entre susurros femeninos) dice ser la luz siempre brillante y bullente. Genial, así suena nuestra época.

Harto del devaneo estúpido, le digo que regrese a la lectura de la carta de su querido pariente.

lunes, 23 de enero de 2012 Leave a comment

Recreo o el optimismo


He aquí una confesión de verano.

Me gustan los estribillos felices y tontos. O sea decir: el sol está en mi corazón; la sangre sigue corriendo en mi mano; tú vuelves divertido el amor; ya viene el sol; quiero bailar contigo la danza de la luna una vez más, mi amor. 

No hay lugar para canciones tristes.

Me alegran promesas como esta historia:

Ch. se sorprende cuando R le cuenta que conoció a S en 1970 y que fueron amigos casi por cuarenta años.  T se asombra. A Ch no le impresiona mucho que R y S se leyeran poemas en el segundo piso de un chifa. No podría esperar menos de R-lonely-hunter. Le sorprende que tuviera un amigo hasta la muerte.

Ch., en ese preciso momento, tiene un arranque de sinceridad. Voltea y mira a T, como una explosión de neutrones dice:

--T, ¿así llegaremos nosotros?

T responde con seguridad:--Por supuesto, Ch.

**********

Me alegran buenos chistes como: "Quiero que Jonny Greenwood me enseñe cómo se toca el limón", o "Jonny Greenwood sabe tocar el televisor". 

Un movimiento feroz como el tap de Gene Kelly, la elasticidad de mi gatita, los colores de Matisse que bullen y bullen.

Aún la felicidad: la promesa del día siguiente, el verde grasoso de las plantas, cera pura. Todavía: los helados de mi padre, mi piel lastimada por el sol. Incluso: la vejez de los que admiro, los domingos y mis primos; mi sobrenombre. Encore 1: las seis de la tarde, que despide y anuncia. Encore 2: una diminuta, casi microscópica ave, de pecho enorme y osado, cuyo canto inunda todo un jardín. Encore 3: la eternidad, como dice Jean-Arthur, el sol mezclado con la mar. 

miércoles, 18 de enero de 2012 Leave a comment

R sabe desde cuándo es puntual.


T: ...Y ese día lo esperé casi una hora. Menos mal que el tiempo se pasó rápido.

R sonríe y su mirada se pierde. Pareciese como si mirara de frente, fijamente hacia un recuerdo.

R: Yo sí me he acostumbrado a llegar temprano, dice automáticamente. Y comienza, como de memoria:
--Una vez nomás llegué muy tarde y desde allí nunca he sido impuntual.

T: ¿O sea se acuerda del momento y todo?

R: Sí, claro, sí me acuerdo del momento. Piensa un rato: La vaina es ser ordenado.

Él nunca necesita invitación para contar. Sigue:

R: Una vez, creo que tenía catorce o quince años, quería ir a ver una película de terror en el cine Romeo. Era invierno y yo tenía una chompa ploma que me gustaba bastante. Pero no la encontraba, busqué por toda mi casa. Luego de media hora me di cuenta que siempre había estado en un perchero detrás de mi puerta. Con el apuro ni me fijé allí.

T: ¿Entonces logró ir?

R: No, ya qué iba a ir si estaba muy tarde. Desde ese día dije, nunca más sería desordenado y siempre así he llegado temprano.

T: Desde ese día.

R: Sí desde ese día.

martes, 17 de enero de 2012 Leave a comment

Mínimo estudio sobre el espacio exterior


Cuelga la tierra sobre la nada.
Job 26:7

El paisaje que se aprecia de la Tierra desde la Luna es sinceramente devastador. Hace algún tiempo, antes de instalarme en la Luna, pensaba que hallaría la ubicación exacta del infierno fuera de la Tierra. El primer día que pasé en la Luna supe que, efectivamente, cualquier infierno se encuentra fuera de la Tierra. La falta de oxígeno apretaba mis pulmones, la falta de gravedad alternaba el flujo de la sangre y las sustancias químicas de mi cerebro no hallaban un camino. Tardé tres horas en morir. A pesar de haber nacido selenita, el cambio entre la atmósfera de la Tierra y la ausencia de algo parecido a la atmósfera en la Luna resultó increíblemente perjudicial para mi sano juicio. Antes de venir a la Luna me había insertado en la tranquilidad de saberme finito, que no me molestaba; la dicha de la fatalidad. Ahora que me encuentro en la Luna extraño esa dicha. Pero aun así, sumido en la soledad de un anacoreta del espacio exterior, puedo pensar mejor en mis últimos años (quizá años-luz) de vida. Después de tres horas, mi cuerpo cayó en una descomposición fatal. Dejé de respirar. No sé si mi cuerpo se conservará mejor en este lugar. Sospecho que no hay bichos ni tierra que pueda desaparecer mi piel. Yo sabía que nunca podría regresar a la Tierra y descomponerme. Eso era claro, pero me animaban dos cosas: poder ver el Infierno y la Tierra desde lejos.

He visto pasear a Galileo por acá. Lo han traído las ánimas de la naturaleza. Es su propio cielo. Las ánimas de la naturaleza lo han premiado; no soportaban que la Tierra se ufanara de ser el centro del universo. Galileo deambula cuando puede por los satélites que ha descubierto; imagino que está más tranquilo porque no hay ensotanados que lo persigan. Pero no sé qué hará Galileo cuando todo esto se desintegre también.

Mi plan es el siguiente. Pienso lanzar mi forma gaseosa hacia las profundidades del espacio. La falta de gravedad ya no es problema para mí.

Caeré, caeré por tiempo infinito, pero es probable que halle un tope. Allí sabré que he llegado al infierno.

domingo, 15 de enero de 2012 Leave a comment

Melancolía I [o reunión de saturnianos]


Por nuestra fecha de nacimiento, los tres reunidos aquí somos hijos de Saturno: Albrecht, Lars y yo. Los tres padecemos (o hemos padecido) la misma enfermedad, melancolía; incurable y maldita. Pero Lars se resiste a entender bien cómo funciona esto. Recientemente, Lars ha imaginado la desesperación y desesperanza en los contornos de una mujer. Otras veces ya lo ha hecho, cree que las mujeres son seres desencajados. A todos les ha contado que el fin del mundo será un planeta, Melancolía, que terminará encallando en la Tierra y destruyéndola. Tres personas enfrentarían de forma distinta el fin inminente: un hombre se mataría cobardemente; una madre trataría de huir y asustada esperaría, y otra recién casada se la pasaría en un estado de letargo y amargura. Lars también ha contado que esa historia es la de su propia experiencia en el mundo. Siempre siente, en las mañanas y en las noches, que es la llegada del acabose y supongo que esperaría el fin del mundo como una recién casada. Habría que pensar que Lars no la pasa bien. Es natural, Lars, naciste así y nadie lo va a cambiar. 

Me sorprendió mucho que cuando Lars nos habló de sus problemas depresivos y los contó bajo la forma de una historia, alegorizara todos sus miedos como una mujer recién casada y un planeta destructor. Lars es ambicioso porque no piensa el fin solamente de una vida, sino de todas las vidas. Por eso el mundo se sorprende porque tan acostumbrados estamos a que se piensen muertes individuales y no muertes definitivas y multiplicadas. Eso hay que celebrarle a Lars. Pero ese día de la reunión en que Lars exponía sus ideas y sus historias, y tan acostumbrado como estoy a las historias escatológicas, como buen saturniano que soy, le increpé a Lars por qué en su historia no se le ocurrió mencionar a un holograma que nuestro querido Albrecht hubo imaginado hace algunos años, el de la Melancolía.

--Lars, es imposible que no conozcas la Melancolía de Albrecht y llamas a tu planeta-fin-del-mundo Melancolía, no te hagas.

Albrecht estaba sentado en el otro lado de la mesa; no le interesan los asuntos contemporáneos.

--Había olvidado ese dibujo o nunca lo entendí. Melancólico se me ocurren mejor las cosas, dice Lars, pero no son necesariamente las mejores.

--Mira, Lars, Albrecht habitó en 1500, en serio el fin del mundo tenía que ocurrir, no había otro momento sino ese; era inminente. Pero Alfred…y miré a Alfred, que estaba concentrado, con la mirada profunda en el florero de cristal que le devolvía su reflejo, bueno Albrecht estaba tan obsesionado con su propio espíritu.

--Y yo también lo estoy.

--Creo que más estás obsesionado con los defectos del mundo.

--Bueno, todos me han dicho que mi historia fue la mejor.

--Crece Lars, crece.

Albrecht ha imaginado su melancolía como un ángel que sabe demasiado, hastiado, amargo, triste, todo eso a la vez, pero un ángel que conoce, que sabe de verdad, que parece estar inmiscuyéndose dolorosamente en sí, que es la posición siempre toma Albrecht frente al cristal, no habría otro modelo para su mejor ocurrencia que él mismo, el sensible Albrecht. El hastío tiene que ver con la melancolía por supuesto; el ángel de Albrecht padece de esa malograda melencholia imaginativa, infortunio de las especies agobiadas por la imaginación, pero la imaginación no te agobia ni llega de asomo si no se sabe bien el mundo. Insisto en esto porque Lars parece no entender bien este asunto. Sus melancólicos parecen mala imitación de caballos asustados. Erizados, tumultuosos, histéricos en su peor versión. Confunde la melancolía con el fin del mundo, pero quizá, como ya lo vio Albrecht, no es el fin sino el comienzo, el comienzo Lars, de lo que nos dé este infortunio. No debemos para nada contaminar al resto con el mal de Saturno, hay que más bien esconder la melancolía, como lo hizo Albrecht para hacerla parir. Entonces ese día, Lars, las criaturas que animes serán de carne y hueso y no serán solo un oscuro pedazo de ti; vivirán de tu costilla derecha, sí, pero serán ellos sin que tú los contamines; entonces ese día hasta Albrecht renacentista que también ha visto el futuro, dirá: Está bien Lars, a mí también me interesa,  levantaré mi mirada del cristal y miraré tu historia, esa es mi coordenada, no es añejo tu asunto Lars, también estás trazando mis asuntos, Lars. 

martes, 10 de enero de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. Smilodon.


En mi mente está corriendo el Smilodon, hermosa vejez. Es tan inventado como mi gato, que duerme plisado en dos. Nunca sabré la verdadera naturaleza de mi doméstico amigo; siempre trato de dotarla de algún significado, a partir de mí. Dudo que él haga lo mismo conmigo, tan ocupado como  está en su infinito pelaje y tiempo. 

Es probable que un ancestro mío debe haber avistado al Smilodon como un relámpago por la hierba. No se habrá sorprendido aunque no descartamos que pudo haber sentido un hormigueo de muerte en las entrañas en cuanto apreció el blanco humo de sus colmillos. Unos dicen que los colmillos sirven para desgarrar los nervios de la presa; estos animales amantes de la sangre caliente. Otros niegan ello: no hay necesidad. Uno de las copias modernas del Smilodon, el tigre, no necesita de semejante armazón para alimentarse, y trescientos kilos no se satisfacen solo con pequeños mamiferos. El Smilodon, increíblemente, también llegó a pesar como el holocénico tigre. Los colmillos del Smilodon son, como el collarín blanco del cóndor, las alas de una polilla, los ojos del caballo, las formas circulares de los octópodos, solo puro entretenimiento de la vida, retiro, belleza. Lo de la utilidad y progreso es alguna infeliz ocurrencia del homo sapiens sapiens, primates pentadactilia ansiosos de poner en movimiento sus veinte dedos.

Pero volvamos al Smilodon. Tenemos que reconocer que la naturaleza o los espíritus que la animan son los que mejor gusto tienen. El hombre no puede competir, solo aprender mirando, desintegrando y trazando. Es seguro que el tigre ostente proporciones áureas como el girasol o como la caracola. Solamente podemos ver al Smilodon a partir del cuerpo del tigre, nuestra ceguera actual solo nos permite ver en categorías. Podríamos entonces hacer conjeturas sobre su pelambre y sobre su osamenta. Un biólogo puede dar las coordenadas de su vida, un paleontólogo sobre su osamenta; cada uno de nosotros puede animarlo. Así, pace en las hierbas pleistocénicas, come, duerme (seguramente muchas horas como los felinos actuales), sueña; no se da cuenta de sus colmillos, o sí, los luce instintivamente. A veces estos les sirven en sus disputas a muerte. Se encrespa ante la presencia de un extraño y entrega su cuerpo por su vida. Sus colmillos tienen forma triangular, como los cuernos de los rinocerontes-unicornios. Caza, marca su territorio, defeca; se aparea. Roza su cuerpo contra la rugosidad de la madera, moja con saliva su pelaje, absorbe la sal del agua con placer. Usualmente pace solo, se abriga en cuevas o descansa bajo árboles. Y en las noches, puede ver mejor que el resto de animales pleistocénicos, no todos, claro, pero sí algunos. Sobre nuestro Smilodon, la misma bóveda celeste que nos cubre hoy, los mismos luceros que él no nota, el mismo sol de la mañana, el mismo suelo, la misma atmósfera, la misma capa de ozono, el mismo proceso de evaporación y condensación del agua, de precipitación, que asegura la supervivencia. 
También la misma inocencia de mi gato, es la del Smilodon, la misma felicidad. 

domingo, 8 de enero de 2012 Leave a comment

Carta a Van Morrison. And it stoned me (to my soul)


Estimado señor Van Morrison:

Hoy desperté y por una fracción de segundo o más, no supe qué edad tenía. Hay un momento en que la luz amenaza la oscuridad de la habitación, no es una entrada decidida, sino una insinuación, muy delicada, pero igual es una amenaza, enviada directamente por el tiempo. En esa fracción, no supe qué edad tenía y era como una fruta recién pelada, fresca pero indefensa. ¿Qué edad tengo?, me dije. Esta edad, tengo esta edad. Pero no puede ser, pero no puede ser. Trataba de convencerme de que no era así, de que era menos, de que no podía tener en realidad esta edad, era imposible. ¿Dónde estoy?, me pregunté. En mi casa, respondí al toque, en mi cuarto, en mi habitación, en el mismo lugar. Ese resulta el peor momento del día, el momento en que esa luz, limpia, invade la habitación y da forma a todos los objetos, y a un nuevo día. Es el momento de la lucidez total. Me golpea ciertamente el alma.

También acabo de conversar con alguien que me dice palabras áureas, en este calor, desea: ojalá que llueva. Entonces quisiera convertirme en una corriente de agua. 

Atentamente,

Un fan

miércoles, 4 de enero de 2012 Leave a comment

Un animal mitológico


Cuando conversan, ambos concuerdan en que a los dos los criaron para querer a sus familias y al prójimo. Algo salió mal. Por alguna razón, ambos desde niños se rehusaron a la sabiduría familiar, siguió la disputa por años y nada mejoró; ambos también coinciden en que a pesar de haber pasado la cincuentena, a veces confiesan a sus padres lo más importante de ellos. La doctrina se ha impuesto y devino en sentimiento; a través de ese prisma verán el paisaje y no se podrán desempolvar de sus adoctrinadores. Quizá por eso pueden ser algo así como dobles.

Él es mejor persona que ella, es más bilioso que ella también. Conviene detenerse en él.

Un día típico de él está ensombrecido (o alimentado) por gusanos que generan de tempestades, esto desde joven. Se puede levantar tarde o temprano, dependiendo de las actividades nocturnas; una borrachera, un polvo, un libro o una plática con su esposa. Pero generalmente, el día comienza a las seis de la mañana, así puede ir temprano al diario y chequear que todo marche bien. Desayuna con su mujer, lee varios diarios. ¿Buscó esa vida siempre? No lo sabe, pero es la única que se le ocurrió para sobrevivir. Va a su oficina. Revisa los contenidos de los diarios hasta la tarde. Hace chistes, cuenta anécdotas. En algunos minutos libres estira el cuello y observa a jóvenes practicantes. Dependiendo de su humor y el de ellas, puede llevarlas a tomar algo e intentar algo más; ellas no dirán que no porque su celebridad es por unos minutos, celebridad de ellas, jóvenes esperanzadas en un brazo fuerte que las sujete, y bien. Luego, o en vez de ello, continuará con una manía que aprendió de joven y merodeará por donde no le corresponde.  Esos trayectos se han vuelto sofisticados, se enorgullece. Otras veces ejecutará muertes inverosímiles,   imaginará cuerpos destazados, entrañas desperdigadas, vientres hinchados. También se construirá a sí mismo como un monstruo aniquilador o un obrero de construcción civil consumado como héroe urbano Y todas esas muertes serán comandadas por las tempestades que ahora, bajo azote, son esencialmente su oficio. La llegada de la noche es pretexto para hablar con sus hijos y para entregarse al amor, ciertamente. 
Muchos colegas, todos son colegas, ningún amigo, dice él, lo felicitan hipócritas porque nunca pensó en el movimiento sino hizo el movimiento. 

Un día no tan típico, recibe la llamada de ella. Ella siempre lo ha buscado aunque él crea lo contrario. A él le pareció interesante en comienzo pero después la encontró absurda. Allí está ella sentada en un lugar donde convinieron, un lugar público, esperándolo desde hace cinco minutos. Él no se emociona porque siempre es lo mismo. Ella, alguna pareja ocasional, un hijo, unas páginas, o algún descascaramiento del mundo. Siempre le ha ido bien o eso cree él, si tan solo ella supiera ver con claridad, se dice. Aguza la vista y la observa. Quizá por primera vez la observa bien. Agradece a la ventura de que no haya insistido en ella, porque ella está sentada en una mesa muy alejada, con los dedos deformes, como alambres consumidos por el fuego, con las cuencas vacías y las crenchas secas, alborotadas. Parpadea; la puede ver con la claridad del amanecer. Avanza y nuevamente parpadea; la imagen anterior se desvanece. Allí está ella con las cuencas llenas, los dedos donde deben estar y el cabello disimulado; y sin embargo, la imagen anterior, la que apareció en el momento en que entró al lugar no desaparece, sino que permanece, transparente, cada vez que él alza la mirada hacia ella. Pero no le asusta, y eso es bueno.

martes, 3 de enero de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. El rinoceronte.


Su nueva mascota era un rinoceronte. En una escena de una encantadora película sobre artistas, el holograma que representaba a Salvador Dalí dijo repetidas veces: rinoceronte. Para los entendidos, una delicadeza eso de hacerle repetir al holograma la palabra rinoceronte; el pintor tan enamorado que estaba de los cuernos del rinoceronte, que creía, concentraban la proporción del mundo. El joven vio esa escena y de golpe se acordó de EL rinoceronte: el de sus textos escolares, el de Durero. 

Recuerda una nota chiquita en el texto (o algo así): El rinoceronte de Durero es hijo de un caballero armado y de un mamífero prehistórico. Durero nunca vio un rinoceronte en su vida, sino que en 1515 le llegó una descripción de un amigo portugués que había visto a uno. Allí esta el rinoceronte de Durero; ha habitado varias épocas y sobreviviría con suerte al resto de rinocerontes pasajeros, le dice el joven a la persona que le traerá el rinoceronte. La persona que le traerá al rinoceronte es un comerciante alemán que vende animales de zoológicos personales de millonarios aburridos o que han fallecido. Ese día están sentados en el gran salón y apunto de firmar el contrato de compra y venta, el joven agrega: Si uno se pone a pensar bien, los rinocerontes no deberían pertenecer a una era que se caracteriza por lo mínimo, hasta por el mínimo esfuerzo. Y sigue, como recitando: mi nueva mascota despliega proporciones que responden a los caprichos de otro dios, no del nuestro, que parece ser amante de las bacterias y microorganismos. Por eso la adopto.

El vendedor, bastante harto de toda esa cháchara infantil sobre las dimensiones de los animales, que le hacen recordar a su hijo cuando comenta todo a partir de lo grande, chico, alto y largo, le dice que su nutrición debe depender de un especialista solamente. Firman el contrato y el vendedor se va satisfecho.

Pasaron tres meses, fecha en que el animal debería estar ya en sus jardines, ampliados y acondicionados para su llegada. Sin embargo, una tarde de ese tercer mes, recibe un telegrama en el que le dicen que el barco donde venía el rinoceronte encalló en un muelle de piedras y que el animal falleció a pocos metros de la costa, aunque toda la tripulación se salvó. Fue el peso, le explicaba un tripulante, un rinoceronte pesa casi mil kilos, no había forma de hacerlo flotar; su piel no ayuda, son escamas gruesas, demasiado gruesas  y secas y es como si absorbieran el agua. La armadura. 

De regreso a casa, contempla su copia del rinoceronte armado de Durero. Amargado, blasfema contra el mar, que tampoco está acostumbrado a los animales de otra era. Otro era el mar que sostenía a Cthulhu, a millones de krakens; blasfema contra el mar de hoy, aficionado a las bacterias. 

lunes, 2 de enero de 2012 Leave a comment

Notas evangélicas. Lázaro [o extraña resurrección]


Juan, la lámpara, el poeta, dice que en el mundo no cabrían los libros que reprodujeran lo que hizo el Nazareno. Ciertamente que es consciente de ello, Juan. 
Pero Juan, el de visceral imaginación, sí habría preguntado a Lázaro qué sucedió durante los cuatro días en que su cuerpo permaneció en una cavidad de la tierra privada de luz. Juan no podría perderse ese detalle importante, no el escribidor más atento, más inteligente, el que ilumina mejor los movimientos del Nazareno, no el que imagina al verbo tornándose carne. Parece inaceptable. 

Aquí lo que nos dice Lázaro, originario de Betania, hermano de María y de Martha:

«Mi enfermedad no fue penosa. Mis hermanas eran las que lo hacían realmente doloroso, porque morían incluso antes que yo, cada vez que me veían. Yo sabía que iba a morir, no podía respirar. Cuando uno siente que ya el mundo, el aire, no ingresa a nuestro cuerpo; luego de dejar de llevarse la tierra y el agua a la boca: la comida, es que debemos estar alertas que no permaneceremos entre ellos, los que amamos. Así que me despedí y les dije que las amaba como amé a mis padres, que no supe de otras mujeres más que ellas. Todo se volvió oscuro y soñé. O solo así lo puedo describir. Estaba con los ojos vendados y me conducían sobre lo que creo, es una camilla. No podía hablar ni escuchar, me encontraba en un estado de letargo. No respiraba ni latía mi cuerpo; como si el tiempo no se manifestara. Así permanecí sobre esa camilla hasta que escuché la voz del Nazareno que me llamaba. Ya no me sentí dentro de esa camilla sino que abrí los ojos y me encontré en una cueva, a oscuras, tenía vendas alrededor de mi cuerpo. Otra vez escuché: Sal de allí. Me dijeron que estuve cerca de cuatro días allí o en la camilla. Agradecí al Nazareno de que me haya sacado de esa camilla, de esa cueva, lejos de mis hermanas y las volviera a ver, eso era lo importante. Luego de algunos minutos en que las abracé y lloré igual que siempre, me detuve en los latidos, el ritmo otra vez, del tiempo, el subir y bajar de mi cuerpo. Miré al Nazareno, se alejaba lentamente con una miriada alrededor. Sentí una aprensión en el pecho, quería gritarle y decirle que regrese, que no había cerrado por completo la entrada del tiempo en mi cuerpo, que todavía yo seguía latiendo».

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Pequeño diálogo en una habitación. Un día caluroso.


[A y B yacen sobre una alfombra en un día caluroso. Se pudren de calor.]

[A piensa en un asunto crucial en ese momento, el describir la música o el calor. B solo se esfuerza por tomar la muñeca de B y la balancea al ritmo de la música que A considera, no se puede desgranar en palabras.]

[B recuerda que una vez A le contó que su muñeca había sufrido una pequeña lesión. Espera que a A no dañe el movimiento de su muñeca. Quisiera tomar otras partes de su cuerpo pero la muñeca está bien mientras A solo piensa.]

[A cree que un tu-ru-ta-re-ri es absolutamente pedestre para describir el ritmo del mundo, pero entiende que una frase aislada dentro de una canción como my love she speaks like silence se puede reportar, volver una idea, se puede di-vulgar y de-formar, no como el ritmo que puede ser inamovible; también quisiera que B se aventurase más allá y deje su muñeca pero B es pura timidez a pesar de que A le ha dicho que el recato es burda mentira.]

[B recuerda que una vez A le dijo que el recato era una porquería. Entonces A voltea y mira fijamente a B, recuerda que B le dijo que cuando le había hablado del recato, B le había comentado que había personas que jugaban a la relación medieval: era gente que estaba y ni se conocía y que le había parecido chistoso y digno de repetirse. A lo medieval, acuñó esa frase ese día y lo repitió otros.]

[B se sonroja porque A ha volteado hacia su rostro. Sabe que lo de ellos no es medieval para nada. A se dice que hay que ser fuerte y si le gusta observar a B porque le gusta, hay que hacerlo. B cree la situación un poco ridícula y se sienta. A lo imita.]


Oye qué te parece, le dice él, si nos vamos a comprar algo helado. Sigo con resaca. 

Vamos, yo también. le dice ella.

domingo, 1 de enero de 2012 Leave a comment

Carta a Byron. Hola


Byron:

Cuando encuentres esta carta, yo estaré en una avenida de un distrito lejano, no te daré la latitud exacta para que no busques y encuentres, porque la verdad es que a estas alturas quisiera que me encuentres aunque sé que por mí, como me lo dijiste ayer, sientes la pena más miserable del mundo, desgracia de dos amantes que como nosotros, alguna vez con goce trocamos nuestras lonjas de carne por una felicidad absoluta que quizá, como dices también, no nos dejó ver más allá.

Es sumamente injusto casi todo lo que has dicho de mí, no soy ningún camaleón que se ha decidido tomar el color de tu piel; ni la que tuya tuviera un color definitivo, solo piensa en cómo me hallaste, tuve que sujetarme de ti un momento, hasta que hallase el rumbo yo sola, qué joven era entonces, yo fui tú, tú seguiste tú, ni siquiera volteaste para mirarme cómo iba detrás tuyo, siguiéndote. Olvidaste que seguía allí y no me reproches nada que tú alimentabas con carbón el fuego de mis entrañas. 

Había una decisión solamente mía que no tenía que ver contigo aunque albergaba en mi cuerpo una célula tuya o algo así, no estoy segura cuál es su naturaleza exacta. Hay que echarle la culpa, al giro fatal del destino solamente, que un día horrible, de verano, esos que embotan el cerebro, cuando andabas tan prendado de mí y yo solamente apenas dede ti, más estaba atontada con tu piel que otra cosa, decidí no tener ningún hijo tuyo, Byron, decidí esperar a que algún día mi útero alimentara tejidos mejores que los tuyos, células más aptas para el mundo que las contaminadas por tu estúpida apatía. Y aún así, con esa carga que fue disimular las reacciones de mi cuerpo, no te dije nada, meses de silencio, que como te darás cuenta ahora, muestran la mejor de las valentías, la mía. Cuando estaba en la camilla, aguijoneada, avergonzada, ni siquiera pensé en ti, solo en mí, y cómo nadie ya me adoraría, ni vendrían reyes magos ni estrella luminosa en el firmamento que celebren, oh, que celebren que alguien está vivo, ese momento justo en que tubos se ensañaban con mi cuerpo nunca pensé en ti, pequeño miserable, sino en quien pudo ser y no fue. Eso no lo decidiste tú.

Alicia

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