Elsa M. Ferrara, mi madre, fue la persona más sabia que he conocido. Fue una escritora de gran éxito entre los años 62, año que publicó su primer folletín y el año 71, en que publicó el último. De allí, la gente decidió olvidarse de ella, lo que a mi madre enterró en una gran depresión. Mi madre había nacido en Montevideo, la ciudad más aburrida del mundo según ella, pero vino a Lima muy joven, se casó con mi padre y de pronto en las tardes como no tenía nada que hacer, empezó a escribir algunas historias, creo que de aburrimiento que trajo de Uruguay. Envío su primer manuscrito a un tío que era redactor en El Comercio, era un folletín de veinte capítulos que trataba sobre una joven de origen humilde que se casa con el heredero de una gran fortuna; logran tener un hijo pero luego ella pierde la razón y lo regala. El tiempo pasa, la mujer recobra la cordura, la pareja adopta a una niña y de casualidad encuentran al hijo perdido. Sin saber que se trataba de su hijo, la madre se enamora locamente del joven y se suicida cuando finalmente se entera por una carta de la madre adoptiva del niño, de que se trata de su hijo. El jefe de la sección de espectáculos decidió que no sería mala idea poner algún folletín en un suplemento dedicado para las amas de casa. Y así le encargaron a mi madre la redacción de los folletines, que habrán sido más de veinte, hasta 1971, año en que el gobierno militar de Velasco cierra El Comercio. Mi madre publicaba con el nombre Emma Delboy, nombre de soltera de su madre, pero toda la familia sabía que se trataba de ella, porque contaba con gran entusiasmo a todos los que se acercaran a ella, que podían llamarla E.D., Emma Delboy. Su vocación afectó a mi familia, causó líos entre ella y mi padre, riñas incitadas por mi abuelo y mi abuela paternos, para quienes sus historias eran inmorales y promovían la vileza. Yo me acostumbré a sus historias desde niño y nunca me pareció que me hicieran peor persona ni que me incitaran a una tenaz lujuria, como pregonaba mi abuelo; eso lo causaron en mí los buenos libros. Con el tiempo comprendí que simplemente se trataban de malas historias. Yo no podía contar buenas historias, mejor dicho, no podía de ninguna manera contar historias, pero mi madre al menos, podía contar malas historias.
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- Carta de Melanie a Ícaro. 2000. La caída
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