El lado de Melanie: Epifanía


Una mañana Melanie pasó frente a un escaparate y se detuvo. Siempre toma esa ruta para dejar a Walter en el colegio. Va por la calle principal de la ciudad pero por el corredor derecho, por las tiendas de ropa y antigüedades. Al frente están los restaurantes, cines, librerías y demás. Del colegio a la casa separan unos diez minutos caminando con Walter, cinco si va sola. En el camino de ida, casi a las nueve de la mañana, Walter no le dice nada en el trayecto. Camina lento y con las justas le sujeta la mano. En la otra mano lleva su pequeño maletín con sus cosas. Está todavía adormecido y la leche caliente de la mañana empeora su humor. Llegan al colegio justo a tiempo y todos los niños dejan a sus padres, se congregan en la puerta donde los recibe una mujer mayor con un mandil celeste; la mayoría llega en autos pero ella aprovecha que el sol todavía sale marzo, antes de abril, el mes más frío; entonces ya no podrán ir de vuelta caminando porque Walter tiende a enfermarse. Se despide de su hijo pero este antes le dice que ahora no se olvide de las flores. 
Regresa sola siempre por la misma ruta. Piensa que necesita tener todo limpio hoy, luego del trabajo, porque mañana se reunirían algunos amigos por el cumpleaños de su esposo--no es una fiesta, se decía --y sí, necesitará comprar flores para adornar la mesa. En la última reunión, su cumpleaños, escuchó las quejas de sus amigas, que le reprochaban la ausencia de flores en la mesa: falta de delicadeza de la anfitriona. No le importan mucho sus amigas, siempre extranjeras para ella, en realidad siente no procesar los reproches de verdad, sería mejor persona, pero estaban Walter y John, su esposo, que escuchan siempre los consejos sobre las flores.
  
Siempre pasa por un escaparte amplio; una tienda de ropa para hombres. No le llama la atención ni voltea, usualmente mira la vereda; en algunas ocasiones avista por el rabillo del ojo el desdoble de su figura ante los espejos del escaparate. El año anterior había entrado dos veces para comprar unos pañuelos para su suegro y cuñado por sus cumpleaños. Usualmente hay dos jóvenes que atienden y los ve parados en la puerta cuando no hay clientes. A veces saludan y ella responde, a veces no saludan y ella no dice nada. El sol de ese día había madrugado a las nubes y ya calentaba la vereda estrecha, por el lado por el que iba ella; molestó a sus ojos el fulgor de un rayo de luz que rebotaba del vitral de la iglesia, que quedaba en la calle de la espalda pero cuya torre sobresalía a los pequeños establecimientos de dos pisos que dominaban la avenida principal; de alguna forma, el fulgor la obligó a voltear hacia el escaparate. Se detuvo porque se enfrentó a su reflejo completo, de pie. En casa no tenía un espejo largo, no se había interesado por los espejos largos nunca, los creyó antiestéticos. Ahora veía su reflejo completo. Se había puesto unas zapatillas chinas planas, que siempre usaba cuando no caminaba más de tres cuadras, sin medias; un vestido marrón de paño, un jersey verde largo, que le llegaba hasta las rodillas y un gorro beige para protegerse del sol. Se había amarrado el cabello en un moño casi a la altura de las orejas pero no se notaba por el gorro. No se había maquillado; ante la visión, se desentendió de su cuerpo y creyó ver a otra persona. Tampoco podría describir su rostro, lo veía solamente como una masa rodeada de un gorro beige. Se desentendía de ella, pero notaba las arrugas. No tenía tantas, pero las tenía, habían ido apareciendo poco a poco, se había acostumbrado a ellas; si no tuviera fotos de juventud, no podría decir cómo era antes, como no puede decir tampoco ante su repentino reflejo, cómo es ahora. 
Recordó en el preciso instante en que hubo esa división entre ella y su reflejo, un verso importante que leyó recién en la universidad: Nel mezzo dil cammin di nostra vita. Treinta y cinco años tenía Dante entonces y dijo: en la mitad del camino de la vida. Le parecía a los veintitrés lejanos los treinta y cinco o la edad de Jesús, treinta y tres, siempre Jesús tendrá treinta y tres, ella solo lo tuvo una vez y lo recuerda como un episodio clave, el nacimiento de Walter. ¿Ese era el límite del camino que nos permite el cuerpo? Cuando las hojas de una planta se secan, hay que podarlas. Solo así crecen hojas verdes. De su cuerpo había brotado Walter, un árbol de extremidades firmes; el cuerpo de ella ha sufrido una poda para su nacimiento, es natural y necesario, es ley. Y sin embargo, sufre porque su reflejo es una predicción, una advertencia súbita de todo esto, de su desrealización, de la desaparición de su cuerpo, de la tienda, la vereda, la iglesia, el vitral e incluso no sabe, el sol: no habrá memoria de ella ni de Walter, ni de las personas que vendrán ni las que hace cientos de años han caminado por estos lugares, aborígenes o primeros colonos, abuelos de John, no los suyos, animales, y plantas que no saben de la tierra prometida, todos ellos que son ahora polvo y parte del paisaje. Extiende su pesar a todos los elementos del suelo y del aire para consolarse, porque ella es quien no reconoce ese cuerpo avejentado, ella es la afectada por las arrugas, sus minuteros, y le dicen: la mitad del camino de la vida. A fuerza de mirarse tanto, comienza a reconocerse porque el parpadeo de la imagen repite el ritmo del suyo. Ve por fin que detrás de las vitrinas hay maniquíes enternados. Quizá nunca se recupere del todo de su propia vista, o sí. Entra a la cafetería donde usualmente desayuna y se sienta en una mesa redonda que está debajo de las luces que, aunque de día, siempre están prendidas. Pide una taza de café y un pan de anís. Le traen primero el café y mira hacia la calle. La gente transita mucho de día, no se había dado cuenta. Piensa que Walter nació centenario, tiene sus años y los de John, así como ella tuvo los de sus padres y quizá abuelos o los de Dante y Cristo también, por eso tantas arrugas, se dice, mientras sus dedos tocan una melodía en la mesa al ritmo de los pensamientos. Quisiera, para olvidarse de todo esto, ir a comprar de una vez las flores que aunque cortadas y lejos de la tierra, parecerán vivas mañana en su mesa. 


jueves, 15 de septiembre de 2011

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