Réquiem (los asesinos)


Han orquestado su muerte para las seis de la tarde.

--Pondrás un réquiem--le dice y hace un ademán con el vaso que sostiene en su mano derecha, como un brindis fallido, a la vez que señala el tocadiscos.
--Si no arranca, ni te darás cuenta, le responde él. Hace días noté que la aguja estaba mala. No es mi culpa si no arranca bien, si no escuchas tu réquiem es la culpa de la aguja, repite. Lo dice con algo de gracia, para hacer sonreír a su hermano.
--Pones el réquiem a las seis en punto y es mi problema si suena o no, si la aguja se atraca o no avanza.
Se acerca a una pequeña mesa donde se mosquea una botella con un líquido amarillento y viscoso. Se sirve en el vaso al tope y regresa al sillón donde está sentado.
--Mejor hay que probar el réquiem de una vez, le dice el otro, algo animado, hay que probar ahorita. 
Se levanta y se acerca al estante de madera donde descansan varios álbumes y unos floreros rajados. Saca de un estuche de papel un disco negro enorme, un poco empolvado y sopla. Partículas se liberan frente a su rostro.
--Está muy rayado. Hubiera comprado otro.
Coloca el disco en el equipo, hace aterrizar la aguja y comienza el réquiem. El sonido sale descoordinado y agudo cuando no debe serlo.
--Descartado el réquiem, dice sin sorprenderse el del vaso. Así no más. 
La música sigue fluyendo aunque imperfecta, patética. De pronto él empieza a llorar, sin sollozo, solo las lágrimas caen. El otro lo observa y luego de un silencio corto, le dice:
--Voy a buscar en el cuarto de madre, ahí puede que encontremos el par de este.
--¡Asqueroso! ¡No te atrevas!, grita el del sofá, sin pararse y hunde su rostro en sus manos grandes, exhausto. El vaso cae seco a sus pies, el líquido se extiende como una culebra.
El otro no le hace caso y va al cuarto de la madre. Abre la puerta y un olor extraño se interna en él. Es olor a eucalipto y a podrido. La madre yace inerte en la cama, con las manos encima de la colcha y con una expresión desgraciada, como si hubiera fallecido diciendo alguna maldición, pero con el rostro increíblemente dorado. Él no gira hacia ella, solo se interna en un estante del lado derecho que contiene álbumes. Saca un estuche y cierra la puerta. Al llegar a la sala coloca el disco, no se detiene en su hermano que parece habla en voz baja, un rezo. Suena otro réquiem también con el sonido atrofiado.
--Imbécil--le dice el otro con voz afectada por el llanto--es la aguja, ¿no ves? es la aguja, está mala, no es el disco. No hay tiempo para cambiar otra. Es a las seis, a las seis hemos quedado. 
Le enseña el reloj de la pared, marca las cinco y cuarenta. Un gran silencio se apodera de los dos por unos minutos.
--Yo no me arrepiento, dice el del disco, como recitando. Está parado cerca de la ventana.--Lloras porque te arrepientes, no nos hemos manchado las manos. Mira, se acerca y se arrodilla al lado del sofá, junto a él. Mira, le dice otra vez y le toma del hombro, no nos hemos manchado las manos.
Sus palabras solo agravaron el llanto del mayor. 
Como un susurro le dice:
--Sufres pero mira tus brazos, toca tu rostro, mira mi pecho; y desde niños; nos han educado para jugar al olvido del mal, pero ¿nos dijeron qué pasa si devolvemos el mal? No nos dijeron, ¡se olvidaron! Mucho tiempo hemos esperado, ¿acaso no vamos a pagar? ¿acaso no estamos ya pagando? Si quieres te consigo otra aguja y llego en media hora para que puedas escuchar el réquiem, o si no, lo postergamos para las ocho, tendré tiempo para encontrar la aguja y tocar el réquiem.
El otro seguía llorando y movía la cabeza.
--A las ocho, no. A las seis, ya hemos quedado. Cuando la he dejado allí, sin moverse, cuando ya no tenía piedad de ella, he recordado todo, mis brazos, mi rostro, tu pecho y siempre lo recordaba, su furia enferma, nada más venía a mi cabeza y podía sentarme acá y ver televisión mientras ella estaba sin ayuda, creía que estaba bien. Se muere y no se van los malos pensamientos, siguen, siguen, siguen, flotan, el réquiem sí nos hubiera limpiado.
--Te vas a dar cuenta, son formas, nada más, son ideas tuyas, mañana la sacarán del cuarto y la enterrarán y no cambian las cosas solo que mañana estaremos muertos también. Si dejamos una nota podríamos pedir que en nuestro entierro pongan un réquiem para ella y para nosotros.
--¿Quién tocaría un réquiem para un asesino?
--Yo hubiera querido salir a tomar un poco de aire y traerte la aguja. Está bien. A las seis hemos dicho y a las seis. Ya es tarde. 

Se paró y se fue a la cocina. No dejarían ninguna nota. Se encargó de preparar el veneno. La solución se tornó blanquecina en el agua a pesar de que el polvo era rosado. Llevó los vasos a la sala. Los dejó encima de la mesa y veían como la solución parecía una nebulosa en el agua del vaso.
--Querrán pensar todos cuando nos encuentre, como nos encontrarán juntos, que no pudimos soportar su muerte. 
--Igual, qué más da.
Con resignación, como si la llegada de las seis, la hora azul, fuera la verdadera señal, brindaron por última vez.

sábado, 24 de septiembre de 2011

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