Solo Lucas, el de las anécdotas, apuntó esta historia. Mientras otros parecían estar más atentos a sus movimientos de manos, a sus gestos lentos y severos, Lucas miraba al cielo y escuchaba atento. No era otra historia de taumaturgia, sino era un episodio sincero; por eso el público no se sorprendió ni exclamó con ayes pero Lucas se sintió satisfecho: por fin una historia potente y perdurable.
Uno es de Samaria, dice Jesús, pobre ciudad ajena a esta piedad nazarena, ajena a nosotros, el verdadero reino. El Otro, el caído, hijo de Israel. Eso es cierto. Pero luego los eventos se ofrecen distintos de cómo yo los viví. Es raro espectar o escuchar tu propia historia, más aún si no eres capaz de desmentir los ajustes. Hay un hombre malherido, el de Judea, vejado por sucios ladrones. Luego pasan dos hombres notables que no le prestan atención, y yo, hijo de Samaria me revuelvo contra la ley y me acerco a curarlo, a limpiarlo y a devolverle la salud. Lucas anota eso, divinas palabras. Yo sé de la historia porque la he escuchado también en otras prédicas del Nazareno y en las conversaciones de los hijos de Judea, que se exaltan con los milagros que hace su dios. Cuando lo escucho, me emocionan sus palabras y lloro por mi transformación.
Faltaría una versión menos sesgada por el entusiasmo. Ése día, a él sí lo apalearon los ladrones y dejaron a la intemperie. Es camino obligado para llegar a Samaria. Cuando lo vi, herido y huérfano; solo le dejé al lado dos monedas, que debo confesar, no me faltaban, ni siquiera lo rodeé; alguien tenía que librar ese camino y tendría que recibir un pago. No entiendo por qué el Nazareno se esfuerza por disfrazarme con gestos inexistentes que me hacen nacer otra vez.
Lo estoy siguiendo ya por dos aldeas y lo seguiría si se interna al Mar Rojo. Lo seguiría por el placer de verme cada vez que relata la historia, mejor que mis dioses.
Me quedaré en esta ciudad, en Galilea, o donde pose los pies Él, donde me acogerán, sin chistar, los que creen que los samaritanos somos gente de bien.
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