El lado de Misterio: presto


El año de vida cuatro de los caballos es especial. Ya los han acostumbrado a la silla, al peso sobre el lomo, a las rutinas del servilismo. A los cuatro años (o quizá antes, el dueño no tenía apuros), se supone que Misterio ya tendría que estar listo para asirse la montura y para ser extensión de los hombres que lo vieron crecer; los convertiría en centauros. Misterio soporta la montura porque sabe que quizá puede recorrer más caminos y hasta galopar si es que el cuidador o el dueño o su hijo desean aventurarse al viento. La rutina se centra sobre todo en el hijo, que utiliza los caballos para trasladarse de pueblo en pueblo. Regresan de un trayecto de ocho kilómetros, usualmente tres veces por semana e inmediatamente abreva cerca o en baldes enmohecidos. Pero un día de esos, cerca de su aniversario número cuatro; febrero de hace pocos años, dejaron a Misterio afuera por un error casi cotidiano. Lo dejaron abrevando en la acequia y no lo hicieron retornar a la caballeriza; ese día se celebraría la cruz en el pueblo y había apuro y olvido de todos. 

Misterio, obligado por la costumbre, regresa a la caballeriza y la encuentra cerrada. Se para al lado de los nuevos eucaliptos que han sembrado para que la tierra no se erosione. Solo mira atento el movimiento de las ramas y teme que dormirá, como en otras pocas ocasiones, en la intemperie ese día. La noche se torna azul del todo e intenta dormir. Ya había cerrado los ojos cuando sintió un roce puntiagudo en el hocico; los insectos se posan con descaro en la pelambre y tratan de sacar provecho, pero esta era una polilla. La polilla extiende sus alas y las guarda y despliega repetidas veces, movimiento similar realizan las mariposas sobre las flores de las que se alimentan. Misterio se asusta, relincha y golpea la tierra con sus cascos. Pero la polilla sigue allí y muestra, aunque Misterio no lo descifra bien, una calavera negra en sus alas cenizas. Después de esta descarada muestra de valentía, voltea hacia el caballo y destapa sus ojos, de un negro infinito, que llevan a Misterio al borde de los nervios y lo obliga trotar hacia el bosque de eucaliptos con tal de zafarse del insecto. Ya internado en la oscuridad, la polilla por fin se ha ido. 

Misterio descubre que se ha adentrado a un lugar desconocido y le penetra el olor a madera fría y picante; no siente olores familiares ni ve caminos por los que antes ha transitado; trata de hallar un trecho conocido y solo logra adentrarse más, quizá con un afán de desorientarse más. La noche lo cubre del todo y no puede ver. Sigue avanzando, casi en la desesperación de hallarse sin rumbo y nota con dificultad una luz plateada que se mueve entrecortada por los troncos del horizonte que estorban la vista. Por curiosidad o instinto de conservación, Misterio quiere aproximarse a esa luz. Se trata de acercar y la luz aparece y se desvanece de acuerdo al follaje del bosque y la disposición de los troncos delgados de los eucaliptos. Calma y luminosa, como una torre a la luna, el cuerno tan claro, dice Rilke. El cuerno, ve Misterio, un cuerno, y no logra saber qué es aquello que ha visto de lejos, como un chispazo; esta visión lo altera y se concreta en él una potencia: la de galopar. La luz ya ha desaparecido pero Misterio galopa y sale del bosque casi en una disposición bélica, por la potencia y la agitación; llega a una quebrada, solo quiere avanzar, desciende con cuidado hacia el río por un camino plagado de tallos largos y delgados, quebradizos, que nunca había sentido. Sigue hacia el Norte, por el río; las horas que sigue, descansa de rato en rato, parado, porque tiene que estar alerta; se va formando un cañón de mediana dimensión mientras avanza y a veces Misterio alza sus crines al ver que se ha sumergido a cierta profundidad, los suyos probablemente están arriba. Si ha desgastado horas, no lo sabe, solo puede dar cuenta de la ausencia o presencia de la luz, de su sueño, su cansancio, las ganas de defecar o el hambre que aplaca con algunas hierbas ribereñas; así, aunque recordaba a su manada con minucia, podría decir que ya no estaban juntos varios amaneceres. 

En un algún momento de las horas, ve que se aproxima a lo lejos una figura parda, cuyos nervios se sobresaltan cuando nota que él se encuentra a poca distancia suya. Viene de lo que parece un camino improbable, un pequeño descenso del ala derecha del cañón. La figura parda era otro caballo más grande que él, que era pequeño para su edad; de crines negras y fortaleza muscular. Se acercaron y cumplieron el rito de reconocerse mediante el olfato, tránsito elemental, antes de que sin darse cuenta, los dos emprendieran juntos el camino hacia el Norte. Era dócil este compañero, asustadizo, más que él, y acostumbrado por lo visto a la vida en manada. ¿Habría llegado a la ribera asustado por una polilla? A Misterio no le molestaba la presencia del pardo, que tenía el paso más seguro entre las piedras ovaladas de la ribera, que al contacto con los herrajes de metal, parecían traicionar el equilibrio. Sabía que era como él, no solo porque su cuerpo despedía una señal de reconocimiento, el olor, sino porque su marcha, sus desconfianza ante los movimientos bruscos de la naturaleza eran también los suyos y porque su corazón latía al mismo ritmo. 

Habrán visto solo un amanecer ambos caballos. Misterio ya sentía el peso de la ausencia de sus pares con los que convivió desde su nacimiento, no tendría sentido galopar solo, solo un corazón; necesitaba el latido de toda su manada. Avanzaba con desgano hasta que ambos se encontraron con un grupo de mujeres que lavaban ropa en la orilla del río. Las mujeres, al ver los caballos, y que no huían, llamaron a los hombres que reposaban sobre enormes piedras redondas y les señalaron al par. Los llamaban con silbidos pero nuestro caballo no avanzó, se quedó con los ojos plenos, de pestañas abiertas y donde el sol aparecía como un alfiler atravesado, brillante, mientras que el pardo se acercaba con miedo, sí, pero dispuesto a dejarse enlazar en algún momento en que la desconfianza se esfumara; peregrino en busca de nueva manada. 

Sintió Misterio que no habría más allá, ni horizonte de luz plateada, ni algún cuerno que le despertara en él una potencia latente en sí, el galope o la deriva. Se apresuró en regresar por el rastro de sus cascos, porque cada minuto era una ventaja sobre él y apareció una necesidad casi enfermiza por encontrar la caballeriza, por respirar la paja y el sudor de la manada; que sabría, después de pocos amaneceres, lograría volver a ver si hallaba nuevamente el olor nocturno de la madera fría y picante de los eucaliptos. 

miércoles, 7 de septiembre de 2011

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