Al comienzo, recuerda --los caballos son los que recuerdan mejor-- es la luz, sí, pero antes que el conocer la luz, es el aire que le insufla vida, ya no es la placenta la que sostiene su hálito, el que pone en funcionamiento las poleas de sus órganos y extremidades, es el aire y lo siente ingresar por primera vez a través de sus orificios nasales y de su hocico y de pronto recibe casi con sensibilidad extrema el mundo que es ahora la caballeriza. Es incapaz, como todos los recién nacidos, de reconocer la luz, solo capta las formas que aparecen como bultos móviles que lo asustan y liberan los nervios que caracterizan no a él solamente sino a su especie, la herencia en funcionamiento. Siente cómo la capa viscosa que lo envuelve pronto se disuelve por los esfuerzos de un hocico enorme que lo masajea mientras él intenta pararse, estirar sus miembros enormes, en extremo largos, que no los siente parte de él pero que casi de manera mecánica responden a sus intentos de pararse y ser. Su cuidador, aún con las tenazas en las manos, lo observa con satisfacción y da toques en la grupa de la madre que se esfuerza por limpiar al potro. Es macho, se alegra, salió del todo blanco por el padre y también tiene su complexión ósea, lo nota por la quijada ancha y los nudillos de las rodillas.
Se para el recién nacido. Se cae. Las patas tiemblan al tacto vertical con el suelo y no puede dar pasos. Se levanta otra vez, desencoge las patas delanteras, la derecha y luego la izquierda trasera, de alguna forma ya sabe cuál es el procedimiento del paso. Siente que es necesario, vital, pararse y trotar, pero no lo logra, el fracaso se extiende a varios minutos. Lo intenta otra vez y da algunos pasos, dos, tres, siempre temblando, avanza y retrocede; es consciente del gran bulto a su lado, cuyo olor siempre asociará al placer. Ha logrado avanzar y de pronto olvida sus ganas de trotar, lleva su hocico cada vez más cerca del bulto, ya sabe que encontrará una fuente que calmará un pedido de cuerpo, succiona la ubre de su madre y sale alimento, porque lo ingiere y le da placer y calma los miedos iniciales. Siente también el contacto con la pelambre del bulto, y termina de entender que es idéntico a él, tienen casi el mismo olor. Una vez que siente el abdomen pesado, quiere trotar otra vez. Voltea y ya no puede ver. El cuidador se ha ido y ha cerrado la caballeriza; el potro ha nacido en la noche, hoy no podrá salir al campo, se dice y se va al ver que ya puede comer. Las formas han desaparecido, solo siente el calor del bulto apelambrado que permanece a su lado y varias respiraciones. La madre al notar la oscuridad se aborrega pero el potro sigue de pie. Espera el amanecer.
A las cinco de la mañana, el cuidador abre la caballeriza. Los otros caballos al notar su presencia, golpean la paja con sus cascos y escupen aire como un graznido. La madre ya se ha levantado y el potro blanco se está alimentando nuevamente. El cuidador quita la rejilla que divide el espacio de la madre y el corredor principal de la caballeriza e intenta que salga el potrillo, quiere ver si ha nacido del todo sano. Hace un sonido con sus dientes y lengua, como un silbido mudo, un chasquido, y la madre sale inmediatamente fuera de la caballeriza con su cría. El potro otra vez tiene dificultad para caminar, pero ya está dominando el paso y quiere trotar. La madre es tomada por las riendas y el cuidador la hace caminar afuera en círculos para que el potro la siga, solo caminan dos círculos. Siente la cría una energía distinta a la de la caballeriza cuando pone sus cascos sobre el campo mojado, poco a poco ya domina el trote y pronto estará dispuesto al galope. El cuidador se aburre y deja a su madre y a él solos afuera para que él siga caminando. Está distribuyendo la paja en la caballeriza. El potro quiere entonces correr pero no puede abandonar su alimento, lo que más desea es que por todo ese espacio iluminado, la madre también se anime a trotar. Sus orejas son muy sensibles y se mueven al contacto con el viento; si tan solo pudiera trotar. Siente a lo lejos unas formas que se mueven también al ritmo del viento, unas hojas muy oscuras, pero no lo sabe, solo intenta alcanzar ese movimiento y da su primer trote largo hacia allá; su madre lo sigue y el cuidador ya los está observando desde la puerta de la caballeriza. Siente el movimiento y el calor de su cuerpo; entiende que las extremidades son él también y siente por primera vez cierta electricidad placentera que memorizará y a la que vinculará toda su vida con este momento. El cuidador ve cómo el potro se dirige hacia la mata y se preocupa que la pareja se vaya más allá; están más lejos de lo que han ido otras veces otras yeguas y potros; también se sorprende, porque aunque ambos no puedan galopar juntos todavía, no puede ver, como sí en el caso de la madre, los cascos del pequeño al contacto con la hierba mojada sino pareciera --su visión cómo lo engaña-- que el vivaz potro blanco de la caballeriza estuviera volando hacia el matorral.
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