En los últimos días en que estuve en casa, Lima se disfrazó de una neblina fantasmal que a veces alternaba con sol en las tardes. El primer mes traté de arreglar todos mis documentos necesarios para el viaje: pasaporte, visa, vacunas, un largo etcétera que como un autómata completé paso a paso. Semanas antes, cuando todavía estaba en el pueblo de mi abuela, me había escrito una tal Melanie Izambard, desde Victoria, Australia. Fue amiga de Héctor durante su estadía en Estados Unidos; ambos trabajaron juntos para un Wal-Mart de Colorado. Supe después que Melanie había viajado con una amiga en un recorrido por la costa oeste de EEUU y que incluso querían llegar a Canadá. Aterrizaron en Wal-Mart; estaban necesitadas de dinero pero querían permanecer en EE.UU.; terminarían su travesía en el profundo Sur. Compraron, como tantos otros, como Héctor, seguros sociales falsos, lo importante era disimular el acento moldeado por la educación y pretender ser trabajadoras de toda la vida. Por eso se hicieron amigos tan rápido. Cuando los tres, Melanie, su amiga Rosalie y él, se encontraron en los pasillos de Wal-Mart por primera vez, se reconocieron como farsantes, la mirada, la disposición del cuerpo, el silencio. Esto selló entre los tres un pacto: el movimiento más falso, la falta de cortesía, alguna malcriadez y el uno delataba al otro.
El contacto con Melanie seguro Héctor lo había estado pensando desde hace meses de hablar por última vez, por fin saldría de América, ¡no podría seguir en América! El contrato entre nosotros tres era inexistente pero tangible; tangible porque los tres nos podíamos mover gracias a la existencia del otro. Héctor gracias a mí, porque había borrado sus huellas, yo, gracias a Héctor porque había encontrado una forma de salir del estancamiento y Melanie necesitaba que alguien cuide de su hijo. Su propuesta apareció como una salvación cuando la vida se apolillaba en el pueblo (aunque la rutina me seducía): Melanie tenía un hijo de cinco años al que no podía dejar solo cuando ella se iba a trabajar, necesitaba alguien que cuide de él. Presentía que esta necesidad había sido creada por los consejos recurrentes de Héctor o sugerida por él. Héctor podría llamar solo por el gusto de hablar con alguien, el teléfono, su salvación de la soledad. Hubiera querido saber en ese momento qué lugar tenía Héctor en la vida de esa mujer. Obviamente, Héctor nunca me habló de ella, así que cuando me escribió Melanie en un inglés cortés, pero tan simple que no necesité diccionario, pensé que se trataba de un error, también por un prevención. Melanie no era australiana, era sudafricana. No entendía por qué la gente austral insistia en merodear el territorio austral.--Y yo también soy austral y he aterrizado en una nación austral--. En la carta, Melanie no mencionaba salarios, ni idiomas, me pedía solamente que para el próximo año ya esté en Australia, que le respondiera pronto porque tenía una lista de otras personas que quizá estarían interesadas. Cualquier persona podría pensar de que se trata de un golpe de suerte, pero luego en el transcurso de los trámites, me di cuenta de que no lo era en absoluto; los extranjeros están contactándose todo el tiempo con personas del tercer mundo para que cuiden a sus hijos: cobran menos y por lo general necesitan el trabajo y desean conservarlo, no entran en disputas ni piden aumento salarial. Era un movimiento bien planeado, que sonaba natural a aquellas personas que querían escuchar la historia y además venturoso: todos los decían. En los tres meses me comuniqué con Melanie en la medida en que los traductores automáticos me lo permitían. Traté de aprender inglés, pero por el corto tiempo, solo pude avanzar hasta lo esencial, saludar, decir mi nombre, hablar en tiempo presente y en tiempo pasado en verbos de rutina; hablar es un decir, solo tenía un saber pasivo, en apariencia listo para ser usado pero apelmazado en mi cerebro.
Así que la rutina nueva a la que me interné en los tres meses ocupó otra vez mi vida y quise primero que todo, encontrarme otra vez con mi padre. Éramos los dos únicos que permanecíamos en casa en la ausencia de mi madre y Martín que trabajaban, y si antes había detestado su rutina de jubilado, presentía que si me iba, ahora sí, era para nunca más volver y ya no lo vería vivo en un regreso después de mucho tiempo, era Australia. Esto creaba en mí cierto desasosiego que trataba de aplacar durante el día estando a su lado, pero que en las noches, en la oscuridad, acrecentaba la cavidad en el corazón, cavidad que ha horadado el mal. Es un dolor en el pecho extraño, entre muscular y mental, un dolor que había tenido desde adolescente pero aparecía de vez en cuando; en las noches se manifestaba como una dolencia de anciano, entre existente o imaginaria. En el día esa dolencia desaparecía o simplemente se manifestaba como un simple dolor muscular que podría ser acallado con una pastilla o una pomada. En el día, el dolor no aparecía, la rutina me llevaba a caminar largos trayectos con mi padre, ya sea para comprar víveres o pagar cuentas o por su salud; me contaba las historias que he escuchado miles de veces de él y de su hermano mayor. Un jueves en la tarde, casi a la hora en que el crepúsculo sirve de telón a la luna, sin embargo, me contó una historia nueva. La historia vino a su mente porque escuchamos el ulular de las lechuzas; siempre he escuchado sus cantos guturales, a veces histéricos; no me causó sorpresa pero ese día, mi disposición hacia ellas cambió. "Tu abuelo siempre fue malo con nosotros, dice, siempre nos decía que las lechuzas venían en las noches, se quedaban en los árboles y esperaban a los niños que se han quedado despiertos en la noche. En mi casa había varios árboles al costado, dos poncianas. Yo era chiquito y creía que de verdad iban a entrar e iban a matarme." Calló y mi prudencia no me hizo preguntar más. Hubiera querido apretar su brazo, porque había descubierto por fin una grieta; no puede olvidar mi padre las lechuzas de los árboles.
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