Mi muy querido Ícaro:
Poco o nada sé, entre otras cosas que nunca podré descifrar, de los traslados de los objetos del universo, sean objetos celestes u objetos palpitantes como nosotros, los animales y las plantas, o el Espíritu que alienta los vientos. Me arrepiento de haber desechado de mi memoria lo que aprendí de física, porque podría contestar mejor tus preguntas sobre el ascenso. Quisiera barajar fórmulas fácticas por qué el descenso puede ser mejor que el ascenso, por qué la caída no es necesariamente un paso, el tránsito hacia el ascenso sino el fin mismo. He sido testigo de eventos realmente sorprendentes sobre el ascenso: hay algunas plantas cuyo máximo sueño es alcanzar el sol; es más mi experiencia se ha nutrido de admiración ante los tallos que se estiran en busca de luz. También nosotros pensamos majestuosas a las aves, en más casos que a los seres terrestres. Aladas palabras, decía Homero. Un cóndor, un águila, un cuervo, un búho susurran a los dioses allá arriba, mientras sus crías en los nidos tienen que aprender a ser aves de verdad para ascender. Se me ocurre solo un hombre que sí ascendió y con testigos, Jesús de Nazaret. Eliseo, quien tampoco murió, ascendió con carros de fuego y eso es trampa. Pensamos en ascender solos, suspendidos solamente por nuestro Espíritu, insuflados por los astros. En tu última carta me hablaste de las cartas paulinas y del amor, del torrente de agua viva, ascender, el agua asciende invisible, en forma de vapor. Podría hacer otra enumeración de caídos inmortales, pero ahora quisiera solamente detenerme en el hijo de Dédalo que se convirtió en torrente de agua viva.
La muerte de un hijo es la mayor tragedia que ha fraguado el mundo contra los padres. Así siente Dédalo, honduras abismales, cuando observa a Ícaro en el mar, ahogado por la miel derretida. Aparece esa escena en la mente y podría negar todo lo que quisiera plantearte en esta carta: sagrado es el dolor de los padres. A pesar de ello, tendremos que conservar el sacrificio de Dédalo por la imagen dolorosa pero también bella que nos ha legado la caída de su único hijo y por qué Ícaro ronda todavía entre nosotros y no afirma, sino niega lo que dicen los mercachifles, que estamos presenciando el fin de todo. Nuestra historia se ha compuesto de la repetición continua del episodio de Ícaro; una sucesión de caídas o la caída nos recuerda siempre el por qué de nuestro ombligo.
Ha habido mucho asombro pero también verdades alrededor del joven Ícaro. El Ícaro de Brueghel es un joven que se está ahogando mientras que el mundo ni nota su fracaso. El chapoteo puede llamar la atención de turistas curiosos. Nadie del paisaje imagina las horas que pasó Dédalo preparando las alas con miel, inyectando esperanza en cada pluma que embadurnaba y con amor colocaba sobre el armazón que homenajea a los dueños del viento. Nadie alrededor se detiene tampoco a imaginar el éxtasis de Ícaro en minúsculos fragmentos del tiempo cuando tuvo la certeza de alcanzar el sol; tampoco cuando sintió que la muerte cubrió sus ojos y se despidió de su padre. Todos se enfrascan en sus terrosos ascensos. Auden lo explica de forma exacta y da alguna lección: In Breughel's Icarus, for instance: how everything turns away/Quite leisurely from the disaster; the ploughman may/Have heard the splash, the forsaken cry,/But for him it was not an important failure; the sun shone/As it had to on the white legs disappearing into the green/Water; and the expensive delicate ship that must have seen/ Something amazing, a boy falling out of the sky,/had somewhere to get to and sailed calmly on. Intuyo que ya sabes la lección de Auden, eres muy perspicaz. Podrías descubrir, si lees todo el poema, que estoy forzando el sentido total de Musée des Beaux-Arts. A Auden le obsesiona la indiferencia del mundo ante la búsqueda artística, de cómo todo parece (solo parece) funcionar según otras leyes que no son las del arte, sino de las necesidades inmediatas. Yo solo podría glosar algunos versos y decir que la caída impacta en el poeta porque se trata de un espectáculo aunque triste, bello, porque se ha identificado plenamente con Ícaro; ese brillo del corazón de Ícaro ve Auden y también lo puede ver Matisse, porque la caída es el desastre sí, pero es un desastre motivado por un anhelo imposible. El Ícaro de Auden es una analogía de la búsqueda de la belleza, el artista cae ante la mirada indiferente del mundo; su caída es el fin útimo. No podría dar nombre a ese anhelo o a ese fin último porque lo que se siente tantas veces no se puede decir ni escuchar. Matisse apunta un rojo intenso en medio del cuerpo negro de Ícaro, eso podría ser.
Respiro un rato, dejo de lado a Ícaro y moviéndome por otras latitudes, noto la ironía en el hecho de que un animal rastrero, una serpiente, nos ofreció la oportunidad de ser alados, pero no para ascender, sino para caer. Una de las tantas lecciones importantes de la historia de la serpiente es que hay que despeñarse para conocer (la belleza).
Espero no haberte aburrido con tanta cita. Disculpa que no haya argumentos, si enseñas esto a tu amigo Nechaev no podrá objetar nada, mi carta no es ni verdadera ni falsa. Si se burla no me importa si sabe responder con algún sentimiento. Tú no podrías estar de acuerdo conmigo pero me darás tu complicidad. Me detendré esta semana en el estudio de la física, en algo ha de ayudarme.
Te quiere,
Melanie
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