El profesor de pintura es un hombre que ha sabido alargar su juventud. Les ha contado a sus atentas alumnas que se desentendió de su esposa e hijo cuando este cumplió tres años. "Ya después se acordaría de mí y la separación sería más dolorosa", les dijo. Dos de las tres alumnas son madres y reciben la noticia con alguna indignación; después se dan cuenta que también son adultos y que los asuntos personales del profesor no deben interferir en las clases: finalmente solo les está enseñando a pintar. Ellas no son tan jóvenes, pero recién están aprendiendo a sostener el pincel.
El profesor desde un inicio les planteó que se saltasen los ejercicios de la ubicación del espacio y las formas y de una vez aprendan a pintar rostros y cuerpos y naturaleza viva, no muerta. Las cuadrículas y los bodegones son sólo pérdida de tiempo para gente que no tiene talento, les advirtió cuando ellas le contaron sus experiencias anteriores en otros cursos de pintura. El taller en que estudian queda en el primer piso de una casa que podría haber sido construida en los años cincuenta y queda en un solar. Se ingresa al taller a través de un corredor largo que termina en un pequeño patio, pero antes se tiene que bordear una pileta; es oscuro porque las cortinas no son blancas, sino de distintos colores, incluso con bordados caprichosos y siempre permanecen cerradas. A Melanie le resulta muy familiar esa pequeña habitación cubierta de madera y lienzos inacabados que el profesor dice es taller; ha dormido en espacios parecidos, en su juventud entre Lovaina y Ciudad del Cabo, sobre telas viejas y tablas delgadas, hasta sacos de comida, pero el olor a ceniza mojada que desprende el taller del profesor es particular y está segura que lo recordará por ello.
En la semana cuatro, el profesor ha traído a un modelo. La semana tres les enseñó a gradar los aceites, disolver los pigmentos y a aplicar yeso. Atentas al recuerdo, les dice. El muchacho que trae se llama Clemente o Amedeo, Melanie no recuerda cuál de los dos es su nombre y apellido. Es también pintor, o aprendiz de pintor, muy alto, de ojos tremedamente expresivos, y facciones del rostro muy marcadas, muy varoniles. A Melanie se le ocurre que será una tortura tratar de pintar al joven; antes de salir de casa se hubiera fijado algunos retratos famosos para seguir un modelo, porque el profesor les pide que dibujen de manera automática casi sin detenerse ni borrar, nada de bocetos infinitos. Sientan al muchacho al lado de la ventana más grande que está en la pared principal de la habitación, donde hay mejor iluminación. El profesor hace girar su cuerpo, termina de perfil hacia la chimenea; le pone en la mano derecha su propia paleta y la izquierda sobre su muslo. Revisa su postura y le pide que alce el mentón. El muchacho usa una chaqueta marrón que no combinaría con la bufanda celeste, pero que sí asienta con su piel clara y su cabello cobre. Mira atento hacia la puerta, las tres están detrás el lienzo a pocos metros de él. El profesor está sentado detrás de su escritorio leyendo, no piensa auxiliarlas. Al modelo no parece interesarle mucho ellas, parece estar ocupado en posar y crece su orgullo al sentirse excelsa figura ante tres mujeres que ya deben haber agotado toda su juventud en alimentar hijos. Melanie comienza haciendo trazos delgados, luego gruesos, y espera que llegue a inspirarse o copiar bien, porque no quiere que el muchacho vea un resultado monstruoso, que crea que ella es incapaz de crear algo bello. En vez de tener una tarde relajada, su angustia va en aumento, incluso piensa dónde dejó su afición juvenil por el teatro, le hubiera costado menos la inexactitud en el teatro, su falta de talento, se hubiera inscrito en un taller de teatro, se dice con amargura al ver que esa maraña de líneas en el lienzo, no corresponde al joven que tiene al frente, sino que es la forma de sus sentimientos actuales, de su vergüenza. Deja el lápiz sobre un banco alto que le sirve de apoyo a todos los implementos, se quita el mandil sin ver la cara del modelo ni de sus amigas y dice que lamenta que no pueda seguir con los trazos porque había olvidado que tenía que recoger a su hijo menor. El profesor no se molesta en levantarse y le responde que no se preocupe, que continuaría con el retrato del joven Amedeo o Clemente (aún no puede recordarlo) los próximos cuatro días siguientes. Melanie se pone el abrigo y sale apurada; en el corredor piensa que no existe la inspiración, o al menos no para ella, una persona sin talento; la amargura la acompañará incluso en el sueño de esa noche. Quisiera que Melanie avance y no se detenga, que reflexione más sobre el talento, que suba a su auto y siga pensando qué es el talento, pero entonces la imagen de Melanie se desvanece, primero aparece borrosa y luego ya se esfuma, porque se agota la confianza de revelar un veraz retrato que le haga justicia.
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