13 de enero. Todesfuge 1


En los últimos días en que estuve en casa, Lima se disfrazó de una neblina fantasmal que a veces alternaba con sol en las tardes. El primer mes traté de arreglar todos mis documentos necesarios para el viaje: pasaporte, visa, vacunas, un largo etcétera que como un autómata completé paso a paso. Semanas antes, cuando todavía estaba en el pueblo de mi abuela, me había escrito una tal Melanie Izambard, desde Victoria, Australia. Fue amiga de Héctor durante su estadía en Estados Unidos; ambos trabajaron juntos para un Wal-Mart de Colorado. Supe después que Melanie había viajado con una amiga en un recorrido por la costa oeste de EEUU y que incluso querían llegar a Canadá. Aterrizaron en Wal-Mart; estaban necesitadas de dinero pero querían permanecer en EE.UU.; terminarían su travesía en el profundo Sur. Compraron, como tantos otros, como Héctor, seguros sociales falsos, lo importante era disimular el acento moldeado por la educación y pretender ser trabajadoras de toda la vida. Por eso se hicieron amigos tan rápido. Cuando los tres, Melanie, su amiga Rosalie y él, se encontraron en los pasillos de Wal-Mart por primera vez, se reconocieron como farsantes, la mirada, la disposición del cuerpo, el silencio. Esto selló entre los tres un pacto: el movimiento más falso, la falta de cortesía, alguna malcriadez y el uno delataba al otro.

El contacto con Melanie seguro Héctor lo había estado pensando desde hace meses de hablar por última vez, por fin saldría de América, ¡no podría seguir en América! El contrato entre nosotros tres era inexistente pero tangible; tangible porque los tres nos podíamos mover gracias a la existencia del otro. Héctor gracias a mí, porque había borrado sus huellas, yo, gracias a Héctor porque había encontrado una forma de salir del estancamiento y Melanie necesitaba que alguien cuide de su hijo. Su propuesta apareció como una salvación cuando la vida se apolillaba en el pueblo (aunque la rutina me seducía): Melanie tenía un hijo de cinco años al que no podía dejar solo cuando ella se iba a trabajar, necesitaba alguien que cuide de él. Presentía que esta necesidad había sido creada por los consejos recurrentes de Héctor o sugerida por él. Héctor podría llamar solo por el gusto de hablar con alguien, el teléfono, su salvación de la soledad. Hubiera querido saber en ese momento qué lugar tenía Héctor en la vida de esa mujer. Obviamente, Héctor nunca me habló de ella, así que cuando me escribió Melanie en un inglés cortés, pero tan simple que no necesité diccionario, pensé que se trataba de un error, también por un prevención. Melanie no era australiana, era sudafricana. No entendía por qué la gente austral insistia en merodear el territorio austral.--Y yo también soy austral y he aterrizado en una nación austral--.  En la carta, Melanie no mencionaba salarios, ni idiomas, me pedía solamente que para el próximo año ya esté en Australia, que le respondiera pronto porque tenía una lista de otras personas que quizá estarían interesadas. Cualquier persona podría pensar de que se trata de un golpe de suerte, pero luego en el transcurso de los trámites, me di cuenta de que no lo era en absoluto; los extranjeros están contactándose todo el tiempo con personas del tercer mundo para que cuiden a sus hijos: cobran menos y por lo general necesitan el trabajo y desean conservarlo, no entran en disputas ni piden aumento salarial. Era un movimiento bien planeado, que sonaba natural a aquellas personas que querían escuchar la historia y además venturoso: todos los decían. En los tres meses me comuniqué con Melanie en la medida en que los traductores automáticos me lo permitían. Traté de aprender inglés, pero por el corto tiempo, solo pude avanzar hasta lo esencial, saludar, decir mi nombre, hablar en tiempo presente y en tiempo pasado en verbos de rutina; hablar es un decir, solo tenía un saber pasivo, en apariencia listo para ser usado pero apelmazado en mi cerebro.

Así que la rutina nueva a la que me interné en los tres meses ocupó otra vez mi vida y quise primero que todo, encontrarme otra vez con mi padre. Éramos los dos únicos que permanecíamos en casa en la ausencia de mi madre y Martín que trabajaban, y si antes había detestado su rutina de jubilado, presentía que si me iba, ahora sí, era para nunca más volver y ya no lo vería vivo en un regreso después de mucho tiempo, era Australia. Esto creaba en mí cierto desasosiego que trataba de aplacar durante el día estando a su lado, pero que en las noches, en la oscuridad, acrecentaba la cavidad en el corazón, cavidad que ha horadado el mal. Es un dolor en el pecho extraño, entre muscular y mental, un dolor que había tenido desde adolescente pero aparecía de vez en cuando; en las noches se manifestaba como una dolencia de anciano, entre existente o imaginaria. En el día esa dolencia desaparecía o simplemente se manifestaba como un simple dolor muscular que podría ser acallado con una pastilla o una pomada. En el día, el dolor no aparecía, la rutina me llevaba a caminar largos trayectos con mi padre, ya sea para comprar víveres o pagar cuentas o por su salud; me contaba las historias que he escuchado miles de veces de él y de su hermano mayor. Un jueves en la tarde, casi a la hora en que el crepúsculo sirve de telón a la luna, sin embargo, me contó una historia nueva. La historia vino a su mente porque escuchamos el ulular de las lechuzas; siempre he escuchado sus cantos guturales, a veces histéricos; no me causó sorpresa pero ese día, mi disposición hacia ellas cambió. "Tu abuelo siempre fue malo con nosotros, dice, siempre nos decía que las lechuzas venían en las noches, se quedaban en los árboles y esperaban a los niños que se han quedado despiertos en la noche. En mi casa había varios árboles al costado, dos poncianas. Yo era chiquito y creía que de verdad iban a entrar e iban a matarme." Calló y mi prudencia no me hizo preguntar más. Hubiera querido apretar su brazo, porque había descubierto por fin una grieta; no puede olvidar mi padre las lechuzas de los árboles. 

martes, 27 de septiembre de 2011 Leave a comment

Trazos de Rafael. Elsa M. Ferrara



Elsa M. Ferrara, mi madre, fue la persona más sabia que he conocido. Fue una escritora de gran éxito entre los años 62, año que publicó su primer folletín y el año 71, en que publicó el último. De allí, la gente decidió olvidarse de ella, lo que a mi madre enterró en una gran depresión. Mi madre había nacido en Montevideo, la ciudad más aburrida del mundo según ella, pero vino a Lima muy joven, se casó con mi padre y de pronto en las tardes como no tenía nada que hacer, empezó a escribir algunas historias, creo que de aburrimiento que trajo de Uruguay. Envío su primer manuscrito a un tío que era redactor en El Comercio, era un folletín de veinte capítulos que trataba sobre una joven de origen humilde que se casa con el heredero de una gran fortuna; logran tener un hijo pero luego ella pierde la razón y lo regala. El tiempo pasa, la mujer recobra la cordura, la pareja adopta a una niña y de casualidad encuentran al hijo perdido. Sin saber que se trataba de su hijo, la madre se enamora locamente del joven y se suicida cuando finalmente se entera por una carta de la madre adoptiva del niño, de que se trata de su hijo. El jefe de la sección de espectáculos decidió que no sería mala idea poner algún folletín en un suplemento dedicado para las amas de casa. Y así le encargaron a mi madre la redacción de los folletines, que habrán sido más de veinte, hasta 1971, año en que el gobierno militar de Velasco cierra El Comercio. Mi madre publicaba con el nombre Emma Delboy, nombre de soltera de su madre, pero toda la familia sabía que se trataba de ella, porque contaba con gran entusiasmo a todos los que se acercaran a ella, que podían llamarla E.D., Emma Delboy. Su vocación afectó a mi familia, causó líos entre ella y mi padre, riñas incitadas por mi abuelo y mi abuela paternos, para quienes sus historias eran inmorales y promovían la vileza. Yo me acostumbré a sus historias desde niño y nunca me pareció que me hicieran peor persona ni que me incitaran a una tenaz lujuria, como pregonaba mi abuelo; eso lo causaron en mí los buenos libros. Con el tiempo comprendí que simplemente se trataban de malas historias. Yo no podía contar buenas historias, mejor dicho, no podía de ninguna manera contar historias, pero mi madre al menos, podía contar malas historias. 

domingo, 25 de septiembre de 2011 Leave a comment

Réquiem (los asesinos)


Han orquestado su muerte para las seis de la tarde.

--Pondrás un réquiem--le dice y hace un ademán con el vaso que sostiene en su mano derecha, como un brindis fallido, a la vez que señala el tocadiscos.
--Si no arranca, ni te darás cuenta, le responde él. Hace días noté que la aguja estaba mala. No es mi culpa si no arranca bien, si no escuchas tu réquiem es la culpa de la aguja, repite. Lo dice con algo de gracia, para hacer sonreír a su hermano.
--Pones el réquiem a las seis en punto y es mi problema si suena o no, si la aguja se atraca o no avanza.
Se acerca a una pequeña mesa donde se mosquea una botella con un líquido amarillento y viscoso. Se sirve en el vaso al tope y regresa al sillón donde está sentado.
--Mejor hay que probar el réquiem de una vez, le dice el otro, algo animado, hay que probar ahorita. 
Se levanta y se acerca al estante de madera donde descansan varios álbumes y unos floreros rajados. Saca de un estuche de papel un disco negro enorme, un poco empolvado y sopla. Partículas se liberan frente a su rostro.
--Está muy rayado. Hubiera comprado otro.
Coloca el disco en el equipo, hace aterrizar la aguja y comienza el réquiem. El sonido sale descoordinado y agudo cuando no debe serlo.
--Descartado el réquiem, dice sin sorprenderse el del vaso. Así no más. 
La música sigue fluyendo aunque imperfecta, patética. De pronto él empieza a llorar, sin sollozo, solo las lágrimas caen. El otro lo observa y luego de un silencio corto, le dice:
--Voy a buscar en el cuarto de madre, ahí puede que encontremos el par de este.
--¡Asqueroso! ¡No te atrevas!, grita el del sofá, sin pararse y hunde su rostro en sus manos grandes, exhausto. El vaso cae seco a sus pies, el líquido se extiende como una culebra.
El otro no le hace caso y va al cuarto de la madre. Abre la puerta y un olor extraño se interna en él. Es olor a eucalipto y a podrido. La madre yace inerte en la cama, con las manos encima de la colcha y con una expresión desgraciada, como si hubiera fallecido diciendo alguna maldición, pero con el rostro increíblemente dorado. Él no gira hacia ella, solo se interna en un estante del lado derecho que contiene álbumes. Saca un estuche y cierra la puerta. Al llegar a la sala coloca el disco, no se detiene en su hermano que parece habla en voz baja, un rezo. Suena otro réquiem también con el sonido atrofiado.
--Imbécil--le dice el otro con voz afectada por el llanto--es la aguja, ¿no ves? es la aguja, está mala, no es el disco. No hay tiempo para cambiar otra. Es a las seis, a las seis hemos quedado. 
Le enseña el reloj de la pared, marca las cinco y cuarenta. Un gran silencio se apodera de los dos por unos minutos.
--Yo no me arrepiento, dice el del disco, como recitando. Está parado cerca de la ventana.--Lloras porque te arrepientes, no nos hemos manchado las manos. Mira, se acerca y se arrodilla al lado del sofá, junto a él. Mira, le dice otra vez y le toma del hombro, no nos hemos manchado las manos.
Sus palabras solo agravaron el llanto del mayor. 
Como un susurro le dice:
--Sufres pero mira tus brazos, toca tu rostro, mira mi pecho; y desde niños; nos han educado para jugar al olvido del mal, pero ¿nos dijeron qué pasa si devolvemos el mal? No nos dijeron, ¡se olvidaron! Mucho tiempo hemos esperado, ¿acaso no vamos a pagar? ¿acaso no estamos ya pagando? Si quieres te consigo otra aguja y llego en media hora para que puedas escuchar el réquiem, o si no, lo postergamos para las ocho, tendré tiempo para encontrar la aguja y tocar el réquiem.
El otro seguía llorando y movía la cabeza.
--A las ocho, no. A las seis, ya hemos quedado. Cuando la he dejado allí, sin moverse, cuando ya no tenía piedad de ella, he recordado todo, mis brazos, mi rostro, tu pecho y siempre lo recordaba, su furia enferma, nada más venía a mi cabeza y podía sentarme acá y ver televisión mientras ella estaba sin ayuda, creía que estaba bien. Se muere y no se van los malos pensamientos, siguen, siguen, siguen, flotan, el réquiem sí nos hubiera limpiado.
--Te vas a dar cuenta, son formas, nada más, son ideas tuyas, mañana la sacarán del cuarto y la enterrarán y no cambian las cosas solo que mañana estaremos muertos también. Si dejamos una nota podríamos pedir que en nuestro entierro pongan un réquiem para ella y para nosotros.
--¿Quién tocaría un réquiem para un asesino?
--Yo hubiera querido salir a tomar un poco de aire y traerte la aguja. Está bien. A las seis hemos dicho y a las seis. Ya es tarde. 

Se paró y se fue a la cocina. No dejarían ninguna nota. Se encargó de preparar el veneno. La solución se tornó blanquecina en el agua a pesar de que el polvo era rosado. Llevó los vasos a la sala. Los dejó encima de la mesa y veían como la solución parecía una nebulosa en el agua del vaso.
--Querrán pensar todos cuando nos encuentre, como nos encontrarán juntos, que no pudimos soportar su muerte. 
--Igual, qué más da.
Con resignación, como si la llegada de las seis, la hora azul, fuera la verdadera señal, brindaron por última vez.

sábado, 24 de septiembre de 2011 Leave a comment

Notas evangélicas-El extranjero


Solo Lucas, el de las anécdotas, apuntó esta historia. Mientras otros parecían estar más atentos a sus movimientos de manos, a sus gestos lentos y severos, Lucas miraba al cielo y escuchaba atento. No era otra historia de taumaturgia, sino era un episodio sincero; por eso el público no se sorprendió ni exclamó con ayes pero Lucas se sintió satisfecho: por fin una historia potente y perdurable.
 
Uno es de Samaria, dice Jesús, pobre ciudad ajena a esta piedad nazarena, ajena a nosotros, el verdadero reino. El Otro, el caído, hijo de Israel. Eso es cierto. Pero luego los eventos se ofrecen distintos de cómo yo los viví. Es raro espectar o escuchar tu propia historia, más aún si no eres capaz de desmentir los ajustes. Hay un hombre malherido, el de Judea, vejado por sucios ladrones. Luego pasan dos hombres notables que no le prestan atención, y yo, hijo de Samaria me revuelvo contra la ley y me acerco a curarlo, a limpiarlo y a devolverle la salud. Lucas anota eso, divinas palabras. Yo sé de la historia porque la he escuchado también en otras prédicas del Nazareno y en las conversaciones de los hijos de Judea, que se exaltan con los milagros que hace su dios. Cuando lo escucho, me emocionan sus palabras y lloro por mi transformación.

Faltaría una versión menos sesgada por el entusiasmo. Ése día, a él sí lo apalearon los ladrones y dejaron a la intemperie. Es camino obligado para llegar a Samaria. Cuando lo vi, herido y huérfano; solo le dejé al lado dos monedas, que debo confesar, no me faltaban, ni siquiera lo rodeé; alguien tenía que librar ese camino y tendría que recibir un pago. No entiendo por qué el Nazareno se esfuerza por disfrazarme con gestos inexistentes que me hacen nacer otra vez.

Lo estoy siguiendo ya por dos aldeas y lo seguiría si se interna al Mar Rojo. Lo seguiría por el placer de verme cada vez que relata la historia, mejor que mis dioses. 

Me quedaré en esta ciudad, en Galilea, o donde pose los pies Él, donde me acogerán, sin chistar, los que creen que los samaritanos somos gente de bien.


viernes, 23 de septiembre de 2011 Leave a comment

Hologramas

Un Espíritu de la Muerte vigila a cada hombre que tiene pesadillas. No anuncia su presencia, se manifiesta plenamente en el sueño. Ayer por ejemplo, ella soñaba que se adentraba en una cueva con alguien que la tomaba de la mano, podría ser su madre o su padre. No lo sabe o no recuerda. El sueño era placentero porque el contacto con una mano protectora le daba calor a pesar del frío y hasta podría escuchar que las piedras hablaban y esperaba que en la oscuridad de pronto una flor se estirara y le dijera hola. Luego empieza a caer savia del techo de la cueva y embarra el piso, no se puede caminar, todo se vuelve pegajoso; tampoco puede respirar, ha soltado la mano de su protector o protectora. Entra el pánico. Dentro del sueño se revela el Espíritu de la Muerte, una evocación o concepto pero no una figura; ella no quiere despertar, mejor es no despertar, nunca dentro del sueño podría hablar con el Espíritu porque ella habría perdido la capacidad de hablar. A pesar de la racional resistencia, no puede dejar de abrir los ojos y ver al Espíritu en la esquina de la habitación en la oscuridad, envuelto de una negrura mayor que la de la noche, solo que no está muy segura de si está despierta o sigue todavía en un sueño dentro del anterior, el de la cueva. Al día siguiente no lo podrá recordar. Otro día el Espíritu de la Muerte se ha sentado en su vientre. Esa vez soñó que estaba caminando en un campo de algodón, y nuevamente no podía respirar ni hablar. Abrió los ojos de golpe porque en el sueño había caído en las profundidades de la nube de algodón, pudo observar y sentir el bulto en su vientre pero no gritó, el Espíritu recitaba versos que no lograba entender. Podría ser el Espíritu de un poeta que ha venido a visitarla, pensó de inmediato y aún así el miedo no se evapora, solo puede cogerse de la almohada y apretar los ojos hasta que el Espíritu se vaya. Aunque no lo recuerde siempre por el cansancio o la compañía en el lecho, el Espíritu la vigila, siempre.

jueves, 22 de septiembre de 2011 Leave a comment

El lado de Melanie. Benjamin


Melanie no divisó a Benjamin, amigo de infancia, en el bus uno de los fines de semana en que regresó a casa. Recuerda ese episodio porque está cambiando el forro de los álbumes de fotos. Ha comprado recién un álbum para las fotos de Walter, qué descuido. Walter ya tiene dos años pero pocas fotos. No le gusta tomarle fotos, porque cada vez que hay oportunidad, no encuentra la cámara, o no la lleva, o prefiere quedarse con la mirada fija en él; así podría pintar varias escenas porque sabe el rostro de Walter de memoria. La infancia de ella son siempre fotos colectivas, abrazada con niñas, o sino con algún disfraz, acompañada de otros niños, en una fiesta alrededor de una gran mesa de cumpleaños, o jugando en el parque, circunstanciales, sin pose. Hay algunas fotos que John no ha visto, que ella ha decidido no enseñar. Entre esas fotos están varias de ella de adolescente, con faldas altas y mucho maquillaje, peinados horribles y las de la universidad, su peor época, el rostro demacrado siempre, pero también con novios o en fiestas, que prefiere que John no vea y no sepa. Piensa que igual John debe guardar muchas fotos que no quiere que ella vea. Es mi vida solo lo que tú ves, le advirtió. Por eso había venido hasta Australia, adiós al clan inicial que aún la saluda por cumpleaños, y de sus padres que, se encuentran bien pero que solo han visto al nieto una sola vez. 

Reconoce su foto con Benjamin, sentados un muro, con una sonrisa adolescente. Esa foto la debió tomar su prima Elsie, porque solía ella acompañarla al mar; sus padres no querían los dos enamorados vayan solos, todo eso en el último año de colegio de Elsie y Benjamin. Reconoce a Benjamin en la foto, se ve más moreno de lo que recuerda, debe ser por el sol. No es que podría decir cómo es él. Difícilmente describiría cómo lucía ese sábado en que lo vio en el bus.
Se alegraba cada vez que regresaba a casa y tenía esperanza de dejar la vida en Ciudad del Cabo y ser como su madre o su padre porque nunca había pedido más felicidad que la que George podría ofrecerle. Llevaba ya dos años en la universidad y se había tomado muy en serio el teatro, su única satisfacción. Benjamin fue quien la tomó de la muñeca mientras ella pasaba por el corredor hacia algún asiento vacío del lado de la ventana. 
--¡Melanie!, le dijo.
Ella volteó rápido.
--Soy yo, Benjamin--ella no respondió--, Benjamin, Benjamin Rott.
La repetición de su nombre, como un hechizo, tres veces, hizo que ella soltara la expresión inquisidora de su rostro, y le dijo, ¡Oh Benjamin!, y se sentó a su lado de inmediato.

Benjamin en ese entonces solo estaba de pasada en George; había venido porque su padre estaba muy enfermo. Vino desde Londres a ver a toda su familia, llevaba tres años de ausencia. Si sus padres no le hubiesen insistido tanto en ir a la universidad, Melanie habría ido a Londres también porque era leyenda en el grupo de amigos del barrio que Benjamin llevaba una buena vida en Londres. No habría ido por seguirlo sino por estar con él. Son dos cosas distintas, siempre lo creyó; sintió por él un profundo afecto que a veces la juventud transforma en sentimientos primarios y confunde con pasión. Benjamin se graduó cuatro años antes pero no quiso estudiar en la universidad. Había pensado desde muy joven en dedicarse a la música. Lo intentó, Melanie admiró por mucho tiempo, su tenacidad, el lío con las partituras, pero por alguna razón Benjamin se fue desentendiendo de la interpretación. Melanie, en realidad, había admirado en un tiempo, todo de Benjamin, solo que él nunca se detuvo en ella, sino en Elsie y en otras chicas que pululaban alrededor y luego cuando partió a Londres, dejó de verlo pero por alguna razón, y a pesar de todos los hombres que había creído amar, siempre lo recordaba como un asunto pendiente y ese era un pensamiento malsano que opacaba su vida.
Benjamin empezó la conversación sin creatividad, parecía uno de esos tipos que se enorgullecen todo el tiempo de sus decisiones que creen, son más audaces que las de su generación. Comenzó diciendo que usualmente dedicaba su tiempo en su trabajo en una productora independiente de Londres a la que llegó por un tío también aficionado a la música. Ayudaba con la producción sobre todo de jingles. La productora sobrevivía de los jingles pero auspiciaba a otras bandas cuyos nombres Melanie ha desechado por poco importantes. Cuando sucedía eventos importantes, Benjamin era corresponsal de la revista Rolling Stone aunque él le afirmó que no era para tanto. En realidad, por su cercanía con el movimiento no comercial, se había contactado con la revista para reseñar algunos nuevos lanzamientos de grupos vinculados a su productora. Una basura, el ambiente, le dice Benjamin para calmar su emoción; los críticos usualmente se habían ensañado con las buenas bandas y es que en realidad es el fin, Melanie, la música disco ha arruinado todo. El bus había llegado ya al lugar donde debían bajar, porque vivían cerca, pero eran las seis de la tarde, siguieron conversando. Ninguno quería llegar a casa todavía, querían seguir conversando en el bus. Melanie esperaba que Benjamin le dijera cuánto había cambiado o cómo parecía más guapa que antes. Pero sus comentarios solo tuvieron otro tono cuando con una voz muy grave dijo que enorgullecía de ser el único corresponsal de los Talking Heads para la revista cuando el grupo iba a Londres. Demonios, los Talking Heads. Melanie había escuchado un disco que le prestó una amiga, pero no le gustó. Solo le había gustado la canción de Al Green que habían versionado los Talking Heads y que primero escuchó en la radio. Es que la canción se llamaba Take me to the river y había un momento impresionante en que David Byrne con una voz muy provocadora pide que lo lleven al río para que laven su alma. 
--Mi vida se alterna entre la productora y la revista y una chica con la que pienso comprometerme, Chloe, dijo Benjamin con un tono algo altanero.
--Qué interesante, le dice Melanie inexpresiva. Una chica, ya lo habría previsto.

Melanie quería que Benjamin se detuviera con toda esa explicación sobre su prometida y que luego se trasladó hacia la diferencia entre el espíritu del Talking Heads antes y después de la entrada de este tipo, Brian Eno y la llevara al río para que lave su alma, porque en ese momento en que Benjamin le comentaba cómo le iba con la productora y su vida amorosa, ella no quería interrumpir porque le agradaba más así, hipnotizado por sí mismo, con voz grave; entonces se vio a sí misma, como otras tantas veces, en esta imagen que aparecía sobre todo en su adolescencia y que quizá por eso se había enraizado tanto en ella y le había hecho tanto daño: en un volkswagen escuchando Take me to the river, con Benjamin en el timón y los dos sin decir nada, mudos, solo escuchando la música y era la felicidad absoluta: four-letter-word, ensimismados en sí y en el río al que estaban yendo, seguramente. 

--En los metros subterráneos --por alguna razón, Benjamin, de súbito, cambió de tema y no alteró para nada la mirada de Melanie, concentrada en él--uno podría hasta matar a alguien y nadie se daría cuenta.  Se rió un poco. Hay horas en que puede haber uno, dos pasajeros, como ahora nosotros--y miró alrededor--. Eran los únicos pasajeros y la noche caía con fuerza. 
Melanie asentía con la cabeza, no escuchaba o pensaba en que este no era un carruaje con cortinas y que todos podrían ver lo que ellos hicieran o no hicieran en el bus, que no habría mano femenina enguantada que cierre las cortinas con discreción y vuelva el carruaje hermético que hasta los separe del conductor, sobre todo de la calle. Solo se da cuenta de que tendría que decir algo.
--Es muy interesante todo lo que me cuentas, haces tanto, yo en cambio, me aburro mucho en la universidad, es decir, me interesan algunos cursos pero no es el ambiente adecuado. Estoy haciendo algo de teatro, pero no es la gran cosa, me pregunto qué sería de nosotros si es que hubiésemos nacido un año antes o después, no me refiero solo a ti o a mí sino al resto, incluso mis padres. --Definitivamente no estaba siendo coherente--Quiero decir, el mínimo movimiento hubiera alterado el giro del mundo, o una nota o un abrazo. Benjamin, --giró hacia él--hace tiempo imaginé que ambos íbamos en un auto, no te podría decir cuándo ni cómo empezó esa imagen a alterar mi imaginación pero eras tú y siempre de acuerdo a la época, escuchamos canciones distintas, juntos en el auto y no decimos nada. Supongo que eso es bueno, encontrar una persona con la que puedes escuchar una canción en silencio y no pasa nada, claro que no es la realidad, si yo me callo, tú de pronto hablas porque hay que llenar el silencio, en cambio en la imagen del auto, estamos en silencio y todo está bien.
Se detuvo porque él la miraba con una sonrisa patronal, como las que dan los psicólogos a los pacientes. 
--Solo eso te quería decir antes de bajarme, porque ya tengo que llegar a casa. 
Melanie se paró porque pensó que había dado el discurso más estúpido; en las películas las mejores amigas siempre dan discursos estúpidos a sus mejores amigos, nunca pensó que fuera real pero lo fue. Solo pudo pararse y decirle al conductor que se detenga. Benjamin ni trató de detenerla, solo la llamó pero no se paró, porque se había equivocado con Melanie, ni siquiera debió llamarla, la pobre estaba sin norte. Ni Melanie podría explicarse bien ni él entendería.

Si recordara con absoluto detalle, Melanie concluiría que su discurso develaría decepción y esperanza a la vez. Pero no recuerda al detalle la conversación y solo tiene la imagen de sí misma totalmente avergonzada; para evitar a Benjamin, regresa esa noche a Ciudad del Cabo con el pretexto del extravío de unos documentos. Allí se queda hasta el miércoles en que su hermana le dice que Benjamin ya partió hacia Londres, donde los jingles, las giras de los Talking Heads y donde Chloe y que no la llamaría porque a pesar de que él ha intentado buscarla, aunque solo una vez, ella ya no quisiera hablar con él: la imagen del auto se ha desvanecido y la ha reemplazado otra contundente, están juntos, Benjamin y ella en un bus, no escuchando sino devanando las circunstancias de los Talking Heads y nada está bien, ni el silencio es silencio ni las palabras sirven. 

miércoles, 21 de septiembre de 2011 2 Comments

Carta de Melanie a Ícaro. 2000. La caída


Mi muy querido Ícaro:

Poco o nada sé, entre otras cosas que nunca podré descifrar, de los traslados de los objetos del universo, sean objetos celestes u objetos palpitantes como nosotros, los animales y las plantas, o el Espíritu que alienta los vientos. Me arrepiento de haber desechado de mi memoria lo que aprendí de física, porque podría contestar mejor tus preguntas sobre el ascenso. Quisiera barajar fórmulas fácticas por qué el descenso puede ser mejor que el ascenso, por qué la caída no es necesariamente un paso, el tránsito hacia el ascenso sino el fin mismo. He sido testigo de eventos realmente sorprendentes sobre el ascenso: hay algunas plantas cuyo máximo sueño es alcanzar el sol; es más mi experiencia se ha nutrido de admiración ante los tallos que se estiran en busca de luz. También nosotros pensamos majestuosas a las aves, en más casos que a los seres terrestres. Aladas palabras, decía Homero. Un cóndor, un águila, un cuervo, un búho susurran a los dioses allá arriba, mientras sus crías en los nidos tienen que aprender a ser aves de verdad para ascender. Se me ocurre solo un hombre que sí ascendió y con testigos, Jesús de Nazaret. Eliseo, quien tampoco murió, ascendió con carros de fuego y eso es trampa. Pensamos en ascender solos, suspendidos solamente por nuestro Espíritu, insuflados por los astros. En tu última carta me hablaste de las cartas paulinas y del amor, del torrente de agua viva, ascender, el agua asciende invisible, en forma de vapor. Podría hacer otra enumeración de caídos inmortales, pero ahora quisiera solamente detenerme en el hijo de Dédalo que se convirtió en torrente de agua viva. 


La muerte de un hijo es la mayor tragedia que ha fraguado el mundo contra los padres. Así siente Dédalo, honduras abismales, cuando observa a Ícaro en el mar, ahogado por la miel derretida. Aparece esa escena en la mente y podría negar todo lo que quisiera plantearte en esta carta: sagrado es el dolor de los padres. A pesar de ello, tendremos que conservar el sacrificio de Dédalo por la imagen dolorosa pero también bella que nos ha legado la caída de su único hijo y por qué Ícaro ronda todavía entre nosotros y no afirma, sino niega lo que dicen los mercachifles, que estamos presenciando el fin de todo. Nuestra historia se ha compuesto de la repetición continua del episodio de Ícaro; una sucesión de caídas o la caída nos recuerda siempre el por qué de nuestro ombligo. 
Ha habido mucho asombro pero también verdades alrededor del joven Ícaro. El Ícaro de Brueghel es un joven que se está ahogando mientras que el mundo ni nota su fracaso. El chapoteo puede llamar la atención de turistas curiosos. Nadie del paisaje imagina las horas que pasó Dédalo preparando las alas con miel, inyectando esperanza en cada pluma que embadurnaba y con amor colocaba sobre el armazón que homenajea a los dueños del viento. Nadie alrededor se detiene tampoco a imaginar el éxtasis de Ícaro en minúsculos fragmentos del tiempo cuando tuvo la certeza de alcanzar el sol; tampoco cuando sintió que la muerte cubrió sus ojos y se despidió de su padre. Todos se enfrascan en sus terrosos ascensos. Auden lo explica de forma exacta y da alguna lección: In Breughel's Icarus, for instance: how everything turns away/Quite leisurely from the disaster; the ploughman may/Have heard the splash, the forsaken cry,/But for him it was not an important failure; the sun shone/As it had to on the white legs disappearing into the green/Water; and the expensive delicate ship that must have seen/ Something amazing, a boy falling out of the sky,/had somewhere to get to and sailed calmly on. Intuyo que ya sabes la lección de Auden, eres muy perspicaz. Podrías descubrir, si lees todo el poema, que estoy forzando el sentido total de Musée des Beaux-Arts. A Auden le obsesiona la indiferencia del mundo ante la búsqueda artística, de cómo todo parece (solo parece) funcionar según otras leyes que no son las del arte, sino de las necesidades inmediatas. Yo solo podría glosar algunos versos y decir que la caída impacta en el poeta porque se trata de un espectáculo aunque triste, bello, porque se ha identificado plenamente con Ícaro; ese brillo del corazón de Ícaro ve Auden y también lo puede ver Matisse, porque la caída es el desastre sí, pero es un desastre motivado por un anhelo imposible. El Ícaro de Auden es una analogía de la búsqueda de la belleza, el artista cae ante la mirada indiferente del mundo; su caída es el fin útimo. No podría dar nombre a ese anhelo o a ese fin último porque lo que se siente tantas veces no se puede decir ni escuchar. Matisse apunta un rojo intenso en medio del cuerpo negro de Ícaro, eso podría ser. 

Respiro un rato, dejo de lado a Ícaro y moviéndome por otras latitudes, noto la ironía en el hecho de que un animal rastrero, una serpiente, nos ofreció la oportunidad de ser alados, pero no para ascender, sino para caer. Una de las tantas lecciones importantes de la historia de la serpiente es que hay que despeñarse para conocer (la belleza). 

Espero no haberte aburrido con tanta cita. Disculpa que no haya argumentos, si enseñas esto a tu amigo Nechaev no podrá objetar nada, mi carta no es ni verdadera ni falsa. Si se burla no me importa si sabe responder con algún sentimiento. Tú no podrías estar de acuerdo conmigo pero me darás tu complicidad. Me detendré esta semana en el estudio de la física, en algo ha de ayudarme.


Te quiere,


Melanie 

domingo, 18 de septiembre de 2011 Leave a comment

12 de enero. Todesfuge 0


Estoy en Australia. Tengo en mi poder el dinero que dejó encargado Héctor para mí y para mi hermano. La madre de Hector sí dispuso de su dinero y espero que no se le ocurra dar parte a la policía de la existencia de miles de dólares demás en su cuenta. Fui precavida y el depósito se lo hice en pocos montos a lo largo de un mes. Mi hermano no recibió su parte del trato; tampoco había forma de que se enterara. Necesitaba ese dinero para los pasajes y una pequeña bolsa de viaje. En un primer momento pudo parecer un robo, yo lo veo como una necesidad. Escogí Australia porque es lo más lejano en mi cartografía mental, tan lejos como el Polo Norte o la estrella del amanecer y porque encontré una oportunidad de empleo. Sin empleo, el vagabundeo se convierte en una afición temporal que puede terminar en la inanición. Aspiro a ser un gran vagabundo, pero los sueños del vagabundeo no tiene sentido, nuevamente, si no me alimento, si no vivo para ser un vagabundo. Para ello, mientras todavía seguía en el pueblo de mi abuela, pensé en diversas soluciones, que se concretó en una llamada, un correo electrónico de una agencia de empleo. Dejé estos cuadernos en blanco porque para qué seguir escribiendo si yo escribía la historia en tiempo real, con voracidad; no desperdicié ningún minuto, me lancé al llamado del azar. 
Logré terminar la biografía de Misterio y noté que le faltaba realidad y densidad. No es verosímil y es de valientes aceptar el fracaso. No lo descartaré sin embargo, la llevaré conmigo por si necesita ser contada en otra latitud y época. La lectura de una hermosa novela peruana ha arruinado mi visión objetiva de la naturaleza y ha desnudado mi falta de sensibilidad, un verso de Ted Hughes de una antología que siempre cargo, ha banalizado todo intento posterior de querer ser un murciélago, o un oso o un caballo.  

Dejé a la abuela un sábado en la noche y demostramos ambas bastante congoja. Nos tomamos de los brazos pero no lloré ni ella tampoco. Mi equipaje se componía solamente de una mochila y un paquete de mano, regalos para mis padres de la abuela. Cortesía familiar otra vez. Al llegar a casa, todo siguió el funcionamiento del automatismo, solo que me dio gusto sentir el olor de mi infancia. Martín me esperó en el terminal de bus con Deborah, un poco gestada porque finalmente no la llamé; ya hablaría con ella, me interesaba el futuro. Tenía la certeza de que ha visto que sucederá algo malo, por eso la gravedad de su ceño. Tendríamos que esperar a estar solas, pero esa situación nunca llegó. Apenas llegué a Lima, me encontré envuelta en el vértigo del smog, en el tránsito de la salida, los trámites de rigor para irme, el abrazo de mi hermano. 

Y acá me detengo.

No me resulta simpático recordar Lima hoy y peor aún, el olor de mi almohada y de la humedad de mi casa. Quisiera regresar también al silencio de la casa de la abuela, quisiera saber si algún día volveré o tendré que conformarme con recordar el crujido de mis pasos en el piso de madera de la sala. Si sigo escribiendo seguiré evocando los pasos que he dejado. Y estoy ya en Australia. 

sábado, 17 de septiembre de 2011 Leave a comment

El lado de Melanie: Epifanía


Una mañana Melanie pasó frente a un escaparate y se detuvo. Siempre toma esa ruta para dejar a Walter en el colegio. Va por la calle principal de la ciudad pero por el corredor derecho, por las tiendas de ropa y antigüedades. Al frente están los restaurantes, cines, librerías y demás. Del colegio a la casa separan unos diez minutos caminando con Walter, cinco si va sola. En el camino de ida, casi a las nueve de la mañana, Walter no le dice nada en el trayecto. Camina lento y con las justas le sujeta la mano. En la otra mano lleva su pequeño maletín con sus cosas. Está todavía adormecido y la leche caliente de la mañana empeora su humor. Llegan al colegio justo a tiempo y todos los niños dejan a sus padres, se congregan en la puerta donde los recibe una mujer mayor con un mandil celeste; la mayoría llega en autos pero ella aprovecha que el sol todavía sale marzo, antes de abril, el mes más frío; entonces ya no podrán ir de vuelta caminando porque Walter tiende a enfermarse. Se despide de su hijo pero este antes le dice que ahora no se olvide de las flores. 
Regresa sola siempre por la misma ruta. Piensa que necesita tener todo limpio hoy, luego del trabajo, porque mañana se reunirían algunos amigos por el cumpleaños de su esposo--no es una fiesta, se decía --y sí, necesitará comprar flores para adornar la mesa. En la última reunión, su cumpleaños, escuchó las quejas de sus amigas, que le reprochaban la ausencia de flores en la mesa: falta de delicadeza de la anfitriona. No le importan mucho sus amigas, siempre extranjeras para ella, en realidad siente no procesar los reproches de verdad, sería mejor persona, pero estaban Walter y John, su esposo, que escuchan siempre los consejos sobre las flores.
  
Siempre pasa por un escaparte amplio; una tienda de ropa para hombres. No le llama la atención ni voltea, usualmente mira la vereda; en algunas ocasiones avista por el rabillo del ojo el desdoble de su figura ante los espejos del escaparate. El año anterior había entrado dos veces para comprar unos pañuelos para su suegro y cuñado por sus cumpleaños. Usualmente hay dos jóvenes que atienden y los ve parados en la puerta cuando no hay clientes. A veces saludan y ella responde, a veces no saludan y ella no dice nada. El sol de ese día había madrugado a las nubes y ya calentaba la vereda estrecha, por el lado por el que iba ella; molestó a sus ojos el fulgor de un rayo de luz que rebotaba del vitral de la iglesia, que quedaba en la calle de la espalda pero cuya torre sobresalía a los pequeños establecimientos de dos pisos que dominaban la avenida principal; de alguna forma, el fulgor la obligó a voltear hacia el escaparate. Se detuvo porque se enfrentó a su reflejo completo, de pie. En casa no tenía un espejo largo, no se había interesado por los espejos largos nunca, los creyó antiestéticos. Ahora veía su reflejo completo. Se había puesto unas zapatillas chinas planas, que siempre usaba cuando no caminaba más de tres cuadras, sin medias; un vestido marrón de paño, un jersey verde largo, que le llegaba hasta las rodillas y un gorro beige para protegerse del sol. Se había amarrado el cabello en un moño casi a la altura de las orejas pero no se notaba por el gorro. No se había maquillado; ante la visión, se desentendió de su cuerpo y creyó ver a otra persona. Tampoco podría describir su rostro, lo veía solamente como una masa rodeada de un gorro beige. Se desentendía de ella, pero notaba las arrugas. No tenía tantas, pero las tenía, habían ido apareciendo poco a poco, se había acostumbrado a ellas; si no tuviera fotos de juventud, no podría decir cómo era antes, como no puede decir tampoco ante su repentino reflejo, cómo es ahora. 
Recordó en el preciso instante en que hubo esa división entre ella y su reflejo, un verso importante que leyó recién en la universidad: Nel mezzo dil cammin di nostra vita. Treinta y cinco años tenía Dante entonces y dijo: en la mitad del camino de la vida. Le parecía a los veintitrés lejanos los treinta y cinco o la edad de Jesús, treinta y tres, siempre Jesús tendrá treinta y tres, ella solo lo tuvo una vez y lo recuerda como un episodio clave, el nacimiento de Walter. ¿Ese era el límite del camino que nos permite el cuerpo? Cuando las hojas de una planta se secan, hay que podarlas. Solo así crecen hojas verdes. De su cuerpo había brotado Walter, un árbol de extremidades firmes; el cuerpo de ella ha sufrido una poda para su nacimiento, es natural y necesario, es ley. Y sin embargo, sufre porque su reflejo es una predicción, una advertencia súbita de todo esto, de su desrealización, de la desaparición de su cuerpo, de la tienda, la vereda, la iglesia, el vitral e incluso no sabe, el sol: no habrá memoria de ella ni de Walter, ni de las personas que vendrán ni las que hace cientos de años han caminado por estos lugares, aborígenes o primeros colonos, abuelos de John, no los suyos, animales, y plantas que no saben de la tierra prometida, todos ellos que son ahora polvo y parte del paisaje. Extiende su pesar a todos los elementos del suelo y del aire para consolarse, porque ella es quien no reconoce ese cuerpo avejentado, ella es la afectada por las arrugas, sus minuteros, y le dicen: la mitad del camino de la vida. A fuerza de mirarse tanto, comienza a reconocerse porque el parpadeo de la imagen repite el ritmo del suyo. Ve por fin que detrás de las vitrinas hay maniquíes enternados. Quizá nunca se recupere del todo de su propia vista, o sí. Entra a la cafetería donde usualmente desayuna y se sienta en una mesa redonda que está debajo de las luces que, aunque de día, siempre están prendidas. Pide una taza de café y un pan de anís. Le traen primero el café y mira hacia la calle. La gente transita mucho de día, no se había dado cuenta. Piensa que Walter nació centenario, tiene sus años y los de John, así como ella tuvo los de sus padres y quizá abuelos o los de Dante y Cristo también, por eso tantas arrugas, se dice, mientras sus dedos tocan una melodía en la mesa al ritmo de los pensamientos. Quisiera, para olvidarse de todo esto, ir a comprar de una vez las flores que aunque cortadas y lejos de la tierra, parecerán vivas mañana en su mesa. 


jueves, 15 de septiembre de 2011 Leave a comment

Respuesta de Melanie de febrero de 1995. Los dedos o la falta de imaginación


Mi querido Alfred:

Estamos como ciegos, nos zambullimos en claves que apenas conocemos. Nos debe importar: la vida y su modo de uso, la vida de verdad, es decir tu corazón que se retorcía cuando yo aparecía y el mío que anhela estar de vuelta. Háblame en clave Allegro de Mondschein, te acepto incluso la alegría de Blue Moon of Kentucky, pero no quiero signos contaminados de historia, ¡la música, Alfred!. Estoy en Cape Town y nunca jamás vendrás y por eso no te espero, mi tristeza se agudiza, y ya puedes mostrarme lo peor de ti pero no de otros tíos alucinados que ya están muertos. Tu rollo de la 'patafísica es predecible e infantil, pero la entiendo, me encuentro en ella porque tú crees en ella. Yo también quiero algo que dé forma al miedo, sobre todo nuestro miedo...no tenemos cómo defendernos, nuestra poca imaginación tiene la culpa. Siento ser dura con nosotros mi Alfred, pero es así, nuestra imaginación ya está seca. Perec no se tragó todo ese adefesio de la 'patafísica, se juntó con ellos porque nadie más podía ser amigo de él, un tipo que no sabía amarrarse los zapatos y que trataba de ronronear en sus ratos libres, ¿quiénes más que un grupo de lunáticos podría ser gentil con él? 

No hay nada más cartesiano que Perec, mi Alfred, nada más preciso y realista hasta lo enfermizo; ni siquiera se interesa por la alegoría. No y no. No es que me haya quedado dormida en el bus porque no entendía sino que estaba aburrida. Gracias por señalar que necesitamos un camino de vuelta, esta vez no lo he necesitado, he entendido bien que siempre te gustaron las fotos, sobre todo con leyendas, pero ¿qué haces analizando el muñeco del Sgt. Pepper's? Si quieres ver portadas de discos piensa en los dedos inexistentes de la portada del Sticky Fingers, ¡esa es portada!, ¿dónde están los dedos? Metidos. Pero, ¿qué tocan? ¿qué es más sucio, esos dedos o los dedos de un estudio de Durero?

Mándame versos sufridos de Emily Dickinson y de John Donne.

Te quiere, tu Lady Macbeth, tu Bosie, tu Catherine Earnshaw, tu Bartleby.

Melanie

martes, 13 de septiembre de 2011 Leave a comment

Carta de Alfred de diciembre del 1994. dadá el pop icon.

                                                         

Querida Melanie:

Espero que estés bien. Me pedías que te explique eso de la patafísica para que quede en un registro porque la última vez que conversamos te quedaste dormida en el bus. 

Tengo que explicarte desde un comienzo para que se entienda cuál es el camino de ida por si se requiere uno de vuelta. Espero no te moleste leer cartas largas.

Eso de la patafísica empezó cuando vi en un libro un cuadro de una reunión de poetas surrealistas con leyenda incluida. Debía haber salido un tal Dadá, figuraban Éluard, Breton, Tzara, Ball, pero nunca llegué a encontrar al tal Dadá. Donde debió aparecer Dadá, número 17 de la leyenda, había un muñeco parecido al muñeco de la portada del Sgt. Pepper’s, no sé si te has dado cuenta: está echado aburrido y tiene un polo a rayas que dice The Rolling Stones. Para mí que se inspiraron en ese cuadro de Dadá. 

Ya antes me había familiarizado con la palabra dadaísta que también la relacionaban a los surrealistas. Claro, y los surrealistas siempre hablaban de un tal Dadá. Pues bien, luego caí en la cuenta de que el tal Dadá no era alguna persona o personaje, sino solo un ente, un imaginary icon. Desde allí siempre me llamaron la atención los dadaístas, quizá porque también admiraban a Rimbaud y claro, por su genial irrealidad. Pasó el tiempo y leí una novela de Georges Pérec, un texto indigerible que se llamaba La disparition, nunca la terminé porque a todas las palabras de la novela les faltaba la e y para mi humilde cerebro adiestrado a la lectura difícil solo en castellano eso era demasiado. Georges Pérec pertenecía a un grupo L'Oulipo, Ouvrier de Littérature Potentiel; su principal preocupación eran las posibilidades extremas del lenguaje, querían sacarle el demonio a las palabras. 

Me agradó demasiado Georges Pérec de quien luego me enteré pertenecía al Collège de Pataphysique, no Metaphysique sino ‘Pataphysique. Y allí comenzó todo. 

La ‘patafísica es una ciencia que va más allá de la ciencia, es una disciplina un poco paródica de la realidad, que busca soluciones extrañas para problemas particulares: la ‘patafísica es la ciencia de las excepciones. Las soluciones que generalmente busca la ‘patafísica son imaginarias, no prácticas, porque de eso se encarga la ciencia tal y como todos la conocemos. 

Esta disciplina la inventó Alfred Jarry, creador del tan odiado, querido y desconocido Ubu Roi, quien dejó todo lo que se debe saber sobre ‘patafísica en un libro medio extraño que se llama Gestos y opiniones del Doctor Faustroll, supuesto inventor de la ‘patafísica, libro que recién estoy leyendo, después de haber vivido 16 años en un mundo determinado por un materialismo escalofriante. 

Lo interesante que voy descubriendo de la ‘patafísica es la perspectiva. Una perspectiva práctica nos da nociones que pretenden ser reales y son perceptibles (solo por los sentidos) de lo que nos rodea. La ‘patafísica en cambio cree en soluciones que no se ajustan necesariamente a un orden lógico de las cosas. Ejemplo de un problema te pongo este párrafo del libro del Docteur Faustroll: 

Pourquoi chacun affirme-t-il que la forme d’une montre est ronde, ce qui est manifestement faux, puisqu’on lui voit de profil une figure rectangulaire étroite, elliptique de trois quarts, et pourquoi diable n’a-t-on noté sa forme qu’au moment où l’on regarde l’heure? Peut-être sous le prétexte de l’utile. 

Te lo traduzco: ¿Por qué todos afirman que la forma de un reloj es redonda, si es evidentemente falso; si lo colocamos de perfil, veremos una figura rectangular recta, elíptica de tres cuartos, y además, por qué demonios no notamos su forma en el momento en que miramos la hora? Puede ser bajo el pretexto de lo útil.

No es buscarle cien pies al gato, sino que la inducción necesariamente no va a ser la solución. Dicen que Jarry se adelantó en este aspecto a Heidegger, para quien los sentidos eran una estafa total, yo también lo creo. Lo interesante de la ‘patafísica es que se puede fabular con eso, sobre la explicación exceptuada a las cosas. 

Con cariño, 

Alfred.


lunes, 12 de septiembre de 2011 2 Comments

El lado de Misterio: Allegro con brio

The bear is a river
Ted Hughes

Misterio algún día tocará su último movimiento. Pude ver la primera luz de su vida, pero difícilmente lograré saber su ceguera final. Presiento, sin embargo, que no ha de existir tal cosa, sino más bien imagino que algún día, que no será el último, habrá de despertarse entre los suyos, quizá al lado de su madre que aún permanece, otros tantos hermanos, quizá hijos o yeguas que lo acompañaron en los días de feroces deseos, pero todos ellos similares a él por su velocidad aunada a la fuerza y brío, por la pezuña sin dedos, por la dentadura desafiante y por los ojos avellanados, como el plenilunio, que se desesperan con el roce de las hojas. Se despertará y encontrará la caballeriza abierta, porque lo han olvidado otra vez, como tantas otras veces, incontables veces, los hombres torpes. Saldrá todavía cuando la neblina no se haya disipado y aparecerá como una cortina en el horizonte, semejante al fondo del mar. En la humedad se hallará en su elemento (el suelo tantas veces frenó su bravura) y tratará de descender, por fin, hacia las profundidades; no necesita muchos trotes para que unos gorjeos de las piedras le anuncien la presencia del río. Saludará la velocidad del flujo del agua que lo encandila más y más, porque es necesario saludar al que siempre fue su mejor contendor. Tiempo de lluvia y festín, ancho caudal. Seguirá la corriente por la ribera y tratará de aventajar al caudal, como lo intentó alguna vez, a las fuerzas que nadan en el agua del río, y cree lograrlo, cree lograrlo. Su cuerpo exhala vapor, pero de un momento a otro el oxígeno se vuelve intolerable y poco a poco se irá acercando a la orilla del río; necesitará respirar agua. Sus cascos irán destruyendo las pequeñas redes de algas que se aferran a las piedras redondas. Se internará poco a poco al caudal; en un momento, solo veremos su cabeza de crines onduladas que pugnará por dar el decisivo zambullido. Desaparecerá su cuerpo, como lo conocíamos, en la ferocidad del río. Estará corriendo en las profundidades, levantando polvillo que se irá disolviendo al golpe de los cascos, acompañando a las fuerzas del caudal, que aún permanecen invisibles por la velocidad. Galopará en el fondo con los ojos abiertos, no intentará mirar hacia arriba porque ya no lo necesita, se siente correr en el cielo, y solo verá pulular alrededor pequeños microorganismos eternos que aplaudirán su brío, lo envolverán y se contagiarán de su velocidad, ellos, que en otro momento fueron como él, caballos que en un amanecer decidieron ser ríos. 

domingo, 11 de septiembre de 2011 Leave a comment

El lado de Misterio: presto


El año de vida cuatro de los caballos es especial. Ya los han acostumbrado a la silla, al peso sobre el lomo, a las rutinas del servilismo. A los cuatro años (o quizá antes, el dueño no tenía apuros), se supone que Misterio ya tendría que estar listo para asirse la montura y para ser extensión de los hombres que lo vieron crecer; los convertiría en centauros. Misterio soporta la montura porque sabe que quizá puede recorrer más caminos y hasta galopar si es que el cuidador o el dueño o su hijo desean aventurarse al viento. La rutina se centra sobre todo en el hijo, que utiliza los caballos para trasladarse de pueblo en pueblo. Regresan de un trayecto de ocho kilómetros, usualmente tres veces por semana e inmediatamente abreva cerca o en baldes enmohecidos. Pero un día de esos, cerca de su aniversario número cuatro; febrero de hace pocos años, dejaron a Misterio afuera por un error casi cotidiano. Lo dejaron abrevando en la acequia y no lo hicieron retornar a la caballeriza; ese día se celebraría la cruz en el pueblo y había apuro y olvido de todos. 

Misterio, obligado por la costumbre, regresa a la caballeriza y la encuentra cerrada. Se para al lado de los nuevos eucaliptos que han sembrado para que la tierra no se erosione. Solo mira atento el movimiento de las ramas y teme que dormirá, como en otras pocas ocasiones, en la intemperie ese día. La noche se torna azul del todo e intenta dormir. Ya había cerrado los ojos cuando sintió un roce puntiagudo en el hocico; los insectos se posan con descaro en la pelambre y tratan de sacar provecho, pero esta era una polilla. La polilla extiende sus alas y las guarda y despliega repetidas veces, movimiento similar realizan las mariposas sobre las flores de las que se alimentan. Misterio se asusta, relincha y golpea la tierra con sus cascos. Pero la polilla sigue allí y muestra, aunque Misterio no lo descifra bien, una calavera negra en sus alas cenizas. Después de esta descarada muestra de valentía, voltea hacia el caballo y destapa sus ojos, de un negro infinito, que llevan a Misterio al borde de los nervios y lo obliga trotar hacia el bosque de eucaliptos con tal de zafarse del insecto. Ya internado en la oscuridad, la polilla por fin se ha ido. 

Misterio descubre que se ha adentrado a un lugar desconocido y le penetra el olor a madera fría y picante; no siente olores familiares ni ve caminos por los que antes ha transitado; trata de hallar un trecho conocido y solo logra adentrarse más, quizá con un afán de desorientarse más. La noche lo cubre del todo y no puede ver. Sigue avanzando, casi en la desesperación de hallarse sin rumbo y nota con dificultad una luz plateada que se mueve entrecortada por los troncos del horizonte que estorban la vista. Por curiosidad o instinto de conservación, Misterio quiere aproximarse a esa luz. Se trata de acercar y la luz aparece y se desvanece de acuerdo al follaje del bosque y la disposición de los troncos delgados de los eucaliptos. Calma y luminosa, como una torre a la luna, el cuerno tan claro, dice Rilke. El cuerno, ve Misterio, un cuerno, y no logra saber qué es aquello que ha visto de lejos, como un chispazo; esta visión lo altera y se concreta en él una potencia: la de galopar. La luz ya ha desaparecido pero Misterio galopa y sale del bosque casi en una disposición bélica, por la potencia y la agitación; llega a una quebrada, solo quiere avanzar, desciende con cuidado hacia el río por un camino plagado de tallos largos y delgados, quebradizos, que nunca había sentido. Sigue hacia el Norte, por el río; las horas que sigue, descansa de rato en rato, parado, porque tiene que estar alerta; se va formando un cañón de mediana dimensión mientras avanza y a veces Misterio alza sus crines al ver que se ha sumergido a cierta profundidad, los suyos probablemente están arriba. Si ha desgastado horas, no lo sabe, solo puede dar cuenta de la ausencia o presencia de la luz, de su sueño, su cansancio, las ganas de defecar o el hambre que aplaca con algunas hierbas ribereñas; así, aunque recordaba a su manada con minucia, podría decir que ya no estaban juntos varios amaneceres. 

En un algún momento de las horas, ve que se aproxima a lo lejos una figura parda, cuyos nervios se sobresaltan cuando nota que él se encuentra a poca distancia suya. Viene de lo que parece un camino improbable, un pequeño descenso del ala derecha del cañón. La figura parda era otro caballo más grande que él, que era pequeño para su edad; de crines negras y fortaleza muscular. Se acercaron y cumplieron el rito de reconocerse mediante el olfato, tránsito elemental, antes de que sin darse cuenta, los dos emprendieran juntos el camino hacia el Norte. Era dócil este compañero, asustadizo, más que él, y acostumbrado por lo visto a la vida en manada. ¿Habría llegado a la ribera asustado por una polilla? A Misterio no le molestaba la presencia del pardo, que tenía el paso más seguro entre las piedras ovaladas de la ribera, que al contacto con los herrajes de metal, parecían traicionar el equilibrio. Sabía que era como él, no solo porque su cuerpo despedía una señal de reconocimiento, el olor, sino porque su marcha, sus desconfianza ante los movimientos bruscos de la naturaleza eran también los suyos y porque su corazón latía al mismo ritmo. 

Habrán visto solo un amanecer ambos caballos. Misterio ya sentía el peso de la ausencia de sus pares con los que convivió desde su nacimiento, no tendría sentido galopar solo, solo un corazón; necesitaba el latido de toda su manada. Avanzaba con desgano hasta que ambos se encontraron con un grupo de mujeres que lavaban ropa en la orilla del río. Las mujeres, al ver los caballos, y que no huían, llamaron a los hombres que reposaban sobre enormes piedras redondas y les señalaron al par. Los llamaban con silbidos pero nuestro caballo no avanzó, se quedó con los ojos plenos, de pestañas abiertas y donde el sol aparecía como un alfiler atravesado, brillante, mientras que el pardo se acercaba con miedo, sí, pero dispuesto a dejarse enlazar en algún momento en que la desconfianza se esfumara; peregrino en busca de nueva manada. 

Sintió Misterio que no habría más allá, ni horizonte de luz plateada, ni algún cuerno que le despertara en él una potencia latente en sí, el galope o la deriva. Se apresuró en regresar por el rastro de sus cascos, porque cada minuto era una ventaja sobre él y apareció una necesidad casi enfermiza por encontrar la caballeriza, por respirar la paja y el sudor de la manada; que sabría, después de pocos amaneceres, lograría volver a ver si hallaba nuevamente el olor nocturno de la madera fría y picante de los eucaliptos. 

miércoles, 7 de septiembre de 2011 Leave a comment

El lado de Misterio: allegretto


Misterio le puso su dueño porque era el más solitario de la caballeriza y el más arisco. Ya tiende a separarse de su madre, aunque en las noches aún duerme a su lado. Ha cumplido, saca la cuenta su dueño, seis meses casi; nació en febrero. 

La hora de dormir llega apenas se asoma la oscuridad, para el cuidador es un alivio, su faena termina apenas se cierra la puerta de la caballeriza. Misterio ha tenido un sueño extraño: soñó que era su cuidador. Usualmente sus sueños se concentraban en sus rutinas diarias o en los paisajes que avista en sus caminatas; siempre son diferentes porque el sol puede estar con más o menos fuerza o el cielo despejado o emblanquecido por las nubes. El sueño comenzó con él caminando erguido y paseando por el bosque de eucaliptos pero con más lentitud, como midiendo el terreno mojado y la hierba se le pegaba a sus nuevas plantas y dedos y le causaban daño. Su piel se había vuelto una lámina que se rasgaba y mostraba la sangre al más mínimo contacto. Esto impedía que pudiera caminar con soltura o que siquiera insinuara un trote. Alzó la cabeza y vio que en la copa de los árboles había una gran cantidad de bultos que se estremecían con el movimiento del cielo. Aves, pensó. Esta fugaz ocurrencia era nueva, no se había dado cuenta jamás de que las formas que lo rodeaban se relacionaran a una evocación concreta. Siguió avanzando, el paisaje se componía de un camino barroso, donde crecían sin armonía las hierbas salvajes; de pronto, sus plantas se hundieron en la suavidad del pelaje de un conejo al que cubría una capa de rocío. Yacía sin vida, sus cuencas estaban vacías. Trató, con su pie derecho, que manejaba con torpeza, de hacerlo a un lado, pero solo logró voltear el tronco y notó con sorpresa que el tórax estaba hueco y que el cuerpo no podía, de ninguna forma, sentir como él siente el aire. Otra ocurrencia amenazaba con posarse en él, el cuerpo o la muerte o las horas o el fin, pero entonces despertó.

Lo despertó la luz en sus párpados; sintió, diríamos, alegría de que aquella ocurrencia no llegara a posarse sobre él.

martes, 6 de septiembre de 2011 Leave a comment

El lado de Misterio: poco sostenuto, vivace


Al comienzo, recuerda --los caballos son los que recuerdan mejor-- es la luz, sí, pero antes que el conocer la luz, es el aire que le insufla vida, ya no es la placenta la que sostiene su hálito, el que pone en funcionamiento las poleas de sus órganos y extremidades, es el aire y lo siente ingresar por primera vez a través de sus orificios nasales y de su hocico y de pronto recibe casi con sensibilidad extrema el mundo que es ahora la caballeriza. Es incapaz, como todos los recién nacidos, de reconocer la luz, solo capta las formas que aparecen como bultos móviles que lo asustan y liberan los nervios que caracterizan no a él solamente sino a su especie, la herencia en funcionamiento. Siente cómo la capa viscosa que lo envuelve pronto se disuelve por los esfuerzos de un hocico enorme que lo masajea mientras él intenta pararse, estirar sus miembros enormes, en extremo largos, que no los siente parte de él pero que casi de manera mecánica responden a sus intentos de pararse y ser. Su cuidador, aún con las tenazas en las manos, lo observa con satisfacción y da toques en la grupa de la madre que se esfuerza por limpiar al potro. Es macho, se alegra, salió del todo blanco por el padre y también tiene su complexión ósea, lo nota por la quijada ancha y los nudillos de las rodillas. 

Se para el recién nacido. Se cae. Las patas tiemblan al tacto vertical con el suelo y no puede dar pasos. Se levanta otra vez, desencoge las patas delanteras, la derecha y luego la izquierda trasera, de alguna forma ya sabe cuál es el procedimiento del paso. Siente que es necesario, vital, pararse y trotar, pero no lo logra, el fracaso se extiende a varios minutos. Lo intenta otra vez y da algunos pasos, dos, tres, siempre temblando, avanza y retrocede; es consciente del gran bulto a su lado, cuyo olor siempre asociará al placer. Ha logrado avanzar y de pronto olvida sus ganas de trotar, lleva su hocico cada vez más cerca del bulto, ya sabe que encontrará una fuente que calmará un pedido de cuerpo, succiona la ubre de su madre y sale alimento, porque lo ingiere y le da placer y calma los miedos iniciales. Siente también el contacto con la pelambre del bulto, y termina de entender que es idéntico a él, tienen casi el mismo olor. Una vez que siente el abdomen pesado, quiere trotar otra vez. Voltea y ya no puede ver. El cuidador se ha ido y ha cerrado la caballeriza; el potro ha nacido en la noche, hoy no podrá salir al campo, se dice y se va al ver que ya puede comer. Las formas han desaparecido, solo siente el calor del bulto apelambrado que permanece a su lado y varias respiraciones. La madre al notar la oscuridad se aborrega pero el potro sigue de pie. Espera el amanecer.

A las cinco de la mañana, el cuidador abre la caballeriza. Los otros caballos al notar su presencia, golpean la paja con sus cascos y escupen aire como un graznido. La madre ya se ha levantado y el potro blanco se está alimentando nuevamente. El cuidador quita la rejilla que divide el espacio de la madre y el corredor principal de la caballeriza e intenta que salga el potrillo, quiere ver si ha nacido del todo sano. Hace un sonido con sus dientes y lengua, como un silbido mudo, un chasquido, y la madre sale inmediatamente fuera de la caballeriza con su cría. El potro otra vez tiene dificultad para caminar, pero ya está dominando el paso y quiere trotar. La madre es tomada por las riendas y el cuidador la hace caminar afuera en círculos para que el potro la siga, solo caminan dos círculos. Siente la cría una energía distinta a la de la caballeriza cuando pone sus cascos sobre el campo mojado, poco a poco ya domina el trote y pronto estará dispuesto al galope. El cuidador se aburre y deja a su madre y a él solos afuera para que él siga caminando. Está distribuyendo la paja en la caballeriza. El potro quiere entonces correr pero no puede abandonar su alimento, lo que más desea es que por todo ese espacio iluminado, la madre también se anime a trotar. Sus orejas son muy sensibles y se mueven al contacto con el viento; si tan solo pudiera trotar. Siente a lo lejos unas formas que se mueven también al ritmo del viento, unas hojas muy oscuras, pero no lo sabe, solo intenta alcanzar ese movimiento y da su primer trote largo hacia allá; su madre lo sigue y el cuidador ya los está observando desde la puerta de la caballeriza. Siente el movimiento y el calor de su cuerpo; entiende que las extremidades son él también y siente por primera vez cierta electricidad placentera que memorizará y a la que vinculará toda su vida con este momento. El cuidador ve cómo el potro se dirige hacia la mata y se preocupa que la pareja se vaya más allá; están más lejos de lo que han ido otras veces otras yeguas y potros; también se sorprende, porque  aunque ambos no puedan galopar juntos todavía, no puede ver, como sí en el caso de la madre, los cascos del pequeño al contacto con la hierba mojada sino pareciera --su visión cómo lo engaña-- que el vivaz potro blanco de la caballeriza estuviera volando hacia el matorral. 


domingo, 4 de septiembre de 2011 Leave a comment

El lado de Melanie: Retrato


El profesor de pintura es un hombre que ha sabido alargar su juventud. Les ha contado a sus atentas alumnas que se desentendió de su esposa e hijo cuando este cumplió tres años. "Ya después se acordaría de mí y la separación sería más dolorosa", les dijo. Dos de las tres alumnas son madres y reciben la noticia con alguna indignación; después se dan cuenta que también son adultos y que los asuntos personales del profesor no deben interferir en las clases: finalmente solo les está enseñando a pintar. Ellas no son tan jóvenes, pero recién están aprendiendo a sostener el pincel. 

El profesor desde un inicio les planteó que se saltasen los ejercicios de la ubicación del espacio y las formas y de una vez aprendan a pintar rostros y cuerpos y naturaleza viva, no muerta. Las cuadrículas y los bodegones son sólo pérdida de tiempo para gente que no tiene talento, les advirtió cuando ellas le contaron sus experiencias anteriores en otros cursos de pintura. El taller en que estudian queda en el primer piso de una casa que podría haber sido construida en los años cincuenta y queda en un solar. Se ingresa al taller a través de un corredor largo que termina en un pequeño patio, pero antes se tiene que bordear una pileta; es oscuro porque las cortinas no son blancas, sino de distintos colores, incluso con bordados caprichosos y siempre permanecen cerradas. A Melanie le resulta muy familiar esa pequeña habitación cubierta de madera y lienzos inacabados que el profesor dice es taller; ha dormido en espacios parecidos, en su juventud entre Lovaina y Ciudad del Cabo, sobre telas viejas y tablas delgadas, hasta sacos de comida, pero el olor a ceniza mojada que desprende el taller del profesor es particular y está segura que lo recordará por ello.

En la semana cuatro, el profesor ha traído a un modelo. La semana tres les enseñó a gradar los aceites, disolver los pigmentos y a aplicar yeso. Atentas al recuerdo, les dice. El muchacho que trae se llama Clemente o Amedeo, Melanie no recuerda cuál de los dos es su nombre y apellido. Es también pintor, o aprendiz de pintor, muy alto, de ojos tremedamente expresivos, y facciones del rostro muy marcadas, muy varoniles. A Melanie se le ocurre que será una tortura tratar de pintar al joven; antes de salir de casa se hubiera fijado algunos retratos famosos para seguir un modelo, porque el profesor les pide que dibujen de manera automática casi sin detenerse ni borrar, nada de bocetos infinitos. Sientan al muchacho al lado de la ventana más grande que está en la pared principal de la habitación, donde hay mejor iluminación. El profesor hace girar su cuerpo, termina de perfil hacia la chimenea; le pone en la mano derecha su propia paleta y la izquierda sobre su muslo. Revisa su postura y le pide que alce el mentón. El muchacho usa una chaqueta marrón que no combinaría con la bufanda celeste, pero que sí asienta con su piel clara y su cabello cobre. Mira atento hacia la puerta, las tres están detrás el lienzo a pocos metros de él. El profesor está sentado detrás de su escritorio leyendo, no piensa auxiliarlas. Al modelo no parece interesarle mucho ellas, parece estar ocupado en posar y crece su orgullo al sentirse excelsa figura ante tres mujeres que ya deben haber agotado toda su juventud en alimentar hijos. Melanie comienza haciendo trazos delgados, luego gruesos, y espera que llegue a inspirarse o copiar bien, porque no quiere que el muchacho vea un resultado monstruoso, que crea que ella es incapaz de crear algo bello. En vez de tener una tarde relajada, su angustia va en aumento, incluso piensa dónde dejó su afición juvenil por el teatro, le hubiera costado menos la inexactitud en el teatro, su falta de talento, se hubiera inscrito en un taller de teatro, se dice con amargura al ver que esa maraña de líneas  en el lienzo, no corresponde al joven que tiene al frente, sino que es la forma de sus sentimientos actuales, de su vergüenza. Deja el lápiz sobre un banco alto que le sirve de apoyo a todos los implementos, se quita el mandil sin ver la cara del modelo ni de sus amigas y dice que lamenta que no pueda seguir con los trazos porque había olvidado que tenía que recoger a su hijo menor. El profesor no se molesta en levantarse y le responde que no se preocupe, que continuaría con el retrato del joven Amedeo o Clemente (aún no puede recordarlo) los próximos cuatro días siguientes. Melanie se pone el abrigo y sale apurada; en el corredor piensa que no existe la inspiración, o al menos no para ella, una persona sin talento; la amargura la acompañará incluso en el sueño de esa noche. Quisiera que Melanie avance y no se detenga, que reflexione más sobre el talento, que suba a su auto y siga pensando qué es el talento, pero entonces la imagen de Melanie se desvanece, primero aparece borrosa y luego ya se esfuma, porque se agota la confianza de revelar un veraz retrato que le haga justicia.



sábado, 3 de septiembre de 2011 Leave a comment

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