R sabe desde cuándo está solo


T: Usted siempre para solo.

R: Me he acostumbrado de chiquito a estar solo. Lo que pasa...

Se acomoda.

R: Lo que pasa es que a mí me gustaba fumar. 

Encoge sus dedos anular y meñique, estira su índice y el dedo medio y se los lleva a la boca sonriente: Me gustaba el pucho.--Tendría doce años así. Nos íbamos a fumar a la parte de atrás. Comprábamos en la comisaría unos cigarros de diez céntimos, más la caja de fósforo de diez céntimos y nos poníamos a fumar.

T: Pero nunca lo he visto fumar.

R: No pues. De allí no sé, un día no sé por qué razón en la comisaría empezaron a vender carne y mi mamá iba a comprar. Me vio fumando y ese día me dio una tanda.

T: Me imagino.

R: Me castigaron. Yo tenía doce años, el resto del año me dejaron sin salir y paraba en mi casa.

T: ¿Y su hermano mayor?

R: Mi hermano me llevaba siete años, era muy mayor para juntarse conmigo. 

T: Siete años es bastante.

R: Desde allí paro siempre solo.

jueves, 29 de diciembre de 2011 Leave a comment

Carta a Shelley. La idea.


Amado Shelley:

Leí tu carta comiendo tortees picante con agua helada. Ha comenzado a garuar un poco y los cadáveres de las polillas caen de los focos, las alas se quedan pegadas en la luz o en las páginas amarillentas de los periódicos. Eso es lo que pasa hoy y acá.

Yo también quiero sentir el tam tam en mis riñones pero aún no lo logro. Cada día estoy más pérfido. He tomado tanto ron en las últimas semanas que no siento las neuronas en su lugar, me duele el lado inferior derecho de mi cuerpo y quiero tirar con todo el mundo. Y aún así soy una buena persona porque todo eso no me enorgullece, no soy tan imbécil.

Ayer vino Alicia y quiso que me pusiera romántico. No pude y se molestó. Le dije que la marihuana era para gente sin imaginación y se molestó más. Le dije que no me conocía en absoluto y lloró con berrinche. Estoy verdaderamente concentrado en una nueva idea y Alicia ya es solo una nube que se mete como gusano en la manzana podrida; mis intenciones y sentimientos. ¡Es que no me dejaba ver bien! Es una imitación gaseosa, obtusa de mí, ¿cómo no la vi así hace años? Estoy pensando en múltiples ideas para encontrarle un nuevo camino sin lloriqueos ni reclamos. 

Ah, mi idea. No te la debería decir porque no tiene forma todavía, como tu cuerpo que anhela un molde, mis ideas flotan y me animan, en todo caso, te lo diría al oído para que nadie escuche, solo un verdadero negro como tú Shelley merece escuchar semejante idea que de concretarse izaría al hombre hasta las profundidades del infierno, sin morir.

Ayer soñé contigo Shelley, estábamos en medio de un camino, o de una vida, que es lo mismo, nos mirábamos pero no podíamos hablar y tú eras un pollo negro que miraba hacia unas ramas. Te llamaba pero no podías escucharme ni entenderme ni yo podía proferir palabras. Yo también era un pollo oscuro. Estábamos absorbidos por nuestra situación individual de aves ignorantes en medio de un forraje copioso. Y sentí la mirada de alguien sobre nosotros, allí desperté. 

Era un sueño que solo repetía nuestra situación, de lo que pasa acá y hoy. Y que así sea, Shelley.

Te estima,

Byron 

miércoles, 28 de diciembre de 2011 Leave a comment

Carta a Byron. Los falsos negros.


Hola Byron:

Nueva York no es cómo tu me has contado. Todo ha caído. Llegué el martes en la noche y me hospedé en un hotel barato de Greenwich village, la entrada olía a hierba, mi cuarto olía a hierba y encima el televisor solo soportaba canales porno. No tenía ganas de dormir así que me puse a ver el mapa de la ciudad por si podría salir a hacer algo al día siguiente. Solo he empacado un par de polos, jeans y lo necesario para soportar NYC las siguientes dos semanas que me han dicho son las más frías. Me quedé dormido y pensaba en qué haría después. Hice una lista con todo lo que me habían recomendado, conversar con algunos contactos de los polleros por si me pueden dar un carnet robado, necesito trabajar. Ayer traté de hablar con un tal Orlando, no sabe hablar ni inglés ni español, es hondureño pero su español es una mierda, ya ni sé si se trata de un hispano o un indonesio que se hace pasar por hispano. Me ha prometido conseguirme algo donde unas tiendas de chino. Traigo conmigo solamente doscientos dólares y si no consigo trabajo, se irá en tres días de hotel barato, mi comida y un ticket de tren, ida y vuelta, a Hartford. 

Traté de aprovechar lo más que pudiera de esta estadía. Fui a Virgin a husmear solamente y no existe, ha desaparecido. Tú me dijiste que tenía tres pisos, hasta ascensor, ahora no hay nada, absolutamente nada, está vacío ni siquiera lo han alquilado al pobre local de Virgin, tú que te habías comprado tantos discos; la generosidad de tu padre y tu insanía por la música que nadie más escucha. Toda la gente acá se queja de la crisis, que no hay trabajo, no hay nada, pero se lo merecen los gringos por imbéciles. Las protestas me hacen pensar que le gente solo se preocupa si sus bolsillos se han visto jodidos...los gringos.
De allí me la paso merodeando por algunos lugares donde hay poca gente y a veces trato de hacer dibujos rápidos, espontáneos del movimiento, de algunas mujeres, sobre todo. Ayer fui a pasar la tarde a un cine, estaba una mujer dorada, vestida de azul, que amé en ese preciso instante y quise dibujar. Estaba parada buscando o esperando a alguien no sé pero fracasé en todo intento. Conservo los borradores y los trazos por si algún día continúo ese momento. Creo que si la describo ahorita lo arruinaría. Tú tampoco sabes describir a las mujeres.

Sobre tu carta. Te respondo sobre dos coordenadas: mis noches heladas y aburridas de NYC y una canción de Caetano Veloso que canta en un inglés forzado como el mío ahora, asqueroso, insoportable pero  genial. Tengo que reconocer que en algunos momentos he sido un imbécil nihilista, jamás un farsante y creo que lo reconoces bien. Me cuesta ser original, no seguir patrones ni amoldarme a gustos ajenos, todo eso cuesta, demonios, cuesta y entonces uno hace su camino de piedras, pero llegaste a la mitad del camino y eres tú finalmente, no un kitch de fulano y zutano. Todo parece estar ya descifrado pero no, recién descubro que no, entonces me revelé a mí mismo como un verdadero negro y siento el sonido del mundo en mi estómago como dice la bendita canción de Caetano, porque en el estómago se acumulan los nervios y las tripas se entumecen cuando sentimos tan profundamente, entonces no es el corazón sino el estómago, nos han mentido. Al saber que algún día moriré, entonces me siento vivo, tam tam tam, y eso creo que no lo sienten tampoco los animales, debemos verlo por ese lado, el vaso medio vacío. Es en estos momentos en que quisiera expresarme con todas las lisuras del mundo, de todos los idiomas, quisiera conocer el idioma de mis órganos, de mis tripas, ni siquiera el más políglota erudito, podría conocer así de fácil el idioma de sus heces, quisiera saber cómo se comunican entre ellas mis tripas, mis tripas, mis tripas.

Quizá trazando las formas de NYC, halle las formas de mi cuerpo.

Te escribo muy pronto, a mi llegada de Hartford.

Shelley

martes, 27 de diciembre de 2011 Leave a comment

Un lobo en la puerta


Cuando llegamos de trabajar, tenemos sesiones de espiritismo. Hablamos con vecinos ocasionales que habían vivido en nuestra cuadra hace cincuenta años, o también hace días. Nadie sabía que podíamos hacer eso en las noches o en los días y era como un vicio. Nuestros vecinos creían que éramos una pareja infeliz, estéril y amargada; pero todo lo contrario, no teníamos hijos pero no estábamos solos, en las noches sabias ánimas poblaban el cuarto de la biblioteca. En anteriores sesiones había participado mi amigo Silvestre, pero pronto nos dijo que no podía dormir, que había desarrollado un poder calamitoso; tenía visiones en sus sueños. Siempre soñaba con una cabeza de Medusa o lo que él creía era una Medusa, una cabeza poblada de serpientes y de cuencas vacías. Silvestre dejó de venir, así que Lidia, mi mujer y yo seguimos con esto de preguntar a los muertos por el pasado y el presente. Casi nunca les preguntamos sobre el futuro porque varias veces se han equivocado. Depende también de quién se trate. Siempre está dispuesto a hablar con nosotros un vecino que ha sido policía y está preocupado por su hijo, por eso viene. El hijo está en España y por eso no puede verlo. La mujer se ha casado nuevamente con un comerciante, pero al marido muerto eso le tiene sin cuidado, hace tiempo dejó de amarla. Está obstinado en que el hijo no se haya vuelto un marica. Los muertos también se pueden preocupar de ese tipo de cosas. Lidia y yo tratamos de evitar a este hombre, aunque él esté siempre para nosotros. No sabemos de la suerte del hijo. Lidia una vez se cruzó con su mujer pero no pudo detenerse y preguntarle su situación. Eso le hemos dicho muchas veces al padre preocupado. Él siempre nos dice, su madre no lo sabe, él siempre le ha ocultado las cosas a su madre. 

No siempre los muertos tienen preocupaciones pueriles. Una vez tratamos de invocar a mi madre para saludarla por su cumpleaños. Estaba todavía angustiada y no podía descansar porque, me confesó, había abortado a un hermano mío y nunca nos lo había contado. Ahora ya lo sabes, me dijo mi madre, pero no por ello se sintió mejor. No sé si fue mujer u hombre ni le puse nombre, dijo. Sus sollozos se escucharon y no pude tocar su cabello. 

Ayer tuvimos una sesión larga porque Lidia y yo estamos aburridos. En las fiestas nadie nos visitaba y salir al parque y ver a los niños presumir sus regalos era el peor panorama. Lidia quería conversar con una amiga de infancia que había fallecido de leucemia. Como nos sucedió con otras personas, la muchacha debía tener la edad de Lidia pero conservaba su voz de niña. Era hermosa, me comentó Lidia, y muy extraña. Nunca vio su cadáver, no quiso. Ella sí nos puede anunciar algo sorprendente, dijo entusiasmada.
La joven no quiso conversar conmigo, así que tuve que mantenerme en silencio, casi hablaba en susurros, solo con Lidia. La sesión se interrumpió porque tocaron el timbre de la casa con vehemencia. Lidia perdió la concentración, estaba casi absorta, pálida. 
--¿Qué te ha dicho?, le dije.
--Que nos van a dejar un lobo en la puerta.
--¿Un lobo?
--Fíjate quién es.

Bajé apurado porque quizá ya arribaba lo sorprendente, no quería que me dejaran un lobo en la puerta, pero allí estaba deseándolo y no. Abrí la ventana, era un vendedor. Me ofrecía figuritas de barro, de nacimientos para navidad. Me animé a salir. Escogí, naturalmente, solo los cánidos, lobos, zorros, perros. 

Subí; con las dos manos sostenía los animales envueltos en un periódico.

--Eran figuras de barro, quizá signifiquen algo.
--Es probable que no, dijo ella.
--Algo tiene que pasar, Lidia, algo nos tiene que pasar.



lunes, 26 de diciembre de 2011 Leave a comment

Diálogo en una habitación. El solsticio.


Yo te digo, hasta el hartazgo, los que han olvidado quiénes son o nunca lo supieron. Y los que necesitan audiencia, tribu y aplausos. Tú me dices, no te debería joder tanto. Yo te digo, no me jode, solo me repugnan. Tú me dices, eso hacen los niños y no los adultos. Yo te digo, ¿qué? Tú me dices, emular a otro adulto, apropiarse del otro.Yo te digo, tienes razón. Tú me dices, cuesta ser adulto. Yo te digo, cuesta huevear menos. Tú me dices, es difícil dejar de andar en tribus adolescentes. 

(silencio)

Yo te digo, acabo de leer en el periódico que dentro de algunos años, el sol se va a expandir tanto que los tres planetas más cercanos, Venus, Mercurio y la Tierra quedarán hechos polvo. Tú me dices, con una mueca tan tuya, guau. Yo te digo, lo peor es que se supone que uno se esfuerza para que algo permanezca. Algo siquiera. Tú me dices, si el hombre se hace polvo y las plantas, Dios no existirá tampoco. Yo te digo, solo nos queda la nada, quizá vivimos por las puras. No sé por qué te preocupan tanto las plantas. Tú me dices, ¡las plantas! Sin plantas ni piedras ni abismos, ya no hay idea de Dios. Lo que hagamos queda solo hasta que el sol se expanda, entonces.Yo te digo sí, y el sol parece tan inofensivo detrás de los tules de esa ventana. Tú me dices, y el sol de las seis, no te olvides. Yo te digo, creo que Dios tiene que existir, es lo más conveniente para nosotros dos en este momento. Tú me dices, si no supieras despreciar de esa manera, podrías ser salvada. Yo te digo, pero yo te quiero y es suficiente para salvarme. Tú me dices, no alcanza, Jesús dijo ama a todos, a todos.

domingo, 25 de diciembre de 2011 Leave a comment

Detalle. Una sibila

Tenía que comprar las flores. Ese día era cumpleaños de su marido, cincuenta años serían. Ese día del cumpleaños darían una fiesta y gran parte de su familia estaba invitada. Las flores adornarían la mesa y también los esquineros de toda la sala. Los había de colores muy encendidos, en los puestos que se duplicaban, la disposición de stands y los vendedores, también se repetían las flores, no había variedad; ella le preguntó a la señora de las flores si había flores blancas. Le dieron gardenias y gladiolos. Ella agradeció y se fue con tres paquetes que cargaba con dificultad, casi cojeando. 
Tomó el micro que la llevaría de vuelta a casa. Le tomó cuarenta minutos llegara hasta el mercado de flores. Seguro le tomaría otro tanto de vuelta, eran las nueve de la mañana. Estaba cansada porque el día anterior había terminado de hacer una maqueta de los planetas con su hijo. La tarea le habían dejado hace dos semanas pero se olvidaron. El padre no participó en la tarea porque estaba muy cansado. Trabajaba casi todo el día y sobre todo ayer porque era víspera de su cumpleaños, sus amigos lo agasajaron. Ella había regresado después de un día terrible pero tenía que acabar la maqueta de Martín. Se pasaron casi cuatro horas pintando el tecnopor redondo de colores. Martín se ponía caprichoso porque quería que los planetas estén de diversos colores, a ella le daba igual. Terminaron casi a las dos de la mañana y el planetario era una joya gracias a las maniobras de Martín, que le había puesto escarcha en los planetas para fingir estrellas. Ella no estaba segura si todos los planetas tienen estrellas. Eso estaba soñando en el camino de vuelta. Un joven generoso le había cedido su asiento. No le gustaba que le cedieran el asiento reservado para ancianos, la ofendía; a veces los jóvenes lo hacían porque si bien no era vieja, se veía cansada, era eso. Su sueño era como un recuerdo. Estaba pintando los planetas de Martín. Él se ponía muy severo sobre el color de los planetas que había visto en una lámina. Marte es rojo. Soñó también con la torta del cumpleaños de hoy, que debería ser de color rojo también. Era el único color que su hermana sabía preparar en glasé, porque le echaba un sobre de refresco de fresa para teñirlo. Era la única cubierta que sabía mejor, la de piña y naranja habían fracasado en cumpleaños anteriores. Eso soñaba, pero todos esperaban al cumpleañero y no llegaba. Despertó. Sus paquetes seguían allí, en sus brazos, menos mal que las flores sobresalían para que no pensaran de que se trataba de algo valioso disimulado en papel kraft. Quiso seguir mirando al frente, faltaba tan poco. Durmió nuevamente desde donde se había despertado, se había acostado tarde y no había descansado. Seguía soñando en que todos estaban tan arreglados y su esposo no llegaba, ¿a dónde se habría ido?

Despertó otra vez y se había pasado unas cinco cuadras. Bajó y tuvo que caminar regular. Llegó a su casa cerca del mediodía. Había gran alboroto porque la comida estaba a medio hacer. No todos los días se cumplen cincuenta años. Preguntó por su hija y su esposo, pero nadie sabía. La cocinera que había contratado ese día estaba absorta en las cantidades de ingredientes para la comida. Cuarenta personas invitadas. Fue a su cuarto, su esposo no estaba. Fue al cuarto de su hija, tampoco estaba. Le pareció muy raro. Preguntó a la cocinera otra vez por su esposo. Debieron salir, cuando llegué no había nadie. ¿Entonces cómo entró? Estaba su empleada. --¿Y ahora dónde está ella? Me abrió la puerta, luego se fue a comprar lo que faltaba. Yo no llegué a verla, solo mis ayudantes. --Gracias.
Subió las escaleras hacia su cuarto. Estaba preocupada pero a la vez se sentía aliviada de que no estuvieran alrededor. Quería dormir un ratito pero no podía, faltaba limpiar y arreglar la sala, colocar las flores en las mesas y en los esquineros. Estaba dejando su monedero y su reloj encima de su tocador, cuando entró la empleada. Algo agitada le dijo que su esposo se había desvanecido en el baño luego de orinar. Se había golpeado con la esquina del lavadero y se había roto la cabeza, fue un espectáculo el charco de sangre. La hija se lo había llevado a emergencias.

Ella se sorprendió pero no tanto. Todos seguían moviéndose de lo concentrados que estaban en la fiesta, pero sin su esposo, qué sentido tendría. 


martes, 29 de noviembre de 2011 Leave a comment

Fragmento. El ángel del hogar


--Luego de averiguar su dirección gracias a un detective privado, esos que abundan sobre infidelidades y otras cuestiones amorosas que ni Dios podría resolver, decidí acabar con este asunto y no alargarlo más. Tuve, después de dos semanas, una ficha con las características de ella, una foto, en la que salía con una pañoleta clara y una serie de datos sobre su vida actual: su nombre de pila, Isabel Lavalle, divorciada, de cuarenta y tres años, sin hijos, el número de la placa de su auto que anoté estaba correcta y no erré en dársela al detective, después de todo, qué podría hacer solamente con facciones físicas y una que otra indicación sobre su rutina que yo conocía apenas, el lugar donde la veía usualmente; el auto me llevó hacia ella, como fue en el auto donde noté su existencia por primera vez, me alegré por eso. Isabel trabajaba en un edificio de Jesús María pero eso no me importaba, o sí me pudo haber importado antes, en otro tiempo, si es que no tuviera su dirección, su casa, donde come y duerme, en mis manos, hace dos meses y sin poder hacer nada al respecto. Emma, mi madre, me dice que vaya de frente y le diga, así como en las películas que nos gustaron en mi adolescencia, y a ella, en su segunda adolescencia: "Te he estado observando desde mi auto y conozco tus movimientos en la calle, casi de memoria, y me agradan, pero claro, solo sé de ti hasta que entras a un edificio o a tu casa o te encuentras con algunas personas, quisiera saber qué es lo que sientes". No funcionará, estos problemas que yo cavilo en mi minúscula existencia, exenta de algún verdadero sentido (porque no era amor lo que sentía sino, en algún momento lo pensé así, morbo, por saber quién es esa mujer) son simplemente inventados. Tenía que inventarme una historia y era consciente de ello.

El día más pensando, no el menos, sino aquel planeado hasta el hartazgo, incluso con largas horas de desvelo, me presenté en la puerta de su casa, a las siete de la noche porque días de vigilancia me aseguraban de que ella estaría allí. Toqué el timbre y después de casi cinco minutos en los que solo me detuvo el alivio que no pasaría por ese desvelo y angustia nuevamente, me abrió ella, casi sin maquillaje, con parsimonia y me dijo: "Estaba esperando que toques la puerta, llevas días vigilándome". 
Ni Emma ni yo habíamos considerado esta posible reacción. Nunca ella había volteado cuando la vigilaba ni seguía con mi auto, pero allí estaba ella con una voz entre gentil, conformada y también increpándome por qué la vigilaba, o quizá solo también quería que yo tocara la puerta. En fin, giré, algo nervioso y estuve apunto de irme, pero ella con una orden fría, me dijo: "Pasa". Le obedecí. Me senté en lo más cerca que vi, una silla cerca de un reloj de madera de casi de dos metros. Me dijo, entre otras cosas, que vivía sola, que había notado que la estaba siguiendo desde hace tres meses y que había descartado que fuera un asesino: "No tengo marido, soy divorciada, no aventuro con amantes; detesto el dinero y no tengo ni enemigos. Vivo sola, como te habrás dado cuenta. Tenía un hijo pero ha fallecido a los dieciocho años." Eso es todo lo que sabrás de mí. 
Luego de esta aseveración de ella, no tuve ganas de seguir allí en su sala en la penumbra, porque era una invitación a la salida. Ella no se paró ni yo tampoco. No pude decir nada. Luego de un tiempo de silencio incómodo, pero que se fue disolviendo, ella se paró y se fue hacia una puerta, que supongo daba a la cocina. Me dijo: "Tengo hambre, traeré algo de comer". 
Era una situación esperada pero que se desbocó de mi imaginación, la superó. Ya estaba maquinando cómo contárselo a Emma y en qué orden, yo, que había olvidado incluso algunos minutos, o no podría decir qué sucedió primero o después. Miré hacia la mampara que daba hacia su jardín; cubría la puerta corrediza una suave cortina, como un tul. Ya era de noche y la puerta estaba cerrada. Isabel me dijo que vivía sola pero yo ví, no me equivoco, una figura alta, delgada, figura masculina parada detrás de la mampara. No pude ver su rostro porque no lo tenía. Era un espectro. Me paré del susto y quise ir hacia la puerta; en eso entró Isabel con dos cuencos llenos de fruta picada. No me miró: "Ya sospechaba que querías irte". Yo le indiqué la mampara, hacia el espectro. 
--No hay nada, me dijo. Come.
Desde allí, y luego lo acepté yo y nunca ella, lidiaría con el ángel de su hogar. 

domingo, 13 de noviembre de 2011 Leave a comment

15 de enero. Todesfuge II


Melbourne es como todas las ciudades del primer mundo que vemos en la televisión, muy alegres y perfectas, con grandes rascacielos y un cielo azul impecable, pero de alguna forma, Melbourne se esfuerza por conservar su pequeñez, no quiere expandirse sino cerrarse a sí misma, como las ciudades feudales. Eso noté apenas llegada y luego de salir del aeropuerto, un sábado, donde me esperaba una pareja joven con su hijo, el niño del que me haré cargo. Los padres apenas son mayores que yo; a ella, Melanie, solo conocía por cartas y una que otra llamada para coordinar los últimos detalles urgentes como mi carta de invitación o contrato, y la hora de llegada exacta. No imaginé en el trayecto, el vuelo de cerca de veinte horas y algo que seríamos las mejores amigas u otras consideraciones que las mujeres empiezan a imaginar sobre otras mujeres cercanas, sino que simplemente veía el reconocimiento de la pareja necesario porque de ahora en adelante ellos fiscalizarían mis movimientos, extranjeros, en su casa.

A la llegada, nos saludamos sin efusividad y caí en la cuenta de que Melanie me miraba con un aire entre inquisidor,desconfiado y compasivo. La mezcla de las tres o ninguna de esas y es probable que yo haya confundido sus sentimientos con los míos. Es más probable que yo, recién llegada, los haya observado de esa manera, a la pareja, que bien se podría decir que son hermanos o peor aún, hermanos gemelos y que la criatura de más o menos seis años que estaba parada delante de ellos con mirada perdida, extraña en un infante de su edad, cuyos bríos estaban apagados por la sorpresa de la recién llegada haya colmado toda mi atención; sus enormes ojos abiertos, extraños y bellos me alertaban de que sus padres habían querido que una persona cuide de él todo el día porque había algo en él que era insoportable para ellos. Solo eso explica que unos padres decidan estar lejos de sus hijos.
Cuando me aproximaba hacia ellos, rodando solamente una maleta, recordé que mi madre nos contaba que los niños tenían una fijación especial con ella (o contra ella, se podría decir), porque en la calle, niños extraños, muy pequeños, de un año incluso, o meses, podrían aterrizar su mirada fijamente, como contemplándola o inquiriéndola. Una vez que estábamos esperando un micro, mi madre estaba de perfil y seguramente ya había sentido la mirada de una criatura de ocho o nueve meses que se posaba sobre ella pero acostumbrada toda su vida a este tipo de reacciones, solo se quedó mirando el horizonte donde podía aparecer el micro. En cambio la madre del niño o niña, le habló a su hijo y sorprendida, exclamó ¿qué te pasa?. Sucesos como esos sucedían a mi madre a menudo, no creo que a mí me haya pasado alguna vez, o en todo caso no reflexioné sobre la situación hasta que me encontré con los ojos atentos de Walter, quien a su edad, ya podía explicar por qué reaccionaba con esa mirada.

La primera que me saludó fue Melanie. Se presentó y luego presentó a su esposo, muy parecido a ella, casi de su edad y contextura, y a Walter, su hijo, que evidentemente, era una versión masculina y en miniatura de ella y probable retrato de él. Walter me dio la mano. El parecido de ambos esposos llamó primero mi atención y lo seguía haciendo aún semanas después. Eran extremadamente parecidos, aunque supe después, no habían nacido ni estudiado en la misma ciudad y se conocieron por cuestiones del destino, por un encuentro o algún tipo de situación en que la gente suele conocerse y luego casarse después de estar muy solas; Melanie no es muy joven y tiene un hijo muy pequeño. No se podría decir que eran parientes de algún tipo.

Cuando acabó la camaradería en la que no pude participar mucho porque el inglés aún sigue rudimentario, subimos a una camioneta rumbo a casa de la familia, la que sería en los próximos meses o años, no lo sé aún, mi casa. Me senté atrás con Walter y pude verlo mejor; él era quien me interesaba sobre todo y en especial. Nunca había cuidado a niños pero los había estudiado los últimos meses en que estuve en Lima y salía a las calles y veía a mujeres con niños de diversas edades; me interesaba sobre todo cómo interactuaban entre ellos. Un día pasé por una heladería y vi a un grupo de niños comiendo postres, extremadamente sucios alrededor de una mesa muy larga; solo dos adultos los cuidaban y parecían estar celebrando un cumpleaños. La suciedad de la mesa era festiva pero también caótica y necesaria si consideramos que los niños no podían sostener bien sus cucharitas y preferían tomar el helado del vaso o agarrar con la mano. Yo pedí una torta de chocolate y me empeñé en comer lentamente para disfrutar de la vista, aunque otros comensales preferían concentrarse en sus conversaciones, en parte por el asco y la suciedad de la mesa de los niños: las bocas embarradas, la anarquía y la ausencia de propiedad, todos tomaban los helados de todos, era un detalle de un cuadro sobre la felicidad. Mi hermano y yo hemos tenido muchos momentos parecidos, no solo con la comida, sino también con la tierra mojada, alguna vez la arcilla, la arena, algún animal juguetón, pero los hemos olvidado. El recuerdo de esa felicidad anterior aparece por ratos y fugaz, justamente frente a la presencia de un niño; no descarto que tenga recuerdos falsos, recuerdos de otros.
Esos dos últimos meses en Lima, así como los meses que estuve en el pueblo de la abuela tratando de descifrar los movimientos de un caballo, me sirvieron para ver cómo caminan los niños, entre torpes y autosuficientes; aún no destazados por la muerte.


En el trayecto Walter no hablaba sino miraba fijamente hacia adelante, donde estaban sus padres y a veces me miraba de reojo; yo trataba de sonreír un poco pero apenas lo hacía el volteaba hacia adelante. Tenía una pelota roja en su mano derecha y del bolsillo de su pantalón sacaba algunas figuras delgadas, como soldados de guerra. El trayecto duró bastante, porque la casa de los Izambard queda en los extramuros, en un suburbio muy tranquilo pero también alejado del centro de la ciudad. Llegamos cerca de una hora después e inmediatamente Melanie me llevó a mi nueva habitación, un cuarto pequeño de color celeste con una cama, una silla y un escritorio, un clóset y varios cuadros colgados. Melanie me contó que ese era el cuarto de las visitas, que ya no sería cuarto de las visitas y que podía sacar los cuadros. Me pidió que arreglara mis cosas y que dentro de dos horas bajara para que me indique la rutina.
En dos horas o algo así, pude desempacar las pocas pertenencias que había traído conmigo, pero sobre todo me eché en la cama a descansar porque pasé más de veinte horas sentada en el avión. Cerca de las siete de la noche, Melanie me despertó y me dijo que viniera a cenar. Había preparado pollo asado. Estaba muy desabrido pero igual comí todo del hambre. John se retiró rápido de la mesa y se despidió de todos; estaba muy claro que Walter le tenía mucho miedo. Había empezado a comer con lentitud y no habló hasta que su padre se fue. Luego empezó a conversar un poco con Melanie, pero solo un poco. Me atreví a decir: no habla mucho, ¿no?. A lo que Melanie me respondió que no, que no conversaba mucho. Terminamos de comer, ayudé a recoger los platos. Melanie me aclaró que en las mañana venía alguien a cocinar y a lavar y que me concentrara en Walter; ahora estaba de vacaciones pero pronto tendría que volver al colegio. Estuvo explicando mucho más pero no logré entender todo; también por el cansancio.
Fuimos al cuarto de Walter. Era una habitación sumamente acogedora, casi todo de madera porque el clima en invierno era terrible. La cama de Walter gobernaba todo el cuarto, la cabecera era alta y culminaba en una repisa que tenía muchos modelos de robots. Por toda la habitación había muchos juguetes, una computadora grande, algunos libros, un Playstation. Quizá el cuarto que cualquier niño de su edad hubiera deseado; era de color azul, un azul eléctrico y la luz alumbraba como una penumbra, porque a él no le gustaba la luz potente, no podía dormir. Walter se bañaba antes de acostarse, era norma, pero lo hacía solo, ya tenía seis años y podía hacerlo solo. Tendría que cuidar siempre de todas maneras que efectivamente se duerma, porque tenía problemas para dormir a pesar de que dejaban la luz prendida.
Melanie me encargó que ese día hiciera el intento de quedarme con él solamente mediahora más. Walter no se veía muy animado a pesar de que acepté con buen talante. Sin embargo, es un niño que no puede decir que no y obedeció. Esperamos a que terminara de bañarse, y mientras tanto Melanie me enseñaba algunas de sus medicinas y dibujos, tomaba clases de fútbol y equitación en las tardes. Walter salió ya con su pijama puesta. Sonrió un poco y le dijo a su mamá que ya no tenía shampoo (habría que comprarle mañana). Melanie le dijo que yo me quedaría con él hasta que se durmiera y me miró y se fue; cerró la puerta con delicadeza.

--No sé mucho inglés. Tú me vas a enseñar, le dije a Walter.

Él respondió con un gesto de afirmación. Se metió totalmente en su cama y yo me senté en una silla de paja. Se acurrucó hacia el lado de su lámpara. En ese momento de soledad e inacción sentí cómo empezaba mi nueva rutina, al lado de personas y espacios extraños, pero a la vez familiares por las evocaciones que resultaban en el rito de dormir, del baño, de la comida y de los silencios en la mesa ante la presencia del papá. Todo esto yo había vivido pero ahora aparecía otra vez como si la ruleta del tiempo quisiera deternerse. Walter quería dormir pero no podía; le tomó como cuarenta minutos caer ante el sueño. Su cabello castaño y su palidez lo hacían ver lo que quizá era, un niño enfermizo. Con esfuerzo de nosotros podría devenir en una persona muy valiente y tenaz, porque una mirada sostenida y segura como la de él no podía esconder en su infancia sino una vida interior. Porque eso sería lo único que podría hacer, volverlo una mejor persona. Melanie es quien realmente lo amará y nadie más, aunque se porte mal, tomará su pequeña mano y lo besará cuantiosas veces; cuando entristezca lo abrazará hasta que todo vuelva a la normalidad, solo ella podrá hacer eso. Es su trabajo.


jueves, 3 de noviembre de 2011 Leave a comment

Si Job mirara a un gato

La garra de un gato que fuerza la puerta causa mi envidia. Las uñas se descubren ante el peligro como resortes y pueden, de inmediato, esconderse debajo de la pelusa; matar y acariciar. Y no se sabe si quien juega con el gato eres tú o el gato juega contigo. Pugna con el marco de madera hasta que apenas logra una apertura y desliza su serpentino cuerpo hacia mí. Sube a la silla, quiere acicalarse pero su mirada se detiene en un bulto que yace en el rincón. Cae como si aterrizara en algodón. No tiene idea de cuánto podría dar (aunque no tengo nada) por esgrimir sus garras.

Hace ya tiempo que la lepra avanza y yo observo siempre en las mañanas, bajo luz del sol, cómo los pequeños trozos de piel se convierten sin remedio en capas de polvo. También he observado cómo se alimenta el gato ante la imposibilidad de que yo pueda ver por él. He visto cómo quiebra el aliento de las palomas, que en otro tiempo sellaron, luego del diluvio, el amor de Dios hacia los hombres. También me sé prole de Noé pero no hay alianzas; la alianza se difumina apenas el gato realiza el salto de bestia sobre un inocente alado.
Reconozco en mis deformes manos el tiempo; como un tronco de árbol es mi cuerpo, como dos muñones cortados con furia son mis manos. Quisiera tener las garras de un gato.

miércoles, 26 de octubre de 2011 Leave a comment

La oruga [el limbo]


Hay un momento en el que un fluido ordena que deje de roer con voracidad las hojas en las que se envuelve usualmente en las noches. A pesar de ello sigue royendo los nervios verdes; le produce placer deglutir las fibras. Nunca vio a las aves que en el celeste pacen en círculos, solo por placer; tampoco pudo ver que en las noches, mientras estaba despierta ocupándose del crecimiento voraz de su cuerpo, algunos animales se revuelcan en la tierra, solo por placer. No podría saberlo, porque su vista es mediocre y sus antenas están concentradas en el alimento y porque está ensimismada en la velocidad con que las membranas de su cuerpo se retuercen y anuncian un estado nuevo a cada movimiento de la tierra. Este ensimismamiento se ve desplazado por el aviso superior, como una onda que se va expandiendo sobre sí, de que es momento del cambio de rutina; ya no requiere estar en la intemperie y el peligro de las noches, deglutiendo y destruyendo las membranas vegetales de un árbol caritativo, con quien se ha encariñado porque conoce casi de memoria sus surcos y hoyos, sino que ahora debe suspenderse en una de esas membranas. Así en algún momento específico, se desplazará con solemnidad, ayudada por sus brújulas largas que palpan el aire, cuando no haya luz, y primero probará las distintas hojas que puedan soportar su peso, se aferrará hacia una pared y creará con su propia saliva una cobertura que la proteja en ese sueño para el que se ha preparado todo este tiempo a cuestas de su huésped. Bajo su piel, se esconden tímidas sus dos alas que esperan latentes, el paso del tiempo.
La preparación del capullo lo realiza de manera automática, como si lo hubiese hecho antes, aunque no es consciente de que lo realizará solo una vez. Cuando ya está encerrada y cubierta por la oscuridad, dependerá de la suerte y del buen viento. Un viento agresivo podría desbaratar la caverna rugosa que ha construido sobre sí y condenarla a la extinción inmediata; esa onda o fuerza, el motor de todos sus movimientos, la ha preparado para fijar bien su residencia temporal, que a la larga, le empieza a agradar. No sabe lo que sigue, solo que onda que la comanda le previene que realice ciertas acciones. En ese tiempo de soledad y oscuridad que debe pasar, siente movimientos dentro de su cuerpo, lentos pero efectivos, transformadores, a los que acompaña un bienestar inigualable. Afuera de esa caverna, todo aparecía ante ella como indiscernible o monstruoso; en la oscuridad, en cambio, gobierna una oscuridad uniforme.
En algún momento, la onda le ordenará romper la caverna, hacer un hoyo pequeño y abrirse hacia la luz. Ya hace algún tiempo que viene sintiendo ese deseo de la onda sobre su cuerpo; pero está resistiendo porque le agrada la infinitud de la oscuridad, aunque presiente un devenir de mayores placeres afuera. Ya se acaban las fuerzas de su antiguo cuerpo y el nuevo requiere mayor alimento, pero eso sería seguir solamente a la onda, obedecer y vivir para ella. No quiere desplazarse sino permanecer. La razón le dará el tiempo, que es mejor permanecer dentro de esa caverna impenetrable que vivir fuera bajo las órdenes de la onda que se cierne sobre ella. No le da un nombre sino solo la siente. Decide permanecer y el fin no llega porque no es real sino hipotético.

Suspendida e inerte arriba, sujeta a las fibras verdes y robustas de un árbol joven, en su propio limbo nadie se compadecería de ella; rota la caverna y luego de haberse agotado, tras libar miles de flores, nadie, sin embargo, libaría su cuerpo muerto en el fin, ni tampoco ella terminaría en la tierra prometida. 

domingo, 23 de octubre de 2011 Leave a comment

Relámpago

El reloj estaba programado para sonar a las cinco de la mañana. Estaba determinada a seguir con un esfuerzo sobrehumano una rutina que le permitiera recuperar un ritmo anterior en el seguimiento de sus obligaciones; esa rutina que había olvidado los tres últimos meses en los que pasó en la cama. En sus días de exilio voluntario en su habitación del segundo piso, a veces su sobrino subía para compartir alguna tarea del colegio u otras veces también quería compartir el lonche con ella. A eso de las seis y media de la tarde, él podría subir con una bandejita llena galletas soda y el pote de azúcar; ella bajaría para traer el agua hirviendo ya dispuesta en tazas. Colocarían entre ambos todos los insumos en su escritorio y se sentarían a compartir el lonche. Las galletas estarían acompañadas de mantequilla o de mermelada, en algunas ocasiones cuando su hermana habría salido y nadie podría salir a comprar, estarían insípidas pero igual las podrían remojar en té y sabrían siquiera bien. Con prudencia, ella trataba de que las conversaciones no duraran tanto, y que el sobrino no viera que se pasa realmente bien sin hacer nada y de que, de seguro, se puede continuar así sin ningún plan trazado hasta el fin de los días.

El niño le había preguntado varias veces de qué estaba enferma, a ella y a su madre, pero ambas habían absuelto las preguntas con inteligencia: estaba enferma y necesitaba pensar y estar echada. A pesar de ello, el niño de vez en cuando preguntaba lo mismo, porque no se convencía de que una persona se dispusiera a pensar solamente en la cama. Las dos habían acordado desde su juventud que nunca mentirían a sus hijos sobre cuestiones importantes, porque lamentarían en su futura vejez ser cuidadas por un adulto con poco seso. Por ello cuando él preguntaba qué tenía ella que estaba supuestamente mal pero tenía buena cara; ambas decían que ella necesitaba estar recostaba para pensar. Y era cierto, no mentían, y cumplían con decirle al pequeño lo que en realidad estaba ocurriendo y por simple que resultara la respuesta, ese color que les gusta a los niños; este no admitía la posibilidad de que uno tuviera que echarse para pensar; soñar sí, pero pensar no.

Los síntomas de ese estancamiento emocional habían comenzado de manera paulatina y se asomaban primero en algunas mañanas, luego ya perdieron algún sistema y se manifestaron según su libre albedrío. Fueron incrementándose hasta ocupar varios minutos en su mente, pero no más de dos minutos. Una mañana al despertar, no hace mucho, unos cinco meses atrás, parecía un día similar a todos. El despertador entonces sonaba a las siete de la mañana. Se despertó y lo primero que hizo fue sentarse en la orilla de la cama; quiso desperezarse para mejorar su ánimo, luego apoyó sus pies sobre el suelo y sostuvo su mirada hacia el frente, hacia la ventana que observaba la calle. Apenas se insinuaba la luz del amanecer. Bajó la cabeza para calzarse y no vio sus pies sino en el momento en que su cabeza se agachó para coger sus zapatos, cubrió sus ojos la visión de la tierra removida y pasto mojado y a la vez unas pezuñas, unos cascos, de ninguna manera sus pies. Esto duró lo que un relámpago; así que pensó que todavía seguía soñando y no se desperezó bien.
--Pero estaba ya la luz del día, estaba despierta, se contradijo a sí misma como advirtiendo su lucidez.
Fue a ducharse y olvidó el relámpago.

Luego de cuatro días, lo sabe porque lleva un diario, ocurrió que estaba bajando las escaleras para tomar el desayuno. Iba a dejar atrás el último escalón cuando divisó inconscientemente el jarrón de la mesa con flores moradas frescas, de esas muy baratas pero tiernas y de olor penetrante. El olor inundaba la casa y a ella le agradó. De inmediato aterrizó una imagen, un relámpago o lo que supuso ella después de sufrir la misma experiencia, un recuerdo. Creyó una sensación de estar echada sobre el campo, sobre esas flores moradas y sentía el olor ácido del polen y podría incluso saber la densidad de su polvillo. Esta vez el relámpago duró más, pudo ver su propio cuerpo, o parte de él, unas extremidades largas recogidas, peludas, de un vello que apenas excedía la longitud de una espina, que brillaba al sol, y cuyo color no pudo reconocer por más que se esforzó; todo alrededor era del color de las fotos antiguas, entre marrón y dorado sucio, como si hubiese estado con lentes de sol. Así se vio a lo que ella supo en ese momento, era su cuerpo. Se recuperó de ese recuerdo pero desde este segundo relámpago su vida cambiaría. Los días siguientes trataría de fijarse de manera obsesiva en todas las imágenes que aparecían ante sus ojos, que usualmente aparecían (o fulguraban) al contacto con ciertos objetos, pero no situaciones, como sucedía con sus recuerdos de infancia. Una vez, al tomar emoliente, nuevamente apareció un relámpago en que veía solamente la oscuridad pero sentía el olor seco de la cebada y su textura debajo de sus extremidades recogidas. Otra visión surgió cuando escuchó un silbido de unos muchachos en la calle, el relámpago le dio una figura humana larga que se acercaba hacia sus ojos.
Las visiones siempre fueron relámpagos que con el paso de los días no se manifestaban solamente al amanecer sino también cuando ella se iba al trabajo e incluso en los momentos en que estaba más concentrada cosiendo o tratando de cruzar las aceras y pistas. Para tranquilizarse a sí misma y a su hermana, que ya había notado cambios en ella, como el que no quisiera ver televisión o leer los diarios, quiso explicar lo que podría estar ocurriéndole; planteó la posibilidad de que lo que ella creía eran visiones, solo se trataban de algún mal que a su edad no podía evitar, como algún tipo de demencia. También eso le insinuó el médico, tras largos días de incertidumbre a la espera de los resultados de los exámenes físicos: tórax, cerebro, corazón, que afirmaron que estaba completamente saludable. El médico le dijo que podría manifestar algún tipo de deterioro mental y les preguntó si había antecedentes. Ninguno que las hermanas recordaran.
Llegaron sus vacaciones anuales con múltiples visiones más, que no tenían hora ni fecha ni estado de ánimo, simplemente eran causados por ciertos impulsos de alrededor, no causados por conceptos o ideas, como son los recuerdos convencionales como uno elabora los recuerdos de infancia o adolescencia; incluso así se inventan recuerdos. En sus vacaciones decidió no salir de la casa sino enfrascarse en la captura de esas visiones, arropada o no en la cama, y terminó por registrar en su cuaderno, echada, todos los relámpagos que le ocurrían, porque si se paraba corría el peligro de que la visión entorpeciera su vida e incluso la pusiera en peligro. Con el paso de las horas llegó a aburrirse y angustiarse porque la meticulosidad del apunte de las visiones no ayuda en su desaparición y pensaba en que tendría que llegar el momento en que como antes, dejara que las horas avancen y se concentren solo en ella. Sus anotaciones daban como saldo una serie de personas oscuras cuyos rostros no conserva bien como para dibujarlos, espacios muy oscuros, impenetrables por la mirada, hierba seca, fresca, tierra como brea, mojada, removida, el olor el rocío de la mañana, el sabor de la cebada seca, también otro caballos, aves que aletean sobre los árboles y perros que ladran. Por sus extremidades extremadamente largas y esa respiración que conserva en la memoria cuando el relámpago aparece, cree que puede verse a sí misma encerrada en el cuerpo de un caballo.

Terminado el primer mes y el paso de las vacaciones, había logrado llenar treinta páginas de su cuaderno con imágenes que cobraban algún sentido rutinario y no extraordinario; las visiones se repetían, daban vueltas en espacios parecidos aunque no eran idénticas: el campo, un riachuelo, pelambre ajena y propia, descolorido del paisaje, una amplia bóveda que debe ser la celeste pero es dorada en las visiones, todo aquello que ella reconoce como una vida campestre pero ajena a lo que ella ha conocido o imaginado como vida campestre: es más bien el latir de su cuerpo con la fusión de ese paisaje, y solo puede ver finalmente sus extremidades majestuosas y a otros caballos que a veces pacen, abrevan, comen y duermen a su lado. Solo eso es extraordinario, la presencia de los otros semejantes a ella.

Pasado el segundo y llegado el tercer mes, no descarta que logre por fin darle sentido a las visiones (otros días las llama predicciones); lamenta que estén solamente ceñidas a los sentidos y que no culminen en una conclusión determinante o una revelación. Este fracaso de ella luego de todo este tiempo de inacción además se ve acentuado por el deterioro real de su cuerpo, que ya está acostumbrándose a la postura inerte, bajo cubiertas como el anciano que aún no es. Decide abandonar la recuperación de las visiones y un día, se levanta y da por terminado el intento de entender los relámpagos aún si sabe, podrían perjudicar el giro cotidiano de su propio universo.

El despertador suena todos los días a las cinco de la mañana y debe, de manera rutinaria, salvar todo el tiempo que ha perdido tratando de descifrar las visiones, que persisten pero a las que se está acostumbrando, como uno puede acostumbrarse a la sombra mínima del parpadeo, aunque todavía no descarta la demencia. Cuando bajó a tomar desayuno, su hermana le preguntó hace cuánto fue la última vez que compraron galletas de soda. Ella no lo recordó bien. Hizo un esfuerzo pero no recordó el momento exacto; quiso inventar un recuerdo sobre la base del cálculo; lo descartó porque estaba apurada. Salió de casa. En el trayecto a su trabajo que era muy largo, y mientras observaba por las ventanas del bus el desfile de postes y casas coloridas, llegó a preguntarse dónde irían los recuerdos que ya no atesoraba sino que estorbaban en su rutina. Podría algún día narrar qué hizo tal o tal día pero hay pedazos que se van y los que uno tiene que reemplazar con recuerdos inventados. Del lonche de ayer con el sobrino, por ejemplo, no recuerda si es que él agarró la taza con la mano izquierda o derecha, tampoco podría decir cuántas galletas comió él exactamente o si alzó la vista para ver el reloj de la cocina. No podría decir con certeza, porque no recuerda, si es que lo miró a los ojos. Entonces esos recuerdos que eran míos pero que ya no están conmigo, se pregunta, ¿qué cuerpo humano o animal los albergarán, como relámpagos?

sábado, 22 de octubre de 2011 Leave a comment

El lado de Melanie. El loco

En todos sus cumpleaños, Melanie tuvo que soplar las velas de la torta. Se le ocurre un cumpleaños en particular. Presionada por la mirada de los que celebraban con ella, hizo el esfuerzo de asir en su mente aquello que más deseaba, con la certeza de que si soplaba al unísono todas las velas (que eran once), su deseo se volvería realidad. De muy niña había pedido juguetes o también había pedido un estado de ánimo en su familia. Ahora, un poco mayor, le resultaba difícil encontrar una imagen que satisficiera los bullentes deseos que se multiplicaban mientras más crecía, pero que en ese preciso instante, frente a la torta y el fuego de las velas en la oscuridad, carecían de forma. El día anterior, una tía le había adelantado un regalo, un mazo de cartas; regalo económico pero perfecto. A ella, que le gustaba sumar y restar, le había parecido un regalo perfecto. Incluso el mismo día de su cumpleaños, a pesar de que llegaron los regalos más pensados y sacrificados, como el de sus padres: una bicicleta, el mazo le había parecido insuperable. 

Ya había hecho uso de las cartas el día anterior con su vecina, Jane. Habían jugado la misma rutina de siempre, suma y resta. Ganaba el que se llevaba más cartas de la mesa. Al comienzo cada una comenzaba con cinco cartas. En la repartición, dos cartas fueron un problema: dos cartas idénticas del joker. En su mazo, las cartas del joker no se distinguían la una de la otra: la figura de un hombre delgado, vestido con un atuendo muy pegado, de color azul y rojo, de rayas. Su rostro pintado de blanco estaba atravesado por un un sonrisa negra y enorme, como una gran cicatriz que culminaba en sus mejillas arreboladas. Jane le dijo que cuando jugaba con su papá, el joker valía 15. Melanie le respondió que era imposible, porque en el mazo, el que tiene más valor es el as, que vale 14. No sabiendo qué hacer con el joker, lo dejaron fuera. 
En el momento en que Melanie se disponía a soplar sus once velas, se acordó del joker porque su torta era roja y las velas, azules. Así que desperdició su gran deseo ya que la única imagen que se le vino a la mente fue la de la carta del joker que Jane y ella dejaron de lado el día anterior por comodidad. Cuando más tarde estaba en un rincón con otros niños jugando con sus nuevos regalos, uno de ellos le preguntó qué pidió como deseo. Una madre, oportuna, intervino: "Eso no se dice". Menos mal que no se dice, porque no había pedido nada, solo fue una imagen fulgurante.

Luego de ese cumpleaños, tuvo otros mazos más, que ella misma compró para matar el tiempo en la playa, para jugar solitario, canasta o pócker; entendió más o menos, pero no del todo, el uso del joker en otros juegos. Un día, apareció la figura del poker distinta, mejorada y más compleja. Fue en una estancia en Lovaina donde pasó algunas semanas con una amiga en verano. Habían sido amigas de infancia, pero luego ella regresó a Europa con sus padres y luego de independizarse y tras algunas peregrinaciones por esos pequeños condados que se precian de ser países, se instaló a trabajar en Lovaina. A Melanie le dio un sofá porque creía que no se quedaría poco tiempo. El sofá al comienzo le pareció un insulto pero poco a poco su cuerpo empezó a moldearlo y llegó un momento en que no hubo mejor lecho para ella. En las tardes tomaba siestas por el letargo del calor: allí quería acabar sus días, en una de esas tardes, cuando sobre su cabeza reposaba la luz, que había quebrado los tules de la ventanas. Ese dorado caía sobre sus párpados y la hacía feliz. El sol más perfecto, el de las cuatro de la tarde, el que se abandona ante el crepúsculo; ese sol le fascinaba cuando se echaba en el sofá en las tardes. Y siempre lo recordaría.
Una mañana en que se quedó sola y sin nada que hacer, decidió arreglar unas hojas y adornos en desorden; algunas fotos del estante de la sala, su cuarto de entonces. El estante estaba olvidado y albergaba sobre todo cuadernos y libros escolares; algunos álbumes coloridos iluminaban el papeleo. Cuando el desorden se fue despejando, iba encontrando algunas cartas dispersas, escondidas entre las separaciones del estante. Se detuvo a ver algunas. Eran notablemente hermosas aunque los dibujos, de un estilo naif. Cada carta tenía un nombre con mayúsculas en la parte inferior. Juntó las que tenían una imagen de un ermitaño, de una torre, de un emperador y la de un loco. La del loco le llamó la atención y le preguntó a su amiga si se la podía quedar. Ella, sin interés, le dijo que si encontraba otras cartas se podía quedar con las que quisiera. Incompletas, no sirven, le dijo. 
El Loco, esa carta que hasta ahora conserva Melanie, se parece y no se parece al joker. Es una figura más espigada y para nada cómica. Ella advierte que hay una disposición del Loco a seguir avanzando a pesar de que está al borde de un barranco; hay un perro blanco detrás que lo empuja o lo insta a lanzarse. El loco aparece como esas figuras clásicas de los dibujos animados, de los exiliados, que cargaban sus pertenencias en un solo ato colgado de un palo. El rostro del Loco es solemne; el Loco no se caerá, sino caminará en el aire, sobre el abismo. 

Así vivir quiero, pensaba Melanie echada en el sofá contemplando la carta del Loco, en Lovaina. 

domingo, 16 de octubre de 2011 Leave a comment

Carta de Alfred de agosto de 2005. Marta


Querida Melanie:

Acabo de recibir tu última carta. Perdóname si te he alarmado demás por mi enfermedad. Es solamente un pequeño mal del corazón. Me dijeron que he nacido con soplo y que el estrés de los últimos años solo lo ha agudizado, es solo eso. Luego del tratamiento, puedo correr largos trechos sin cansarme, incluso he salido con Alex a pasear en bicicleta, aunque tiene que esperarme porque acostumbro a manejar lento. Estas últimas semanas hemos estado de malas, yo con mis pastillas y controles y Alex que se accidentó en una bajada peligrosa. La pista estaba mojada y no pudo frenar. Menos mal solo fueron raspones. 

Hemos visto las fotos de Walter, nos alegra a todos que ya esté caminando. Alex aprendió a caminar bastante antes, como a los nueve meses, pero creo que es normal que todos los niños caminen a los once meses. Te mando también, como me pediste, algunas fotos de Alex, en especial de los últimos meses. Ha crecido mucho porque participa en todos los talleres deportivos que puede, es como si hubiera nacido para hacer deporte. Esto me sorprende, porque ni yo ni Marta nos aficionamos siquiera por la vida al aire libre. 

También te escribo porque tengo algo que contarte. Es sobre Marta. En la última carta te conté poco sobre ella. Es que no anda bien, o no parece estar como antes. Si tuviera que trazar un evento, serían dos: la venida de su hermano y un libro de cuentos. Puede que sean dos eventos separados y que por pura coincidencia influyeron en ella  o sino los dos eventos reflejen un estado o verdad que yo no conozco. 
El hermano es soldador y trabaja en algunas fábricas del norte. Había llamado antes para avisar que necesitaba quedarse con nosotros unos cuantos días, aprovechando su escala hacia Canadá. Quería también conocer a Alex. Al comienzo, me opuse muy sutilmente, le dije que si ambos trabajábamos casi todo el día, no podíamos atender a su hermano. Marta no se oponía, pero no le dijo que no y empezó a dilatar la respuesta final, hasta que el hermano estaba en camino y nos vimos prácticamente obligados a recibirlo. Llegó justo el fin de semana y yo fui a recogerlo al aeropuerto. 
Había visto fotos de él, pero menos incluso las que tú me mandas de Walter o de John. Ahora que pienso sobre las veces en que Marta me habló sobre su hermano, fueron partes necesarias de su historia familiar en conjunto, como un engranaje; no se molestó en nombrarlo de forma individual. Olvidé la existencia de ese hermano, en realidad sería muy difícil recordar a todos los hermanos, porque no los conozco. Son más de cinco. El hermano no se parecía en nada a ella, diría que no es su hermano, hay hermanos que no se parecen pero hay mucho aire de complicidad entre ellos, no necesitan aclararse las cosas, siempre está todo sobreentendido. 
Se quedó con nosotros cinco días y no pasó nada extraordinario, es decir, conversaba lo suficiente como para no despertar sospechas sobre una vida alterna; no tenía familia. Fuimos a comer afuera casi todas las noches en que se quedó y nuestras conversaciones se alargaban sobre todo cuando hablábamos de los padres de Marta, su matrimonio y su vida en un pueblo rural de Minnesota; esta información los dos la compartían con entusiasmo. Cuando hablábamos de nuestros trabajos, Alex protestaba y más bien se mostraba muy interesada en las historias sobre sus abuelos, que su madre omite o no cuenta con el entusiasmo con el que hablaba su tío. Al final, casi lo extrañé. Se quedaba con Alex cuando nosotros dos llegábamos tarde de trabajar y un par de veces nos ayudó con el jardín.
Justo días antes de la llegada de su hermano, Marta había estado entusiasmada con la ilustración de unos cuentos para niños. La madre de uno de los niños del colegio donde trabaja conversó con ella y le mostró algunos cuentos que estaba escribiendo y le propuso que los ilustrara para una publicación. A Marta le entusiasmó la idea, el trabajo administrativo la estaba agobiando y necesitaba probar algo nuevo, en especial el dibujo. 
Lo del libro de cuentos salió en una de las cenas con su hermano. Decíamos que Alex debería seguir la tradición de su familia, ya que muchos familiares de Marta trabajan como ilustradores. El hermano se puso en alerta cuando Marta le empezó a decir que todavía no había leído todo el libro de cuentos pero que esperaba hacerlo esa semana y que tenía mucha expectativa sobre este nuevo trabajo. La mirada del hermano se tornó grave y mencionó como una larga relación sobre las malas influencias de los cuentos para el crecimiento de los niños, que estaban todos llenos de embustes y además le recordaba a Marta qué es lo que sus padres creían sobre estas historias. Yo quería seguir la conversación por el lado de los padres de Marta y su desconfianza sobre los cuentos de niños, pero de cierta manera, por primera vez, se sintieron los hermanos en plena fraternidad y decidieron ignorarme. El hermano se fue al quinto día luego de una despedida cálida y Marta se enfrascó en la lectura esa semana. La primera vez que leyó no me dijo nada, solo que se notaba que eran cuentos de factura reciente porque el mundo maravilloso había sido desplazado por elementos más contemporáneos como artefactos mágicos. Eso está bien, le dije, de alguna forma los cuentos de niños tienen que evolucionar. Luego del primer fin de semana, Marta empezó a dar muestras de molestia cada vez que se sentaba en su escritorio y hacia esbozos al lado de los cuentos. Llegó a decirme: Estoy avanzando con la lectura y con cada dibujo estoy descubriendo el verdadero significado. Yo estaba atento a las noticias del diario y me alegré de que este trabajo la entusiasmara tanto. 
Pero, con el paso de los días, y mientras mejoraba los esbozos definitivos, Marta se había sumido en un constante mal humor que ya había llamado la atención de Alex. Una noche en que estábamos viendo la televisión en nuestro cuarto, me dijo que había llegado un momento en que ya no podía seguir con la ilustración de los cuentos porque en vez de avanzar con "la posible interpretación de unos pasajes oscuros" se había dado cuenta de la presencia de un "hálito del mal" y que solo podría dibujar obscenidades. Le dije que era natural, porque los cuentos infantiles se escribían para disciplinar sobre todo, que los niños tenían que aprender necesariamente de los cuentos, que lo que ella se imaginaba eran obscenidades, era solo su imaginación. No me dijo nada, pero dejó el proyecto de lado y siguió repitiendo que no alimentaría la maldad ilustrando cuentos que ocultaban un fondo perverso. Desde ese día, está leyendo mucho en internet sobre el origen de los cuentos infantiles. Me ha contado la vez pasada que hay un cuento que le había aterrorizado de niña y que sabe ahora era la historia de Barba Azul, inspirado en el sanguinario Gilles de Rais. Está demás mencionar las atrocidades de Gilles de Rais, pero es suficiente decirte que esto ha alterado mucho el carácter de Marta. Sobre todo Gilles de Rais. 

No me ha mostrado las ilustraciones y tampoco me ha permitido que lea los cuentos infantiles. He conversado con la autora, una madre de familia y dice que no hay mayores novedades en su libro, que solo se trata de adaptaciones modernas de viejas historias. No me ha querido dar su manuscrito porque nuestra actitud la ha asustado. 
Temo que el comentario de su hermano o una evento pasado tenga que ver con este súbito cambio de ánimo y en un asunto tan pedestre como son los cuentos infantiles. Lo veo como un pretexto, como una razón que justifica algo que espero conocer luego. No quiere incluso que la toque; estamos demasiado distanciados en estos últimos días.

Todo esto me causa mucho pesar Melanie, si este extraño comportamiento de Marta persiste, voy a tener que hablar con un psicólogo o con su hermano.

Espero recibir noticias de ti pronto. Siempre te recuerdo.

Cariños,

Alfred.

miércoles, 12 de octubre de 2011 Leave a comment

Notas evangélicas-Las brujas


He escuchado una historia como un ruido, nuevamente del Nazareno. Dicen que en la tierra de los gadarenos, él fue con el grupo de seguidores y se detuvo frente a un endemoniado al que los asustados habían atado con cadenas. Pronunció en voz alta como una sentencia grave, que asustó a los curiosos de alrededor; otros dicen que se trataría de una lengua distinta, por eso no recordarían. Hasta ahora no lo he escuchado hablar, solo he visto su figura de lejos, rodeado de gente; sus gestos son adustos, como golpes o sentencias.

Todos vieron cómo salieron los demonios, fue Legión; luego poseyeron a unos cerdos. Los cerdos enloquecieron cuando sintieron los demonios, se despeñaron en un abismo. Eso me contaron. Ayer vino una prima de él y me pidió que vaya a su lado y me arrepienta, que lave sus pies. Antes, ella ha venido cuantiosas veces para que vea su futuro, ahora reniega de saber que fue ayudada por Satanás, así llaman ellos al futuro. Teme que si el Nazareno algún día se me acerca podrían salir demonios de mi cuerpo, o que revele lo que ellos temen saber. El futuro más inminente lo tengo ahora ante mis ojos, no hay conjuros ni palabras, simplemente sucede: en vez de revelarse el panorama cotidiano frente a nuestra vista, sucede el porvenir. No me sorprende por eso que ellos se asusten por los demonios, que para ellos son fuerzas externas que se toman el cuerpo. Varias veces me han preguntado qué sucede conmigo, por qué puedo ver el futuro, con qué demonio he hecho el pacto. Yo les aseguro que nunca he necesitado hablar con ningún demonio, ninguna fuerza ajena entra en mí, yo  misma soy esa fuerza. Ahora podría cerrar los ojos y ver la muerte del Nazareno, porque ocurrirá, es un ser de carne y hueso; podría también sentir quienes ocuparán este espacio donde estoy sentada y ciega dentro de varias generaciones, podría ver cómo otros anteriores a mí me han visto sentada en este preciso momento, podría ver a los hermosos jinetes del Apocalipsis.

Es comprensible que el dios de los judíos tengan celos de nosotros los demonios. Saúl, el primer rey, una vez le pidió a su dios que le dé consejos sobre cómo enfrentar a los Filisteos, y este no le contestó ni en sueños. Tampoco los profetas, esa casta exclusivamente masculina y falible, pudo comunicarse con su dios. Abatido por la incertidumbre, tuvo que recurrir a un demonio de Endor, una bruja, que vio a Samuel, un profeta muerto, y del que por fin pudo obtener consejo en la batalla y la respuesta de dios: Jehová ahora ya no lo miraba como antes, ahora prefería al joven David, jefe de la casa del Nazareno. Saúl cayó en desgracia; él seguramente habría entendido que la historias de endemoniados, de esas fuerzas que según el Nazareno incluso podrían entrar en las inmundas entrañas de los cerdos, poco a nada tienen que ver con nosotros, los que de verdad vemos.

lunes, 10 de octubre de 2011 Leave a comment

Tunic (song for Alonso)



Alonso los vio a los dos sentados en una banca de un parque. No podría escuchar de qué conversaban; los vio muy animados, uno gesticulaba mucho y se apoderaba de la charla, el otro sonreía en señal de aprobación aunque si uno lo miraba bien, no descartaría la hipocresía; lo miraba pero no prestaba atención. Se iba a acercar, estaría ya cerca, no tan visible porque los árboles lo cubrían, pero cayó el entusiasmo inicial de verlos y tomar licor, cuando los observó ensimismados en cada uno; conversaban pero existía el constante afán de complacerse a sí mismos, líneas correctas, de cerca uno no percata de detalles que organizan el paisaje. Esperó detrás de un árbol enorme; se le ocurrían dos posibilidades: conversar solo un rato en la banca y regresar a casa, otra posibilidad era no ir. Vivía con su madre solamente y por ratos ensombrecía sus mejores momentos el recuerdo de ella, no se podría decir qué evento en especial; también le preocupaba el que su madre no tuviera amigos mientras que él vagabundeaba la mayor parte del tiempo con gente, ni siquiera era un alumno regular. Colmaba su vida el hecho de que era devoto y a la vez ente de devoción de sus amigos. Por esas razones, no le dolió dejar de ver ese día a sus némesis; se dio media vuelta y regresó a su casa caminando, pensó que era lo más honesto que había realizado en mucho tiempo. Hay dos en mí, dijo, ojalá tuviera estos raptos más a menudo.


Si se hubiera acercado más, se habría decepcionado otra vez, habría escuchado que sus dos camaradas, escritores los dos, conversaban sobre otros escritores, pero masticaban odio en la conversación. No es que fuera novedad para él que sus amigos hablen de literatura y en términos infernales, pero se frenaban cuando llegaba él, porque siempre habían creído que él no tenía la autoridad ni el privilegio que ellos, hijos de las Musas, reclamaban. Ambos amigos odiaban a escritores distintos: el que gesticula, Juan, odiaba a los escritores que escribían sobre otros escritores que soñaban con libros o que se creían detectives, a pesar de que en su última novela, él había escrito sobre un escritor asesino. El odio de Juan era sincero pero desmedido, como todo lo que hacía: su honestidad, pensaba Alonso en el camino de regreso, apabulla y puede resultar también, cómo no, a veces como una maldad infantil. A pesar de ello, admiraba a Juan. El otro, Charlie, no llegaba al odio o no lo decía de manera explícita por qué, no se sabe; personas distraídas dirían que era carisma, otras malpensadas, hipocresía, Charlie era virtuoso en la descripción de diversas situaciones con una combinación de cultura pop; había incluso una fórmula que había acuñado y que podría alterar según el destinatario: una canción de los Beatles (o sus herederos) + una línea de una película de Godard + un verso de un poeta maldito (puede ser beatnik o los malditos finiseculares de verdad, según cuanto haya podido comprender eso sí). Esta combinación a la que apelaba siempre Charlie, a Juan le resultaba vomitiva y cuántas veces no había advertido a Charlie que ese procedimiento no solo era artificial sino ineficaz, la mugre no se puede decir como un "como", el símil no funciona con la mugre real. Y su honestidad se insuflaba, rebalsaba su razón, jamás un poema beatnik describía el estado febril de su alma y de sus genitales, son mariconadas, decía Juan. Mientras tanto, Charlie pensaba que en estos momentos, en que estaba aburrido por los mismos argumentos sobre el artista y la calle y el conocer el mundo de verdad y las gesticulaciones sabiondas de Juan, la prédica de su amigo Juan, suspira: si pudiera describir su estado de ánimo, mejor lo describirían otros, "What else could I be, all apologies" (Nirvana, 1993), más "Tienes miedo de envejecer, yo sí" (Godard, 1960) y más "Ahora mi mente está clara/como un cielo nublado" (Ginsberg, s/f). Todo eso sentía a la vez.

En un momento, cuando ya habían pasado cerca de una hora en que Alonso debía venir, se dieron cuenta de que toda espera ya era obsoleta. Habían estado hablando casi una hora y como siempre, no llegaron a acuerdo alguno sobre la escritura, los premios, las mujeres, sobre nada, en especial porque cuando llegaron al tema de las mujeres, se habían aventurado de manera distinta. Charlie preferiría las heroínas que como ángeles estuvieran pisando huevos por las calles ya limpias de Lima y que fueran silenciosas o que hicieran preguntas fáciles de responder, pero eso sí podían ser a veces mordaces; divinas criaturas que nunca vomitan, ni escupen ni cagan. Las mujeres de Juan, casi nunca hablaban o eran sufrientes, su destino siempre era la muerte, hacia allí caminaban lentamente, como hacia la cama del protagonista. Su pobre destino era compensado con un exceso en sus cuerpos que parecían sacados de revistas para hombres. Es comprensible, piensa Alonso, mientras cruza en luz roja una avenida enmarañada de ambulantes, no conocía a los modelos de mujeres de sus amigos pero aun así los justificaba y comprendía. No existían tales modelos absolutos como la idea del bien o la idea de Dios, sus referentes eran sueños o también otras mujeres que cruzaban las aceras al lado de ellos o que habían visto en los diarios o con las que habían hablado, potenciales amantes que ellos alucinaban a cada rato; una de ellas en su juventudes pudo haber sido una nínfula noble pero ahora se había abandonado a los temas domésticos del capitalismo avanzado, otra pudo haber sido una que haya entregado devoción total de su cuerpo pero el cuerpo se agota, sobre todo en las noches oscuras; otra podría ser una prostituta; otra, solo una joven de otra facultad que siempre se dejaría avistar pero nunca tocar, que nunca hablaría y que reuniría en su silencio todas las expectativas eróticas del mundo; también alguna chica inspiradora pudo haber sido un amor del colegio que habrían besado por primera vez en la oscuridad, por la impunidad de la ausencia de los padres; otras pudieron haber sido actrices de cine y de la televisión local, otra también puede haber tenido un discurso ridículo sobre el esoterismo, los sueños y el cambio de siglo y etcétera. Los iluminaba la certeza de que todas ellas habían sido deformadas desde su nacimiento por los hombres y que ahora les tocaba a ellos hacerlo. Eso concluyeron ambos casi felices para exhumar la culpa teniendo como Dios Padre de testigo. Se pararon y se enfilaron hacia el Superba, el bar más cercano.

Alonso ya ha llegado a casa, ha saludado a su madre. En un rapto de inspiración, agarró una hoja de papel y escribió una línea, su primer cuento:

El problema, es que no puede precisar cuál de los dos sujetos llamados Alonso es el responsable.


sábado, 1 de octubre de 2011 6 Comments

13 de enero. Todesfuge 1


En los últimos días en que estuve en casa, Lima se disfrazó de una neblina fantasmal que a veces alternaba con sol en las tardes. El primer mes traté de arreglar todos mis documentos necesarios para el viaje: pasaporte, visa, vacunas, un largo etcétera que como un autómata completé paso a paso. Semanas antes, cuando todavía estaba en el pueblo de mi abuela, me había escrito una tal Melanie Izambard, desde Victoria, Australia. Fue amiga de Héctor durante su estadía en Estados Unidos; ambos trabajaron juntos para un Wal-Mart de Colorado. Supe después que Melanie había viajado con una amiga en un recorrido por la costa oeste de EEUU y que incluso querían llegar a Canadá. Aterrizaron en Wal-Mart; estaban necesitadas de dinero pero querían permanecer en EE.UU.; terminarían su travesía en el profundo Sur. Compraron, como tantos otros, como Héctor, seguros sociales falsos, lo importante era disimular el acento moldeado por la educación y pretender ser trabajadoras de toda la vida. Por eso se hicieron amigos tan rápido. Cuando los tres, Melanie, su amiga Rosalie y él, se encontraron en los pasillos de Wal-Mart por primera vez, se reconocieron como farsantes, la mirada, la disposición del cuerpo, el silencio. Esto selló entre los tres un pacto: el movimiento más falso, la falta de cortesía, alguna malcriadez y el uno delataba al otro.

El contacto con Melanie seguro Héctor lo había estado pensando desde hace meses de hablar por última vez, por fin saldría de América, ¡no podría seguir en América! El contrato entre nosotros tres era inexistente pero tangible; tangible porque los tres nos podíamos mover gracias a la existencia del otro. Héctor gracias a mí, porque había borrado sus huellas, yo, gracias a Héctor porque había encontrado una forma de salir del estancamiento y Melanie necesitaba que alguien cuide de su hijo. Su propuesta apareció como una salvación cuando la vida se apolillaba en el pueblo (aunque la rutina me seducía): Melanie tenía un hijo de cinco años al que no podía dejar solo cuando ella se iba a trabajar, necesitaba alguien que cuide de él. Presentía que esta necesidad había sido creada por los consejos recurrentes de Héctor o sugerida por él. Héctor podría llamar solo por el gusto de hablar con alguien, el teléfono, su salvación de la soledad. Hubiera querido saber en ese momento qué lugar tenía Héctor en la vida de esa mujer. Obviamente, Héctor nunca me habló de ella, así que cuando me escribió Melanie en un inglés cortés, pero tan simple que no necesité diccionario, pensé que se trataba de un error, también por un prevención. Melanie no era australiana, era sudafricana. No entendía por qué la gente austral insistia en merodear el territorio austral.--Y yo también soy austral y he aterrizado en una nación austral--.  En la carta, Melanie no mencionaba salarios, ni idiomas, me pedía solamente que para el próximo año ya esté en Australia, que le respondiera pronto porque tenía una lista de otras personas que quizá estarían interesadas. Cualquier persona podría pensar de que se trata de un golpe de suerte, pero luego en el transcurso de los trámites, me di cuenta de que no lo era en absoluto; los extranjeros están contactándose todo el tiempo con personas del tercer mundo para que cuiden a sus hijos: cobran menos y por lo general necesitan el trabajo y desean conservarlo, no entran en disputas ni piden aumento salarial. Era un movimiento bien planeado, que sonaba natural a aquellas personas que querían escuchar la historia y además venturoso: todos los decían. En los tres meses me comuniqué con Melanie en la medida en que los traductores automáticos me lo permitían. Traté de aprender inglés, pero por el corto tiempo, solo pude avanzar hasta lo esencial, saludar, decir mi nombre, hablar en tiempo presente y en tiempo pasado en verbos de rutina; hablar es un decir, solo tenía un saber pasivo, en apariencia listo para ser usado pero apelmazado en mi cerebro.

Así que la rutina nueva a la que me interné en los tres meses ocupó otra vez mi vida y quise primero que todo, encontrarme otra vez con mi padre. Éramos los dos únicos que permanecíamos en casa en la ausencia de mi madre y Martín que trabajaban, y si antes había detestado su rutina de jubilado, presentía que si me iba, ahora sí, era para nunca más volver y ya no lo vería vivo en un regreso después de mucho tiempo, era Australia. Esto creaba en mí cierto desasosiego que trataba de aplacar durante el día estando a su lado, pero que en las noches, en la oscuridad, acrecentaba la cavidad en el corazón, cavidad que ha horadado el mal. Es un dolor en el pecho extraño, entre muscular y mental, un dolor que había tenido desde adolescente pero aparecía de vez en cuando; en las noches se manifestaba como una dolencia de anciano, entre existente o imaginaria. En el día esa dolencia desaparecía o simplemente se manifestaba como un simple dolor muscular que podría ser acallado con una pastilla o una pomada. En el día, el dolor no aparecía, la rutina me llevaba a caminar largos trayectos con mi padre, ya sea para comprar víveres o pagar cuentas o por su salud; me contaba las historias que he escuchado miles de veces de él y de su hermano mayor. Un jueves en la tarde, casi a la hora en que el crepúsculo sirve de telón a la luna, sin embargo, me contó una historia nueva. La historia vino a su mente porque escuchamos el ulular de las lechuzas; siempre he escuchado sus cantos guturales, a veces histéricos; no me causó sorpresa pero ese día, mi disposición hacia ellas cambió. "Tu abuelo siempre fue malo con nosotros, dice, siempre nos decía que las lechuzas venían en las noches, se quedaban en los árboles y esperaban a los niños que se han quedado despiertos en la noche. En mi casa había varios árboles al costado, dos poncianas. Yo era chiquito y creía que de verdad iban a entrar e iban a matarme." Calló y mi prudencia no me hizo preguntar más. Hubiera querido apretar su brazo, porque había descubierto por fin una grieta; no puede olvidar mi padre las lechuzas de los árboles. 

martes, 27 de septiembre de 2011 Leave a comment

Trazos de Rafael. Elsa M. Ferrara



Elsa M. Ferrara, mi madre, fue la persona más sabia que he conocido. Fue una escritora de gran éxito entre los años 62, año que publicó su primer folletín y el año 71, en que publicó el último. De allí, la gente decidió olvidarse de ella, lo que a mi madre enterró en una gran depresión. Mi madre había nacido en Montevideo, la ciudad más aburrida del mundo según ella, pero vino a Lima muy joven, se casó con mi padre y de pronto en las tardes como no tenía nada que hacer, empezó a escribir algunas historias, creo que de aburrimiento que trajo de Uruguay. Envío su primer manuscrito a un tío que era redactor en El Comercio, era un folletín de veinte capítulos que trataba sobre una joven de origen humilde que se casa con el heredero de una gran fortuna; logran tener un hijo pero luego ella pierde la razón y lo regala. El tiempo pasa, la mujer recobra la cordura, la pareja adopta a una niña y de casualidad encuentran al hijo perdido. Sin saber que se trataba de su hijo, la madre se enamora locamente del joven y se suicida cuando finalmente se entera por una carta de la madre adoptiva del niño, de que se trata de su hijo. El jefe de la sección de espectáculos decidió que no sería mala idea poner algún folletín en un suplemento dedicado para las amas de casa. Y así le encargaron a mi madre la redacción de los folletines, que habrán sido más de veinte, hasta 1971, año en que el gobierno militar de Velasco cierra El Comercio. Mi madre publicaba con el nombre Emma Delboy, nombre de soltera de su madre, pero toda la familia sabía que se trataba de ella, porque contaba con gran entusiasmo a todos los que se acercaran a ella, que podían llamarla E.D., Emma Delboy. Su vocación afectó a mi familia, causó líos entre ella y mi padre, riñas incitadas por mi abuelo y mi abuela paternos, para quienes sus historias eran inmorales y promovían la vileza. Yo me acostumbré a sus historias desde niño y nunca me pareció que me hicieran peor persona ni que me incitaran a una tenaz lujuria, como pregonaba mi abuelo; eso lo causaron en mí los buenos libros. Con el tiempo comprendí que simplemente se trataban de malas historias. Yo no podía contar buenas historias, mejor dicho, no podía de ninguna manera contar historias, pero mi madre al menos, podía contar malas historias. 

domingo, 25 de septiembre de 2011 Leave a comment

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