El lado de Melanie. El loco

En todos sus cumpleaños, Melanie tuvo que soplar las velas de la torta. Se le ocurre un cumpleaños en particular. Presionada por la mirada de los que celebraban con ella, hizo el esfuerzo de asir en su mente aquello que más deseaba, con la certeza de que si soplaba al unísono todas las velas (que eran once), su deseo se volvería realidad. De muy niña había pedido juguetes o también había pedido un estado de ánimo en su familia. Ahora, un poco mayor, le resultaba difícil encontrar una imagen que satisficiera los bullentes deseos que se multiplicaban mientras más crecía, pero que en ese preciso instante, frente a la torta y el fuego de las velas en la oscuridad, carecían de forma. El día anterior, una tía le había adelantado un regalo, un mazo de cartas; regalo económico pero perfecto. A ella, que le gustaba sumar y restar, le había parecido un regalo perfecto. Incluso el mismo día de su cumpleaños, a pesar de que llegaron los regalos más pensados y sacrificados, como el de sus padres: una bicicleta, el mazo le había parecido insuperable. 

Ya había hecho uso de las cartas el día anterior con su vecina, Jane. Habían jugado la misma rutina de siempre, suma y resta. Ganaba el que se llevaba más cartas de la mesa. Al comienzo cada una comenzaba con cinco cartas. En la repartición, dos cartas fueron un problema: dos cartas idénticas del joker. En su mazo, las cartas del joker no se distinguían la una de la otra: la figura de un hombre delgado, vestido con un atuendo muy pegado, de color azul y rojo, de rayas. Su rostro pintado de blanco estaba atravesado por un un sonrisa negra y enorme, como una gran cicatriz que culminaba en sus mejillas arreboladas. Jane le dijo que cuando jugaba con su papá, el joker valía 15. Melanie le respondió que era imposible, porque en el mazo, el que tiene más valor es el as, que vale 14. No sabiendo qué hacer con el joker, lo dejaron fuera. 
En el momento en que Melanie se disponía a soplar sus once velas, se acordó del joker porque su torta era roja y las velas, azules. Así que desperdició su gran deseo ya que la única imagen que se le vino a la mente fue la de la carta del joker que Jane y ella dejaron de lado el día anterior por comodidad. Cuando más tarde estaba en un rincón con otros niños jugando con sus nuevos regalos, uno de ellos le preguntó qué pidió como deseo. Una madre, oportuna, intervino: "Eso no se dice". Menos mal que no se dice, porque no había pedido nada, solo fue una imagen fulgurante.

Luego de ese cumpleaños, tuvo otros mazos más, que ella misma compró para matar el tiempo en la playa, para jugar solitario, canasta o pócker; entendió más o menos, pero no del todo, el uso del joker en otros juegos. Un día, apareció la figura del poker distinta, mejorada y más compleja. Fue en una estancia en Lovaina donde pasó algunas semanas con una amiga en verano. Habían sido amigas de infancia, pero luego ella regresó a Europa con sus padres y luego de independizarse y tras algunas peregrinaciones por esos pequeños condados que se precian de ser países, se instaló a trabajar en Lovaina. A Melanie le dio un sofá porque creía que no se quedaría poco tiempo. El sofá al comienzo le pareció un insulto pero poco a poco su cuerpo empezó a moldearlo y llegó un momento en que no hubo mejor lecho para ella. En las tardes tomaba siestas por el letargo del calor: allí quería acabar sus días, en una de esas tardes, cuando sobre su cabeza reposaba la luz, que había quebrado los tules de la ventanas. Ese dorado caía sobre sus párpados y la hacía feliz. El sol más perfecto, el de las cuatro de la tarde, el que se abandona ante el crepúsculo; ese sol le fascinaba cuando se echaba en el sofá en las tardes. Y siempre lo recordaría.
Una mañana en que se quedó sola y sin nada que hacer, decidió arreglar unas hojas y adornos en desorden; algunas fotos del estante de la sala, su cuarto de entonces. El estante estaba olvidado y albergaba sobre todo cuadernos y libros escolares; algunos álbumes coloridos iluminaban el papeleo. Cuando el desorden se fue despejando, iba encontrando algunas cartas dispersas, escondidas entre las separaciones del estante. Se detuvo a ver algunas. Eran notablemente hermosas aunque los dibujos, de un estilo naif. Cada carta tenía un nombre con mayúsculas en la parte inferior. Juntó las que tenían una imagen de un ermitaño, de una torre, de un emperador y la de un loco. La del loco le llamó la atención y le preguntó a su amiga si se la podía quedar. Ella, sin interés, le dijo que si encontraba otras cartas se podía quedar con las que quisiera. Incompletas, no sirven, le dijo. 
El Loco, esa carta que hasta ahora conserva Melanie, se parece y no se parece al joker. Es una figura más espigada y para nada cómica. Ella advierte que hay una disposición del Loco a seguir avanzando a pesar de que está al borde de un barranco; hay un perro blanco detrás que lo empuja o lo insta a lanzarse. El loco aparece como esas figuras clásicas de los dibujos animados, de los exiliados, que cargaban sus pertenencias en un solo ato colgado de un palo. El rostro del Loco es solemne; el Loco no se caerá, sino caminará en el aire, sobre el abismo. 

Así vivir quiero, pensaba Melanie echada en el sofá contemplando la carta del Loco, en Lovaina. 

domingo, 16 de octubre de 2011

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