Hay un momento en el que un fluido ordena que deje de roer con voracidad las hojas en las que se envuelve usualmente en las noches. A pesar de ello sigue royendo los nervios verdes; le produce placer deglutir las fibras. Nunca vio a las aves que en el celeste pacen en círculos, solo por placer; tampoco pudo ver que en las noches, mientras estaba despierta ocupándose del crecimiento voraz de su cuerpo, algunos animales se revuelcan en la tierra, solo por placer. No podría saberlo, porque su vista es mediocre y sus antenas están concentradas en el alimento y porque está ensimismada en la velocidad con que las membranas de su cuerpo se retuercen y anuncian un estado nuevo a cada movimiento de la tierra. Este ensimismamiento se ve desplazado por el aviso superior, como una onda que se va expandiendo sobre sí, de que es momento del cambio de rutina; ya no requiere estar en la intemperie y el peligro de las noches, deglutiendo y destruyendo las membranas vegetales de un árbol caritativo, con quien se ha encariñado porque conoce casi de memoria sus surcos y hoyos, sino que ahora debe suspenderse en una de esas membranas. Así en algún momento específico, se desplazará con solemnidad, ayudada por sus brújulas largas que palpan el aire, cuando no haya luz, y primero probará las distintas hojas que puedan soportar su peso, se aferrará hacia una pared y creará con su propia saliva una cobertura que la proteja en ese sueño para el que se ha preparado todo este tiempo a cuestas de su huésped. Bajo su piel, se esconden tímidas sus dos alas que esperan latentes, el paso del tiempo.
La preparación del capullo lo realiza de manera automática, como si lo hubiese hecho antes, aunque no es consciente de que lo realizará solo una vez. Cuando ya está encerrada y cubierta por la oscuridad, dependerá de la suerte y del buen viento. Un viento agresivo podría desbaratar la caverna rugosa que ha construido sobre sí y condenarla a la extinción inmediata; esa onda o fuerza, el motor de todos sus movimientos, la ha preparado para fijar bien su residencia temporal, que a la larga, le empieza a agradar. No sabe lo que sigue, solo que onda que la comanda le previene que realice ciertas acciones. En ese tiempo de soledad y oscuridad que debe pasar, siente movimientos dentro de su cuerpo, lentos pero efectivos, transformadores, a los que acompaña un bienestar inigualable. Afuera de esa caverna, todo aparecía ante ella como indiscernible o monstruoso; en la oscuridad, en cambio, gobierna una oscuridad uniforme.
En algún momento, la onda le ordenará romper la caverna, hacer un hoyo pequeño y abrirse hacia la luz. Ya hace algún tiempo que viene sintiendo ese deseo de la onda sobre su cuerpo; pero está resistiendo porque le agrada la infinitud de la oscuridad, aunque presiente un devenir de mayores placeres afuera. Ya se acaban las fuerzas de su antiguo cuerpo y el nuevo requiere mayor alimento, pero eso sería seguir solamente a la onda, obedecer y vivir para ella. No quiere desplazarse sino permanecer. La razón le dará el tiempo, que es mejor permanecer dentro de esa caverna impenetrable que vivir fuera bajo las órdenes de la onda que se cierne sobre ella. No le da un nombre sino solo la siente. Decide permanecer y el fin no llega porque no es real sino hipotético.
Suspendida e inerte arriba, sujeta a las fibras verdes y robustas de un árbol joven, en su propio limbo nadie se compadecería de ella; rota la caverna y luego de haberse agotado, tras libar miles de flores, nadie, sin embargo, libaría su cuerpo muerto en el fin, ni tampoco ella terminaría en la tierra prometida.
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