Relámpago

El reloj estaba programado para sonar a las cinco de la mañana. Estaba determinada a seguir con un esfuerzo sobrehumano una rutina que le permitiera recuperar un ritmo anterior en el seguimiento de sus obligaciones; esa rutina que había olvidado los tres últimos meses en los que pasó en la cama. En sus días de exilio voluntario en su habitación del segundo piso, a veces su sobrino subía para compartir alguna tarea del colegio u otras veces también quería compartir el lonche con ella. A eso de las seis y media de la tarde, él podría subir con una bandejita llena galletas soda y el pote de azúcar; ella bajaría para traer el agua hirviendo ya dispuesta en tazas. Colocarían entre ambos todos los insumos en su escritorio y se sentarían a compartir el lonche. Las galletas estarían acompañadas de mantequilla o de mermelada, en algunas ocasiones cuando su hermana habría salido y nadie podría salir a comprar, estarían insípidas pero igual las podrían remojar en té y sabrían siquiera bien. Con prudencia, ella trataba de que las conversaciones no duraran tanto, y que el sobrino no viera que se pasa realmente bien sin hacer nada y de que, de seguro, se puede continuar así sin ningún plan trazado hasta el fin de los días.

El niño le había preguntado varias veces de qué estaba enferma, a ella y a su madre, pero ambas habían absuelto las preguntas con inteligencia: estaba enferma y necesitaba pensar y estar echada. A pesar de ello, el niño de vez en cuando preguntaba lo mismo, porque no se convencía de que una persona se dispusiera a pensar solamente en la cama. Las dos habían acordado desde su juventud que nunca mentirían a sus hijos sobre cuestiones importantes, porque lamentarían en su futura vejez ser cuidadas por un adulto con poco seso. Por ello cuando él preguntaba qué tenía ella que estaba supuestamente mal pero tenía buena cara; ambas decían que ella necesitaba estar recostaba para pensar. Y era cierto, no mentían, y cumplían con decirle al pequeño lo que en realidad estaba ocurriendo y por simple que resultara la respuesta, ese color que les gusta a los niños; este no admitía la posibilidad de que uno tuviera que echarse para pensar; soñar sí, pero pensar no.

Los síntomas de ese estancamiento emocional habían comenzado de manera paulatina y se asomaban primero en algunas mañanas, luego ya perdieron algún sistema y se manifestaron según su libre albedrío. Fueron incrementándose hasta ocupar varios minutos en su mente, pero no más de dos minutos. Una mañana al despertar, no hace mucho, unos cinco meses atrás, parecía un día similar a todos. El despertador entonces sonaba a las siete de la mañana. Se despertó y lo primero que hizo fue sentarse en la orilla de la cama; quiso desperezarse para mejorar su ánimo, luego apoyó sus pies sobre el suelo y sostuvo su mirada hacia el frente, hacia la ventana que observaba la calle. Apenas se insinuaba la luz del amanecer. Bajó la cabeza para calzarse y no vio sus pies sino en el momento en que su cabeza se agachó para coger sus zapatos, cubrió sus ojos la visión de la tierra removida y pasto mojado y a la vez unas pezuñas, unos cascos, de ninguna manera sus pies. Esto duró lo que un relámpago; así que pensó que todavía seguía soñando y no se desperezó bien.
--Pero estaba ya la luz del día, estaba despierta, se contradijo a sí misma como advirtiendo su lucidez.
Fue a ducharse y olvidó el relámpago.

Luego de cuatro días, lo sabe porque lleva un diario, ocurrió que estaba bajando las escaleras para tomar el desayuno. Iba a dejar atrás el último escalón cuando divisó inconscientemente el jarrón de la mesa con flores moradas frescas, de esas muy baratas pero tiernas y de olor penetrante. El olor inundaba la casa y a ella le agradó. De inmediato aterrizó una imagen, un relámpago o lo que supuso ella después de sufrir la misma experiencia, un recuerdo. Creyó una sensación de estar echada sobre el campo, sobre esas flores moradas y sentía el olor ácido del polen y podría incluso saber la densidad de su polvillo. Esta vez el relámpago duró más, pudo ver su propio cuerpo, o parte de él, unas extremidades largas recogidas, peludas, de un vello que apenas excedía la longitud de una espina, que brillaba al sol, y cuyo color no pudo reconocer por más que se esforzó; todo alrededor era del color de las fotos antiguas, entre marrón y dorado sucio, como si hubiese estado con lentes de sol. Así se vio a lo que ella supo en ese momento, era su cuerpo. Se recuperó de ese recuerdo pero desde este segundo relámpago su vida cambiaría. Los días siguientes trataría de fijarse de manera obsesiva en todas las imágenes que aparecían ante sus ojos, que usualmente aparecían (o fulguraban) al contacto con ciertos objetos, pero no situaciones, como sucedía con sus recuerdos de infancia. Una vez, al tomar emoliente, nuevamente apareció un relámpago en que veía solamente la oscuridad pero sentía el olor seco de la cebada y su textura debajo de sus extremidades recogidas. Otra visión surgió cuando escuchó un silbido de unos muchachos en la calle, el relámpago le dio una figura humana larga que se acercaba hacia sus ojos.
Las visiones siempre fueron relámpagos que con el paso de los días no se manifestaban solamente al amanecer sino también cuando ella se iba al trabajo e incluso en los momentos en que estaba más concentrada cosiendo o tratando de cruzar las aceras y pistas. Para tranquilizarse a sí misma y a su hermana, que ya había notado cambios en ella, como el que no quisiera ver televisión o leer los diarios, quiso explicar lo que podría estar ocurriéndole; planteó la posibilidad de que lo que ella creía eran visiones, solo se trataban de algún mal que a su edad no podía evitar, como algún tipo de demencia. También eso le insinuó el médico, tras largos días de incertidumbre a la espera de los resultados de los exámenes físicos: tórax, cerebro, corazón, que afirmaron que estaba completamente saludable. El médico le dijo que podría manifestar algún tipo de deterioro mental y les preguntó si había antecedentes. Ninguno que las hermanas recordaran.
Llegaron sus vacaciones anuales con múltiples visiones más, que no tenían hora ni fecha ni estado de ánimo, simplemente eran causados por ciertos impulsos de alrededor, no causados por conceptos o ideas, como son los recuerdos convencionales como uno elabora los recuerdos de infancia o adolescencia; incluso así se inventan recuerdos. En sus vacaciones decidió no salir de la casa sino enfrascarse en la captura de esas visiones, arropada o no en la cama, y terminó por registrar en su cuaderno, echada, todos los relámpagos que le ocurrían, porque si se paraba corría el peligro de que la visión entorpeciera su vida e incluso la pusiera en peligro. Con el paso de las horas llegó a aburrirse y angustiarse porque la meticulosidad del apunte de las visiones no ayuda en su desaparición y pensaba en que tendría que llegar el momento en que como antes, dejara que las horas avancen y se concentren solo en ella. Sus anotaciones daban como saldo una serie de personas oscuras cuyos rostros no conserva bien como para dibujarlos, espacios muy oscuros, impenetrables por la mirada, hierba seca, fresca, tierra como brea, mojada, removida, el olor el rocío de la mañana, el sabor de la cebada seca, también otro caballos, aves que aletean sobre los árboles y perros que ladran. Por sus extremidades extremadamente largas y esa respiración que conserva en la memoria cuando el relámpago aparece, cree que puede verse a sí misma encerrada en el cuerpo de un caballo.

Terminado el primer mes y el paso de las vacaciones, había logrado llenar treinta páginas de su cuaderno con imágenes que cobraban algún sentido rutinario y no extraordinario; las visiones se repetían, daban vueltas en espacios parecidos aunque no eran idénticas: el campo, un riachuelo, pelambre ajena y propia, descolorido del paisaje, una amplia bóveda que debe ser la celeste pero es dorada en las visiones, todo aquello que ella reconoce como una vida campestre pero ajena a lo que ella ha conocido o imaginado como vida campestre: es más bien el latir de su cuerpo con la fusión de ese paisaje, y solo puede ver finalmente sus extremidades majestuosas y a otros caballos que a veces pacen, abrevan, comen y duermen a su lado. Solo eso es extraordinario, la presencia de los otros semejantes a ella.

Pasado el segundo y llegado el tercer mes, no descarta que logre por fin darle sentido a las visiones (otros días las llama predicciones); lamenta que estén solamente ceñidas a los sentidos y que no culminen en una conclusión determinante o una revelación. Este fracaso de ella luego de todo este tiempo de inacción además se ve acentuado por el deterioro real de su cuerpo, que ya está acostumbrándose a la postura inerte, bajo cubiertas como el anciano que aún no es. Decide abandonar la recuperación de las visiones y un día, se levanta y da por terminado el intento de entender los relámpagos aún si sabe, podrían perjudicar el giro cotidiano de su propio universo.

El despertador suena todos los días a las cinco de la mañana y debe, de manera rutinaria, salvar todo el tiempo que ha perdido tratando de descifrar las visiones, que persisten pero a las que se está acostumbrando, como uno puede acostumbrarse a la sombra mínima del parpadeo, aunque todavía no descarta la demencia. Cuando bajó a tomar desayuno, su hermana le preguntó hace cuánto fue la última vez que compraron galletas de soda. Ella no lo recordó bien. Hizo un esfuerzo pero no recordó el momento exacto; quiso inventar un recuerdo sobre la base del cálculo; lo descartó porque estaba apurada. Salió de casa. En el trayecto a su trabajo que era muy largo, y mientras observaba por las ventanas del bus el desfile de postes y casas coloridas, llegó a preguntarse dónde irían los recuerdos que ya no atesoraba sino que estorbaban en su rutina. Podría algún día narrar qué hizo tal o tal día pero hay pedazos que se van y los que uno tiene que reemplazar con recuerdos inventados. Del lonche de ayer con el sobrino, por ejemplo, no recuerda si es que él agarró la taza con la mano izquierda o derecha, tampoco podría decir cuántas galletas comió él exactamente o si alzó la vista para ver el reloj de la cocina. No podría decir con certeza, porque no recuerda, si es que lo miró a los ojos. Entonces esos recuerdos que eran míos pero que ya no están conmigo, se pregunta, ¿qué cuerpo humano o animal los albergarán, como relámpagos?

sábado, 22 de octubre de 2011

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