Melbourne es como todas las ciudades del primer mundo que vemos en la televisión, muy alegres y perfectas, con grandes rascacielos y un cielo azul impecable, pero de alguna forma, Melbourne se esfuerza por conservar su pequeñez, no quiere expandirse sino cerrarse a sí misma, como las ciudades feudales. Eso noté apenas llegada y luego de salir del aeropuerto, un sábado, donde me esperaba una pareja joven con su hijo, el niño del que me haré cargo. Los padres apenas son mayores que yo; a ella, Melanie, solo conocía por cartas y una que otra llamada para coordinar los últimos detalles urgentes como mi carta de invitación o contrato, y la hora de llegada exacta. No imaginé en el trayecto, el vuelo de cerca de veinte horas y algo que seríamos las mejores amigas u otras consideraciones que las mujeres empiezan a imaginar sobre otras mujeres cercanas, sino que simplemente veía el reconocimiento de la pareja necesario porque de ahora en adelante ellos fiscalizarían mis movimientos, extranjeros, en su casa.
A la llegada, nos saludamos sin efusividad y caí en la cuenta de que Melanie me miraba con un aire entre inquisidor,desconfiado y compasivo. La mezcla de las tres o ninguna de esas y es probable que yo haya confundido sus sentimientos con los míos. Es más probable que yo, recién llegada, los haya observado de esa manera, a la pareja, que bien se podría decir que son hermanos o peor aún, hermanos gemelos y que la criatura de más o menos seis años que estaba parada delante de ellos con mirada perdida, extraña en un infante de su edad, cuyos bríos estaban apagados por la sorpresa de la recién llegada haya colmado toda mi atención; sus enormes ojos abiertos, extraños y bellos me alertaban de que sus padres habían querido que una persona cuide de él todo el día porque había algo en él que era insoportable para ellos. Solo eso explica que unos padres decidan estar lejos de sus hijos.
Cuando me aproximaba hacia ellos, rodando solamente una maleta, recordé que mi madre nos contaba que los niños tenían una fijación especial con ella (o contra ella, se podría decir), porque en la calle, niños extraños, muy pequeños, de un año incluso, o meses, podrían aterrizar su mirada fijamente, como contemplándola o inquiriéndola. Una vez que estábamos esperando un micro, mi madre estaba de perfil y seguramente ya había sentido la mirada de una criatura de ocho o nueve meses que se posaba sobre ella pero acostumbrada toda su vida a este tipo de reacciones, solo se quedó mirando el horizonte donde podía aparecer el micro. En cambio la madre del niño o niña, le habló a su hijo y sorprendida, exclamó ¿qué te pasa?. Sucesos como esos sucedían a mi madre a menudo, no creo que a mí me haya pasado alguna vez, o en todo caso no reflexioné sobre la situación hasta que me encontré con los ojos atentos de Walter, quien a su edad, ya podía explicar por qué reaccionaba con esa mirada.
La primera que me saludó fue Melanie. Se presentó y luego presentó a su esposo, muy parecido a ella, casi de su edad y contextura, y a Walter, su hijo, que evidentemente, era una versión masculina y en miniatura de ella y probable retrato de él. Walter me dio la mano. El parecido de ambos esposos llamó primero mi atención y lo seguía haciendo aún semanas después. Eran extremadamente parecidos, aunque supe después, no habían nacido ni estudiado en la misma ciudad y se conocieron por cuestiones del destino, por un encuentro o algún tipo de situación en que la gente suele conocerse y luego casarse después de estar muy solas; Melanie no es muy joven y tiene un hijo muy pequeño. No se podría decir que eran parientes de algún tipo.
Cuando acabó la camaradería en la que no pude participar mucho porque el inglés aún sigue rudimentario, subimos a una camioneta rumbo a casa de la familia, la que sería en los próximos meses o años, no lo sé aún, mi casa. Me senté atrás con Walter y pude verlo mejor; él era quien me interesaba sobre todo y en especial. Nunca había cuidado a niños pero los había estudiado los últimos meses en que estuve en Lima y salía a las calles y veía a mujeres con niños de diversas edades; me interesaba sobre todo cómo interactuaban entre ellos. Un día pasé por una heladería y vi a un grupo de niños comiendo postres, extremadamente sucios alrededor de una mesa muy larga; solo dos adultos los cuidaban y parecían estar celebrando un cumpleaños. La suciedad de la mesa era festiva pero también caótica y necesaria si consideramos que los niños no podían sostener bien sus cucharitas y preferían tomar el helado del vaso o agarrar con la mano. Yo pedí una torta de chocolate y me empeñé en comer lentamente para disfrutar de la vista, aunque otros comensales preferían concentrarse en sus conversaciones, en parte por el asco y la suciedad de la mesa de los niños: las bocas embarradas, la anarquía y la ausencia de propiedad, todos tomaban los helados de todos, era un detalle de un cuadro sobre la felicidad. Mi hermano y yo hemos tenido muchos momentos parecidos, no solo con la comida, sino también con la tierra mojada, alguna vez la arcilla, la arena, algún animal juguetón, pero los hemos olvidado. El recuerdo de esa felicidad anterior aparece por ratos y fugaz, justamente frente a la presencia de un niño; no descarto que tenga recuerdos falsos, recuerdos de otros.
Esos dos últimos meses en Lima, así como los meses que estuve en el pueblo de la abuela tratando de descifrar los movimientos de un caballo, me sirvieron para ver cómo caminan los niños, entre torpes y autosuficientes; aún no destazados por la muerte.
En el trayecto Walter no hablaba sino miraba fijamente hacia adelante, donde estaban sus padres y a veces me miraba de reojo; yo trataba de sonreír un poco pero apenas lo hacía el volteaba hacia adelante. Tenía una pelota roja en su mano derecha y del bolsillo de su pantalón sacaba algunas figuras delgadas, como soldados de guerra. El trayecto duró bastante, porque la casa de los Izambard queda en los extramuros, en un suburbio muy tranquilo pero también alejado del centro de la ciudad. Llegamos cerca de una hora después e inmediatamente Melanie me llevó a mi nueva habitación, un cuarto pequeño de color celeste con una cama, una silla y un escritorio, un clóset y varios cuadros colgados. Melanie me contó que ese era el cuarto de las visitas, que ya no sería cuarto de las visitas y que podía sacar los cuadros. Me pidió que arreglara mis cosas y que dentro de dos horas bajara para que me indique la rutina.
En dos horas o algo así, pude desempacar las pocas pertenencias que había traído conmigo, pero sobre todo me eché en la cama a descansar porque pasé más de veinte horas sentada en el avión. Cerca de las siete de la noche, Melanie me despertó y me dijo que viniera a cenar. Había preparado pollo asado. Estaba muy desabrido pero igual comí todo del hambre. John se retiró rápido de la mesa y se despidió de todos; estaba muy claro que Walter le tenía mucho miedo. Había empezado a comer con lentitud y no habló hasta que su padre se fue. Luego empezó a conversar un poco con Melanie, pero solo un poco. Me atreví a decir: no habla mucho, ¿no?. A lo que Melanie me respondió que no, que no conversaba mucho. Terminamos de comer, ayudé a recoger los platos. Melanie me aclaró que en las mañana venía alguien a cocinar y a lavar y que me concentrara en Walter; ahora estaba de vacaciones pero pronto tendría que volver al colegio. Estuvo explicando mucho más pero no logré entender todo; también por el cansancio.
Fuimos al cuarto de Walter. Era una habitación sumamente acogedora, casi todo de madera porque el clima en invierno era terrible. La cama de Walter gobernaba todo el cuarto, la cabecera era alta y culminaba en una repisa que tenía muchos modelos de robots. Por toda la habitación había muchos juguetes, una computadora grande, algunos libros, un Playstation. Quizá el cuarto que cualquier niño de su edad hubiera deseado; era de color azul, un azul eléctrico y la luz alumbraba como una penumbra, porque a él no le gustaba la luz potente, no podía dormir. Walter se bañaba antes de acostarse, era norma, pero lo hacía solo, ya tenía seis años y podía hacerlo solo. Tendría que cuidar siempre de todas maneras que efectivamente se duerma, porque tenía problemas para dormir a pesar de que dejaban la luz prendida.
Melanie me encargó que ese día hiciera el intento de quedarme con él solamente mediahora más. Walter no se veía muy animado a pesar de que acepté con buen talante. Sin embargo, es un niño que no puede decir que no y obedeció. Esperamos a que terminara de bañarse, y mientras tanto Melanie me enseñaba algunas de sus medicinas y dibujos, tomaba clases de fútbol y equitación en las tardes. Walter salió ya con su pijama puesta. Sonrió un poco y le dijo a su mamá que ya no tenía shampoo (habría que comprarle mañana). Melanie le dijo que yo me quedaría con él hasta que se durmiera y me miró y se fue; cerró la puerta con delicadeza.
--No sé mucho inglés. Tú me vas a enseñar, le dije a Walter.
Él respondió con un gesto de afirmación. Se metió totalmente en su cama y yo me senté en una silla de paja. Se acurrucó hacia el lado de su lámpara. En ese momento de soledad e inacción sentí cómo empezaba mi nueva rutina, al lado de personas y espacios extraños, pero a la vez familiares por las evocaciones que resultaban en el rito de dormir, del baño, de la comida y de los silencios en la mesa ante la presencia del papá. Todo esto yo había vivido pero ahora aparecía otra vez como si la ruleta del tiempo quisiera deternerse. Walter quería dormir pero no podía; le tomó como cuarenta minutos caer ante el sueño. Su cabello castaño y su palidez lo hacían ver lo que quizá era, un niño enfermizo. Con esfuerzo de nosotros podría devenir en una persona muy valiente y tenaz, porque una mirada sostenida y segura como la de él no podía esconder en su infancia sino una vida interior. Porque eso sería lo único que podría hacer, volverlo una mejor persona. Melanie es quien realmente lo amará y nadie más, aunque se porte mal, tomará su pequeña mano y lo besará cuantiosas veces; cuando entristezca lo abrazará hasta que todo vuelva a la normalidad, solo ella podrá hacer eso. Es su trabajo.
Publicar un comentario