Fragmento. El ángel del hogar


--Luego de averiguar su dirección gracias a un detective privado, esos que abundan sobre infidelidades y otras cuestiones amorosas que ni Dios podría resolver, decidí acabar con este asunto y no alargarlo más. Tuve, después de dos semanas, una ficha con las características de ella, una foto, en la que salía con una pañoleta clara y una serie de datos sobre su vida actual: su nombre de pila, Isabel Lavalle, divorciada, de cuarenta y tres años, sin hijos, el número de la placa de su auto que anoté estaba correcta y no erré en dársela al detective, después de todo, qué podría hacer solamente con facciones físicas y una que otra indicación sobre su rutina que yo conocía apenas, el lugar donde la veía usualmente; el auto me llevó hacia ella, como fue en el auto donde noté su existencia por primera vez, me alegré por eso. Isabel trabajaba en un edificio de Jesús María pero eso no me importaba, o sí me pudo haber importado antes, en otro tiempo, si es que no tuviera su dirección, su casa, donde come y duerme, en mis manos, hace dos meses y sin poder hacer nada al respecto. Emma, mi madre, me dice que vaya de frente y le diga, así como en las películas que nos gustaron en mi adolescencia, y a ella, en su segunda adolescencia: "Te he estado observando desde mi auto y conozco tus movimientos en la calle, casi de memoria, y me agradan, pero claro, solo sé de ti hasta que entras a un edificio o a tu casa o te encuentras con algunas personas, quisiera saber qué es lo que sientes". No funcionará, estos problemas que yo cavilo en mi minúscula existencia, exenta de algún verdadero sentido (porque no era amor lo que sentía sino, en algún momento lo pensé así, morbo, por saber quién es esa mujer) son simplemente inventados. Tenía que inventarme una historia y era consciente de ello.

El día más pensando, no el menos, sino aquel planeado hasta el hartazgo, incluso con largas horas de desvelo, me presenté en la puerta de su casa, a las siete de la noche porque días de vigilancia me aseguraban de que ella estaría allí. Toqué el timbre y después de casi cinco minutos en los que solo me detuvo el alivio que no pasaría por ese desvelo y angustia nuevamente, me abrió ella, casi sin maquillaje, con parsimonia y me dijo: "Estaba esperando que toques la puerta, llevas días vigilándome". 
Ni Emma ni yo habíamos considerado esta posible reacción. Nunca ella había volteado cuando la vigilaba ni seguía con mi auto, pero allí estaba ella con una voz entre gentil, conformada y también increpándome por qué la vigilaba, o quizá solo también quería que yo tocara la puerta. En fin, giré, algo nervioso y estuve apunto de irme, pero ella con una orden fría, me dijo: "Pasa". Le obedecí. Me senté en lo más cerca que vi, una silla cerca de un reloj de madera de casi de dos metros. Me dijo, entre otras cosas, que vivía sola, que había notado que la estaba siguiendo desde hace tres meses y que había descartado que fuera un asesino: "No tengo marido, soy divorciada, no aventuro con amantes; detesto el dinero y no tengo ni enemigos. Vivo sola, como te habrás dado cuenta. Tenía un hijo pero ha fallecido a los dieciocho años." Eso es todo lo que sabrás de mí. 
Luego de esta aseveración de ella, no tuve ganas de seguir allí en su sala en la penumbra, porque era una invitación a la salida. Ella no se paró ni yo tampoco. No pude decir nada. Luego de un tiempo de silencio incómodo, pero que se fue disolviendo, ella se paró y se fue hacia una puerta, que supongo daba a la cocina. Me dijo: "Tengo hambre, traeré algo de comer". 
Era una situación esperada pero que se desbocó de mi imaginación, la superó. Ya estaba maquinando cómo contárselo a Emma y en qué orden, yo, que había olvidado incluso algunos minutos, o no podría decir qué sucedió primero o después. Miré hacia la mampara que daba hacia su jardín; cubría la puerta corrediza una suave cortina, como un tul. Ya era de noche y la puerta estaba cerrada. Isabel me dijo que vivía sola pero yo ví, no me equivoco, una figura alta, delgada, figura masculina parada detrás de la mampara. No pude ver su rostro porque no lo tenía. Era un espectro. Me paré del susto y quise ir hacia la puerta; en eso entró Isabel con dos cuencos llenos de fruta picada. No me miró: "Ya sospechaba que querías irte". Yo le indiqué la mampara, hacia el espectro. 
--No hay nada, me dijo. Come.
Desde allí, y luego lo acepté yo y nunca ella, lidiaría con el ángel de su hogar. 

domingo, 13 de noviembre de 2011

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