Cuando llegamos de trabajar, tenemos sesiones de espiritismo. Hablamos con vecinos ocasionales que habían vivido en nuestra cuadra hace cincuenta años, o también hace días. Nadie sabía que podíamos hacer eso en las noches o en los días y era como un vicio. Nuestros vecinos creían que éramos una pareja infeliz, estéril y amargada; pero todo lo contrario, no teníamos hijos pero no estábamos solos, en las noches sabias ánimas poblaban el cuarto de la biblioteca. En anteriores sesiones había participado mi amigo Silvestre, pero pronto nos dijo que no podía dormir, que había desarrollado un poder calamitoso; tenía visiones en sus sueños. Siempre soñaba con una cabeza de Medusa o lo que él creía era una Medusa, una cabeza poblada de serpientes y de cuencas vacías. Silvestre dejó de venir, así que Lidia, mi mujer y yo seguimos con esto de preguntar a los muertos por el pasado y el presente. Casi nunca les preguntamos sobre el futuro porque varias veces se han equivocado. Depende también de quién se trate. Siempre está dispuesto a hablar con nosotros un vecino que ha sido policía y está preocupado por su hijo, por eso viene. El hijo está en España y por eso no puede verlo. La mujer se ha casado nuevamente con un comerciante, pero al marido muerto eso le tiene sin cuidado, hace tiempo dejó de amarla. Está obstinado en que el hijo no se haya vuelto un marica. Los muertos también se pueden preocupar de ese tipo de cosas. Lidia y yo tratamos de evitar a este hombre, aunque él esté siempre para nosotros. No sabemos de la suerte del hijo. Lidia una vez se cruzó con su mujer pero no pudo detenerse y preguntarle su situación. Eso le hemos dicho muchas veces al padre preocupado. Él siempre nos dice, su madre no lo sabe, él siempre le ha ocultado las cosas a su madre.
No siempre los muertos tienen preocupaciones pueriles. Una vez tratamos de invocar a mi madre para saludarla por su cumpleaños. Estaba todavía angustiada y no podía descansar porque, me confesó, había abortado a un hermano mío y nunca nos lo había contado. Ahora ya lo sabes, me dijo mi madre, pero no por ello se sintió mejor. No sé si fue mujer u hombre ni le puse nombre, dijo. Sus sollozos se escucharon y no pude tocar su cabello.
Ayer tuvimos una sesión larga porque Lidia y yo estamos aburridos. En las fiestas nadie nos visitaba y salir al parque y ver a los niños presumir sus regalos era el peor panorama. Lidia quería conversar con una amiga de infancia que había fallecido de leucemia. Como nos sucedió con otras personas, la muchacha debía tener la edad de Lidia pero conservaba su voz de niña. Era hermosa, me comentó Lidia, y muy extraña. Nunca vio su cadáver, no quiso. Ella sí nos puede anunciar algo sorprendente, dijo entusiasmada.
La joven no quiso conversar conmigo, así que tuve que mantenerme en silencio, casi hablaba en susurros, solo con Lidia. La sesión se interrumpió porque tocaron el timbre de la casa con vehemencia. Lidia perdió la concentración, estaba casi absorta, pálida.
--¿Qué te ha dicho?, le dije.
--Que nos van a dejar un lobo en la puerta.
--¿Un lobo?
--Fíjate quién es.
Bajé apurado porque quizá ya arribaba lo sorprendente, no quería que me dejaran un lobo en la puerta, pero allí estaba deseándolo y no. Abrí la ventana, era un vendedor. Me ofrecía figuritas de barro, de nacimientos para navidad. Me animé a salir. Escogí, naturalmente, solo los cánidos, lobos, zorros, perros.
Subí; con las dos manos sostenía los animales envueltos en un periódico.
--Eran figuras de barro, quizá signifiquen algo.
--Es probable que no, dijo ella.
--Algo tiene que pasar, Lidia, algo nos tiene que pasar.
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