Pequeña taxonomía. La vicuña


A Jasón alguna vez se le encargó la piel de un carnero que cuando vivo, sus pisadas salpicaban oro. Luego de muerto, el carnero ascendió al cielo y devino constelación. Similar especie resultó la vicuña (vicugna vicugna) y también particular destino le esperó a un ejemplar que pastaba por pampas ayacuchanas. 

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El hombre ensaya catástrofes e imita a los vientos y las placas que estragan las superficies de la tierra, que se llevan árboles, vidas humanas y animales, ríos y cerros. Las hecatombes anteriores, de la edad de oro, representaron el desquicio del hombre ante las verdaderas catástrofes que llegan sin pedir permiso y advierten que lo verdaderamente terrible ocurre siempre en el futuro. Sacrificios parecidos fueron las carnicerías y escenas de cazas de los príncipes, o también juegos de la heroicidad, la muerte de miles de soldados, que en la edad moderna se redujeron a solo un olor a chamuscado, o a la palabra holocausto, que así como heca-tombe es cien toros, en griego, significó todo-quemado, de allí que las catástrofes del hombre moderno no se piensen en centenas sino en totalidades. 
Como los elefantes, los tigres, los rinocerontes y los zorros, las vicuñas son víctimas de catástrofes amasadas por la codicia humana. Los colmillos del elefante y el cuerno del rinoceronte, ambas debilidades de la naturaleza exuberante, se reparten en la ignorancia y los cuellos de algunos sujetos. La piel del tigre y los zorros viste la vanidad de carroñas humanas, usualmente mujeres de enorme talante y poco seso. La piel de la vicuña aparece en escaparates del primer mundo.

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Camélido americano, le dicen los europeos. Primo del ejemplar que llevó a Mahoma por el desierto. De los camellos, la vicuña ha conservado los enormes ojos como diamantes negros, también largas pestañas para proteger de arenas inexistentes a 3 500 metros sobre el mar, en el ande peruano. ¿En qué momento se habrá separado América de África? 
Luego está el otro primo, la alpaca. Una vicuña considera a la alpaca (vicugna pacos) la mejor cara del vencido. Los primeros peruanos, amantes de la textura fina y de los colores de la naturaleza, redujeron unas cuantas vicuñas y crearon la alpaca. La vicuña es, sobre todo, un animal salvaje.

La vicuña aparte de los ojos adiamantados, posee un cuello largo que juega con la dinámica de su realidad: el ichu del suelo exige un cuello corto. Su rostro se ve dominado por los ojos, la nariz y el hocico son alargados y tienden hacia lo diminuto; las orejas, verticales y cortas, siempre están alertas. Su cuerpo es esbelto; resume formas voluptuosas y elegantes a la vez, formas que uno espera en una mujer, pero también puede ser muy compacto y hermoso, en especial cuando se trata de hembras en estado de preñez. El color de la vicuña es legendario, del color de la piel tostada por el sol. Su pelambre siempre culmina como espuma al comienzo de sus extremidades; un penacho adorna su pecho. 

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Vi una vicuña encabritarse frente a un fusil. Como el espacio de la tierra se agota y los fusiles cierran, en una persecución nocturna la vicuña pudo tomar vuelo. Espera el Yana Mayu allá arriba y la vicuña puede ser constelación. Los antiguos señalan, la llama y su hijo, un pastor, un amaru, un condor, un hampat'u, un atoq, una vicuña, allá arriba, cuando no hay luz, en la noche, la vía láctea.

domingo, 26 de febrero de 2012 Leave a comment

Autorretratos: el hueso


Las fotos ni el cuerpo son traslúcidos, piensa cuando nota su reflejo en el vaso. Si cierra los ojos puede ver la sangre que se transporta por las venas. Corre, si revisa bien o pregunta a un médico, a 30 cm por segundo, que es bastante. Su cuerpo a veces se mantiene estático pero la sangre sigue su trayecto repetido. Si se corta la piel, el trayecto se interrumpe e incluso ingresan bichos del exterior. Su cuerpo responde a veces con fiebres; la última vez que le dio fiebre fue por una intensa amigdalitis. Había estado conversando hasta tarde el día anterior con su abuelo sobre su padre. El abuelo le daba detalles terribles que nunca hubiese querido saber de su padre; es muy probable que quisiera seguir temiéndole. Tomaron mucha cerveza, el abuelito siempre había sido aficionado al licor. Mientras más bebían frío, más sentía él que las amígdalas se resentían. El día siguiente se despertó con un gran ardor en toda la entrada de la boca y una gran desazón en el estómago. Esto es estar enfermo, putrefacción del cuerpo en vida, como bichos se comen mis tejidos, se convierten en flema o simplemente en residuos. 

Porque estaba enfermo se sentía muy aburrido. Si se quedaba en cama, padecía de un exceso de calor, si se sentaba a ver televisión, le daba dolores de cabeza. Su madre lo había atendido con paciencia. Era mucho peor cuando estaba enfermo. Y cuando estaba saludable era atroz. La madre lo trata como un monstruo. Si se pudiese ver las cosas como son, él siempre estaría encerrado en una jaula. Una vez en el hospital vio un afiche que representaba a los enfermos de asma. Decía algo así como que no deberían ser tratados como si estuvieran encerrados en una urna de cristal. A continuación aparecía un dibujo aficionado de un hombrecito caminando en la calle totalmente cubierto de un cubo de vidrio. La gente lo miraba sorprendida. Ese recuerdo de la niñez lo ha acompañado cada vez que se encontraba en enfermo. Ahora que camina por el parque para olvidar su fiebre y amigdalitis, se ve a sí mismo cubierto de una jaula, no como un preso que alguna vez vio en televisión dentro de una jaula enorme, mediática, sino una jaula de un zoológico, de un zoo de cristal. El licor de ayer no le hizo ver las cosas como son. Antaño pensaba que sí funcionaba de esa manera, pero ahora lo duda. Alguna vez borracho creyó asir una estrella, fue muy verídico. Había estado, de muy joven, con unos amigos en el jardín de una casa. No recuerda de quién pero no importa. Estaba tan ebrio que estiró su mano hacia el cielo, y como los niños cuando creen sujetar el sol, aplastó la luz que tenía a miles de años de distancia, que solo podría asir si es que estuviese viviendo en otra era; creyó tanto esta alucinación que incluso tuvo la impresión de que su mano quemaba, y se puso a dar vueltas buscando agua, porque su mano quemaba. No recuerda que impresión tuvo el resto de él, pero no le importa, por eso padece de esa jaula alrededor suyo. Desde aquella vez duda del poder de las alucinaciones inducidas. La verdadera alucinación es la que uno de verdad sufre, como la enfermedad y la fantasía animada, el amor.

El pequeño pueblo donde vive consta de pocas tiendas y de pocos parques. Se aburre también y regresa a casa para seguir batallando con la enfermedad. Agarraría un pote de lejía, se lo tragaría y exterminaría a todos los microbios que se posan organizando colonias en sus amígdalas, pero también él se inmolaría con ellos. Los microbios a estas alturas del día deberían haber pasado ya la edad clásica, media, deberían estar entrando en el renacimiento, porque las amígdalas arden con fuerza. Cuando entra a casa encuentra a su madre conversando por teléfono; solo sube las escaleras despacio y no atiende a qué es lo ella le dice. A unos cinco escalones se detiene frente al retrato suyo de cuando tenía seis años. Lo observa bien; aunque no definitivas, allí están todas las formas de su rostro, trazadas en una sola línea, como es el cuerpo. La foto es de cuando fue por primera vez fue a la primaria. Observa bien el retrato. El marco marrón está ya un poco apolillado. Recuerda la mirada de sus padres frente a él cuando se tomó esta foto; su miedo y su obediencia. Observa atentamente. Puede ver sus pequeñas venas verdes, algunas azuladas. También puede ver los pequeños tejidos entrelazados que dan forma al pequeño rostro, que era suyo; aguzando un poco más la vista, como si estuviera ciego, puede ver el pequeño cráneo similar al de su padre y su abuelo, las cuencas vacías. Observa sus manitas, el carpio y el metacarpio. De súbito levanta su brazo adulto, observa su copiosa vellosidad pero también el hueso húmero y el radio. Ni siquiera las venas y la piel. Si tuviera delante de él un espejo, lo posaría frente a su cuello y vería sus teijidos carcomidos. No se trata de una radiografía, si lo fuera, entonces por qué puede incluso, si no parpadea ¿puede ver la danza del ADN en cada célula? Se ha despojado ya del envoltorio; el llamado del destino no lo asusta.

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Misantropía 1

Sin querer había botado todas las almohadas esa noche. Cuando despertó se sintió cansado porque su cabeza había permanecido toda la noche en una postura difícil. Prendió la música porque cuatro movimientos endulzarían su ánimo y aplacarían su mala disposición. Despertarse era un martirio. 
Mientras se duchaba recordó una broma de una amiga el día anterior sobre un tío operado de la próstata. Le contó que en una reunión su tío bailaba y ella observó: si se sigue moviendo se le pueden salir los puntos. Se rió un poco; algún día tal vez muera de ese mal. Luego le dio de comer a su mascota, mitad cabra mitad gato. Lo miró y se sintió algo feliz. Bajó a la sala. Sus padres estaban viendo el noticiero matutino. No los saludó, salió de su casa. Recordó que había olvidado apagar la música: ya había pasado media hora, estaría en el tercer movimiento. Sintió perdérselo.

En el camino iba pensando que si cambiara algunos trazos del plano del edificio que se le había  encargado, ahorraría más material. Esa ocurrencia banal despareció cuando en el paradero divisó a una mujer guapa. La belleza se comparte, se dijo, porque había escuchado o leído algo así. Y sin embargo jamás se lo diría a alguien en persona. Después de todo, cuando uno llega a conocer verdaderamente a una mujer todo se desmorona. En los hombres detestaba la hombría excesiva, la ociosidad, la camaradería tribal, la estupidez confundida con bondad. En las mujeres también detestaba la extrema bondad que escondía una sorda capacidad para pensar y sentir; había conocido mujeres tan buenas hasta el vómito. Su mamá que es una de las personas más buenas que ha conocido, siempre le dice que en la mujer la bondad es suficiente. Tiene razón, se dice, animales domésticos, siempre acababan siendo sepultadas por los que les exige su especie, la maternidad. ¿Y los hombres? Los filósofos que no se dignan en discutir con sus mascotas, las mujeres. Y piensa en que están por llegar más atrocidades que Lucifer le susurra en el oído.

¿A quién estimas? Le grita la mirada de la mujer guapa que se posa sobre él. Todas las ocurrencias anteriores le borró el deseo y las ganas del cuerpo. Si la música ha aplacado ya los monstruos de las profundidades, qué queda, extranjero, ¿a quien amas? ¿a tu país? ¿a tus padres? 

--A las nubes que pasan allá arriba.


domingo, 19 de febrero de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. El unicornio II (la doncella)


El hombre impío acaba donde empieza el unicornio. Donde termina el cuerno del unicornio está la doncella. Esto último le dice o casi le grita la dama que sostiene al unicornio. Él piensa que ella ya no es doncella pero prefiere callarse, por prudencia.

El unicornio no quiere ser fotografiado, se mueve. Ya el flash ha alterado sus pupilas, las ha dilatado tanto que parece que padeciera de cataratas. La belleza del unicornio no se compara con la fragilidad de mi alma, dice la doncella que sostiene el unicornio. Ni con la resistencia de tus muslos, dice el fotógrafo.

El hombre impío no puede tocar al unicornio porque lo mancharía con su pecado. Animal tan delicado, ni siquiera una dama como yo lo puede sostener con sus propias manos, sino debe tocarlo con este tul color del cielo. ¿Cómo es la piel del unicornio?, le dice el hombre impío a la dama. Ella responde: tiene la textura de la espuma, pero con la consistencia de una fruta. Vibra, respira, tiene la temperatura más alta. El unicornio se acomoda entre los brazos de la dama, como un crío.

Ahora la doncella solamente quisiera contemplar al unicornio. Lo ha encerrado en su jardín, ha crecido. El unicornio puede dar vueltas; una vuelta, un año. El tiempo para el unicornio no ocurre como en el corazón del hombre. Ha dado doce vueltas, doce años. Él quiere que lo suelte ya para no ver morir al unicornio allí; pero no sabe lo que sí la doncella: que los unicornios pueden vivir miles de años. Abre la reja que encierra al unicornio, ella grita, el unicornio ha saltado con furia y con su cónica espada le ha atravesado el costado al hombre. 

jueves, 16 de febrero de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. El unicornio I (sin la dama)


Hermano el rinoceronte, del caballo, primo del centauro, el unicornio existe tanto como las especies extintas, los kraken y los perros. Esta afirmación podría ser discutida, por qué ¿de qué manera un perro existe más que un unicornio? Las cavilaciones al respecto terminan cuando dos personas somos incapaces de describir a un perro de manera idéntica. Le pedí a mis dos hijos que dibujaran nuestro perro solo por el placer de probar que el "perro" no existe. Efectivamente, el perro no existe. Cada uno dibujó algún ejemplar de la especie que mejor le parecía: hocicos, patas, orejas, mucho pelo, menos el perro dormido que teníamos delante. ¿Además, el perro de mi infancia y el perro que latente aborda a veces mi imaginación? 

Borges, presintiendo su ceguera, dijo que si tuviéramos a un unicornio frente a nosotros no lo reconoceríamos, no sabríamos que se trata efectivamente de un unicornio. Veríamos: cuerno, un color blanco destellante, patas y tórax equino, pero no sabríamos ciertamente que se trata de un unicornio. Quizá un resplandor cubista. Una anécdota de Buda muestra cómo los ciegos luego de tocar solo una parte de un elefante son incapaces de dilucidar el conjunto, el elefante mismo. La respuesta quizá se halle en que el tacto es tan engañoso. La sola idea de las partes construyen el conjunto del unicornio, engañoso al tacto pero problema superado en la imaginación. Y no es que no podamos reconocer al unicornio, porque ya ha existido como ensueño de muchos hombres; el trabajo de los artistas es darle forma definitiva a los objetos desperdigados por el mundo, o las solas ideas de mundo. Por eso sí lo podríamos reconocer, ya que yace en el regazo de muchas damas vírgenes flamencas, florentinas; en tapices orientales, estatuas chinas, en bestiarios; en cautiverio, libres, atacados como presa de caza, en el libro de Job. 

En todas esas situaciones reconoceríamos al unicornio.

miércoles, 15 de febrero de 2012 1 Comment

Pequeña taxonomía. Los peces abisales.


He decidido descender sin un submarino hacia el fondo del mar, solo atado del gran peñasco de Gibraltar. La presión quiere consumir mi cuerpo, pero me he provisto de un ropaje revestido de piel de serpiente. Y sin embargo la presión quiere todavía reventar mis pulmones. Mientras desciendo pienso en que este es el momento que he estado esperando durante mucho tiempo. Descender hasta el fondo me tomará, calculo, unas ocho horas. Para pasar el tiempo, cuento con un mecanismo que he diseñado en tierra; una tira con algunas cuentas, por cuenta que paso, rememoro completamente un episodio de algún año de mi vida desde 1970. De esa manera he recobrado mucho tiempo que se había asentado en las profundidades de mi memoria.

Hace algunos años que vengo en el entrenamiento para sobrevivir debajo del mar. Primero mi madre me dio a luz en un río. Luego al año aprendí a nadar. A los diez años podía recoger algas del fondo de un arrecife, a doscientos metros. En mi adolescencia solía competir con los delfines. Una radiografía le mostró al médico que controlaba mi tiroides que mis pulmones eran minúsculos, del tamaño de un perro. El saberlo lo alarmó pero no a mi madre, quien me entrenó para este momento; le explicó que era normal. Ella había sobrevivido con pulmones semejantes. 

Ingreso ya al paisaje abisal; no es tan extraño, se asemeja a la cuenca de una caracola. Se oye un rumor distinto del de la atmósfera terrestre, gobernada por el aire, se oye el sonido de una caída libre. Acá se escucha el verdadero sonido de la nada. Mis movimientos se han vuelto lentos; me esfuerzo por ver a través del silencio y la oscuridad sin éxito. Luego de algunos minutos aparece uno que otro pez abisal. Eliminan la oscuridad con el brillo de sus cuerpos. Estos peces lámparas tienen los ojos como grandes avellanas fosforescentes. No se acostumbran a mí, pero tienen pocas energías como para acercarse y atacarme. Me compadezco de ellas, quisiera tocar uno. Mi cuerpo flotante cada vez se hace más lento sin embargo, la gravedad es distinta. Me pregunto si estos animales sabrán qué sucede allá arriba. Me acerco a uno lo suficiente como para hablarle al oído. Quiero que me cuente la historia del mundo o sino que me deje leer en su cuerpo la genealogía de las profundidades. El pequeño pez lámpara me esquiva. Yo lo sigo, insisto en que comparta mi compañía, que deseche su tristeza. Me esquiva nuevamente. Se está tan solo acá abajo. Cerco al pez, pero este voltea y abre sus fauces enormes, cubiertas de pequeños dientes arqueados, las cuentas que sostenía en mi mano se caen, abre sus fauces y el silencio que había dominado mi estancia desaparece, es reemplazado por una voz potente que sale del vientre del pez brillante, una voz de la prehistoria, la potencia del pez que me canta: Freude, schöner Götterfunken!

Abrazo mi cuerpo y desciendo lentamente.

lunes, 13 de febrero de 2012 Leave a comment

Oh hada cibernética


Querida musa:

Regresa a visitarme mi amiga.

Disculpa que cuando hayas estado conmigo, sentada a mí lado, te haya torcido la muñeca con tanta fuerza.

También disculpa que haya roto el enchufe que suministraba energía a tus sesos.

¿Qué querías si no te gustaron mis historias de infiernos y de monstruos que devoraban a sus padres?

¿Qué querías si cuando discutimos sobre el ocio, tú desdeñaste mis aplicados esfuerzos, porque quieres que sea esclavo de tus apariciones? 

Ahora viene el Demonio a visitarme. Ha encendido mi pupila, ha destapado mi tímpano.

¿Por qué no te gusta mi nueva sabiduría, que me susurran moscas aficionadas al estiércol?

No te molestes si ahora tu verbo o los testimonios de tus hijos más dedicados no me pueden ayudar a descifrar el sonido y  color de cielo y las profundidades del mar. Ya no quiero musa deletrear las formas que me rodean, quiero pintarlas y hacerlas tañer.

Pero igual regresa, amiga, quiero que me presentes a tus hermanas, las que visitan a los otros desdichados.

T.

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La sinfonía de los mil


Les dije que nunca había que discutir con él sobre Mahler, que desataba en él torbellinos de histeria. No me hicieron caso y terminó la charla en un ambiente hostil, con vasos caídos y botellas rotas. Entonces la próxima vez que se juntaron, decidieron olvidar las conversaciones inspiradas o ilustres y se dispusieron a contar aventuras cotidianas. Primero comenzó Ana:

"Una vez de niña, fui a jugar al jardín de atrás con una vecina mía. Jugábamos a que ambas éramos madres y amas de casa. Cada una debía tener una casa y debía invitar a la otra a tomar algo, el té, un lonche, lo que sea. Usualmente nuestras madres nos llamaban a que pasemos y nos bañemos a las seis de la tarde, pero ese día, justamente, había una reunión en mi casa y nos dejaron por eso estar hasta más tarde. Nuestro juego perdió la trama de siempre y esta vez involucramos a los animales que siempre paseaban alrededor nuestro, mariposas, hormigas, chanchitos, mosquitos; empezamos a cocinarlos supuestamente, los poníamos en las sartenes y las ollas pero como no los matábamos, los insectos se movían por todos lados. Luego pensamos que sería bueno descubrir nidos de insectos para obtener más. Se nos ocurrió matarlos y tener una cacerola llena de insectos muertos. Eso hicimos con las hormigas pero eran tan livianas que no lográbamos colmar la cacerola. Me acordé que había un nido de chanchitos detrás de unas flores moradas. Mi hermano lo había descubierto y a veces dejábamos cucarachas muertas como ofrendas para mantener ese nido. Tomé un tallo caído y fuimos donde el nido. Era un modesto montículo con un agujero; introduje el tallo y levanté el montículo de tal forma que la pequeña colina que lo coronaba  se derrumbó. Fui más osada y hundí el tallo hasta las galerías profundas. Salieron con prisa cantidades ingentes de chanchitos, serían unos mil. Mi amiga y yo emprendimos la huida hacia nuestras casas, asustadas de esos animales diminutos que formaban un batallón del subsuelo, infernal."

Gustavo sabía que era su turno porque los dos lo miraban con atención luego de que Ana terminara su historia de infancia. Tomó un poco de vino y comenzó:

"Yo no tengo historias de ese tipo porque recuerdo poco mi infancia. Pero les puedo contar un sueño. El miércoles, si no me equivoco, había comido mucho en una cena que organizó mi madre por el cumpleaños de mi hermano mayor. Comimos harinas en demasía. En esa situación, yo no puedo dormir, cuando me acuesto siento que tengo en el vientre la comida como si estuviera dispuesta en el banquete de mi madre. Sabía que tenía que dormir porque al día siguiente debía hacer un envío importante y no había empaquetado nada y estaba sumamente preocupado. Esa preocupación y la comida, evidentemente, no me dejaban dormir, entonces volteé hacia mi velador y tomé dos pastillas para dormir. En quince minutos estuve dormido, pero no del todo, creo. Veía por ratos la luz amarilla que brillaba a lo lejos de mi ventana, en el sueño. El sueño iba a horcajadas entre mi cuerpo yaciente y el más allá. Lo que recuerdo es que estaba al frente de mi casa llegando de trabajar. Entré como siempre, todavía vivía con mi mujer, porque sus cosas estaban en la entrada. Comprendí de inmediato que se trataba de un sueño. Fui al baño, me lavé y oriné. Marina, mi exmujer, estaba en la cocina con el caño abierto. Salí del baño y en la sala vi a mi padre sentado. Mi padre ha muerto hace casi diez años. No me sorprendí porque sabía que era la dinámica del sueño, Marina y mi padre, los ausentes, y sin embargo le pregunté a Marina por qué había dejado entrar a mi padre si yo había dicho que no podía entrar. "Quiere pedirte algo", me dijo Marina, sin mirarme, todavía lavando las papas en el lavadero de la cocina. Fui directamente a la sala y le dije a mi padre para qué vino. Él estaba como lo recuerdo de niño, muy joven, casi de mi edad, con una camisa y pantalones claros, el cabello aún no encanecido, su reloj que ahora lo tengo y era el reloj del abuelo. Ese mismo reloj lo tenía yo en la muñeca en el sueño. Es este. 
Mi padre volteó y con una mirada amable me dijo: "Quiero encontrar a tu madre". Papá, le dije, mi madre está en tu casa como siempre, tranquila, con Fermín, ahí está anda allá: acá no está. Los celos, me dije, este hijo de puta ni muerto puede dejar a mi madre. Lo agarré del brazo y con fuerza le dije: ya dime qué quieras acá no está la vieja, no está, dime para qué has venido y lárgate de una vez. Mi padre imperturbable me dijo: "Hay que revisar las almas que están encerradas en mi cuarto, quizá por allí está tu madre". No recuerdo qué sucedió allí pero estábamos en mi antigua casa, la casa de mi niñez, pero estaba vacía, sin madre y sin Fermín, solo mi joven padre y yo. Mi padre avanzó hacia el pasadizo, subió la escalera. Yo lo seguí. Lentamente giró la perilla de la puerta y entró a su cuarto: "Hay que buscar a tu madre". Apenas la hoja de la puerta dio lugar a un torbellino nebuloso, entró una grana desesperación en mí, al ver la multiplicidad de ojos que desordenados giraban en esa habitación; temí encontrar a mi madre. No sé por qué razón, lo único que pude decirle a mi padre, con una voz desesperada es: pero acá debe haber más de mil almas, nunca encontraremos a mi madre. Y desperté. Eran las siete de la mañana."

Ramiro pensó que las dos historias eran pueriles, pero no se los dijo, temía dañar la sensibilidad de sus dos amigos. Ana y Gustavo tampoco hicieron comentarios sobre la historia de cada uno, habían quedado en que solo se trataba de compartir las historias sin más, era preferible eso a caer nuevamente en las discusiones sobre ilustres muertos o peor aún, el peor temor de los tres, los patéticos chismes del trabajo. Eso jamás, se dijeron alguna vez. 

Y sin embargo reinaba el silencio porque Ramiro buscaba en los recovecos de su memoria la presencia de ese relámpago que iluminara el momento actual en que sus amigos esperaban con impaciencia (miraban cada uno sus relojes) alguna historia. 

Entonces Ramiro comenzó: "Una vez..." E hizo una pausa. "Bueno...". Se detuvo nuevamente. 

Gustavo dijo: Si quieres lo dejamos para otra vez.

--No, respondió Ramiro con terquedad. 

Pararon algunos minutos en silencio pero Ramiro solo dijo:

--Si nos acosa el número mil, hablemos de la sinfonía ocho entonces.

Ana y Gustavo se miraron y recordaron que no se podía hablar de Mahler con él. Decepcionados además, que Ramiro no supiera hundirse en historias pueriles, que no pudiera saber que existe algo más que personajes ilustres, se levantaron, se despidieron y emprendieron el arte de la fuga.   

sábado, 11 de febrero de 2012 Leave a comment

Ejercicio de estilo. La magdalena de Proust.


Estimado R:

He aquí un pedazo móvil de Proust que nos pediste y que hemos transcrito con nuestro puño y letra.

Subrayamos lo que nos ha causado enorme emoción y un chispazo de sabiduría.

No descartamos que hayamos caído al abismo en el proceso de esta versión quizá algo equivocada.

Con enorme cariño,

T y T.

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Me parece muy razonable la creencia celta de que las almas de los que hemos perdido se encuentran cautivas en algún ser inferior, en un animal, un vegetal, una cosa inanimada, perdidas para nosotros hasta que un día, que para muchos jamás llega, en que quizá nos encontramos pasando cerca del árbol, nos hacemos del objeto que las aprisionan. Entonces ellas se estremecen, nos llaman, y tan pronto como las hemos reconocido, se rompe el encanto. Liberadas por nosotros, han vencido a la muerte y regresan a vivir a nuestro lado.

Así también es nuestro pasado. Es la pena perdida que buscamos evocar, pero todos los esfuerzos de nuestra inteligencia son inútiles. Está escondido fuera de su dominio y de su alcance, en cualquier objeto material (en la sensación que nos daría este objeto material) del que apenas sospechamos. Depende mucho del azar que nos reencontremos con el objeto antes de morir, o que no lo volvamos a encontrar.

Había pasado ya algunos años que, de Combray, todo lo que no fuera el teatro y el drama para acostarme no existía para mí, cuando un día de invierno, al regresar a casa, mi madre viendo que tenía frío, propuso darme un poco de té en contra de mi costumbre. Primero lo rechacé, y no sé por qué me arrepentí luego. Mandó a traer uno de esos bizcochos cortos y rechonchos, las pequeñas magdalenas, que parecían moldeadas en las válvulas ranuradas de una concha de venera. Y de pronto, de manera automática, agobiado por el día monótono y la perspectiva de un triste mañana, me llevaba a los labios una cucharada de té donde había dejado remojando un pedazo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el sorbo lleno de trocitos del bizcocho tocó mi paladar, me estremecí, atento a lo extraordinario que sucedía en mí. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin alguna respuesta sobre su causa. De pronto había vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres e ilusoria su brevedad, de la misma manera como opera el amor, colmándome de una esencia preciosa; más bien esta esencia no estaba en ella: era yo mismo. Había dejado de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde habría venido esta poderosa alegría? Sentía que estaba ligada al sabor del té  y al bizcocho, pero lo excedía infinitamente, no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía ella? ¿Qué significaba ella? ¿Dónde la aprehendí? Bebí un segundo sorbo pero no hallé más que en el primero, un tercero me trajo un poco menos que el segundo. Era la hora de detenerme, la virtud del brebaje parecía disminuir. Queda claro que la verdad que busco no se encuentra en el sabor sino en mí; este solo la ha despertado, pero no la conozco, y no puedo sino repetir indefinidamente, con cada vez menos fuerza, este mismo testimonio que no sé interpretar y que quiero, con el menor esfuerzo, ser capaz de invocar nuevamente y encontrar intacto, a mi disposición y a toda hora para un decisivo esclarecimiento. Dejé la taza y me dirigí a mi espíritu. A él le corresponde hallar la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre, todas las veces que el espíritu se siente superado por sí mismo, cuando a él, el buscador, es en todo su conjunto el país oscuro donde debe buscar y todo su equipaje no le servirá de nada. ¿Buscar? No solamente eso: crear. Se encuentra frente a cualquier cosa que todavía no es y que solo él puede realizar, luego la hacer ingresar a su luz.
Y comienzo a preguntarme nuevamente qué podía ser ese estado desconocido, que no aportaba alguna prueba lógica, pero estaba la evidencia de su felicidad, de su realidad; frente a él los otros estados se desvanecían. Quiero tratar de hacerlo reaparecer. Retrocedo con el pensamiento hacia el momento en que tomé la primera cucharada de té.  Encuentro el mismo estado sin ninguna claridad nueva. Le pido a mi espíritu un mayor esfuerzo para traer nuevamente la sensación que huyó. Y para que nada quiebre el impulso que tratará de recuperarla, descarto todo obstáculo, toda idea extranjera, protejo mis oídos y mi atención de los ruidos de la habitación vecina. Pero al sentir que mi espíritu se fatiga sin lograrlo, lo fuerzo, por el contrario, a notar esta distracción antes rechazada, a pensar otra cosa, a rehacerse antes de una tentativa suprema. Luego una segunda vez, hago un vacío delante de él, coloco frente a él el sabor aún reciente de este primer sorbo y siento estremecerse en mí alguna cosa que se desplaza, que querría elevarse, algo que habríamos desanclado en gran profundidad; no sé lo que es, pero aquello se eleva lentamente; trato de resistir y escucho el rumor de las distancias atravesadas.

Ciertamente lo que palpita así en el fondo de mí, debe ser la imagen, el recuerdo visual, que, unido a este sabor, procura seguirlo hasta mí. Pero se debate muy lejos, de manera muy confusa; percibo apenas el reflejo neutro donde se confunde el inasible tornado de los colores removidos; pero no puedo distinguir la forma, ni pedirle, como a un solo intérprete posible, traducir el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero, el sabor, pedirle que sujete aquella circunstancia en particular, preguntarle de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi clara consciencia ese recuerdo, el instante antiguo, cuya atracción el instante idéntico viene de tan lejos para solicitar, conmover, levantar todo al fondo de mí? No lo sé. Ahora no siento nada más, se ha detenido, quizá descendido nuevamente; ¿quién sabe si alguna vez regresará de su noche? Y cada vez la cobardía que nos aparta de toda tarea difícil, de toda obra importante, me aconsejó dejar aquello, tomar mi té pensando simplemente en mis problemas de hoy, en mis deseos de mañana que se alejan sin pena.
Y de pronto, el recuerdo apareció ante mí. Este sabor era el del pequeño pedazo de magdalena que los domingos en la mañana en Combray (porque esos días no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto, mi tía Léonie me lo ofrecía luego de haberlo remojado en su infusión de té o de tila. La vista de la pequeña magdalena no me había llevado hacia el recuerdo antes que la probara; quizá porque después siempre la veía, sin comerla, sobre las tabletas de los pasteleros; su imagen había desaparecido de esos días de Combray, para vincularse a otras más recientes: quizá porque de esos recuerdos abandonados fuera de la memoria hace tanto tiempo, nada sobreviviría, todo estaría desagregado; las formas—y aquella también de la pequeña concha de pastelería, tan engrasadamente sensual bajo su pliego severo y devoto—eran abolidas, o ensombrecidas, luego de haber perdido la fuerza de expansión que le habría permitido reunirse con la consciencia. Pero, cuando de un pasado antiguo nada subsiste, luego de la muerte de los seres, luego de las destrucción de las cosas, solos, más fríos pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor permanecen aún mucho tiempo, como las almas, para recordar, esperar, tener fe, sobre la ruina de todo el resto, para portar sin inclinarse, sobre su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo.
Y desde que hube reconocido el sabor del pedazo de la magdalena remojada en la tila que me daba mi tía (aunque no supe todavía y no volví a detenerme en descubrir por qué este recuerdo me ponía tan feliz), de pronto la vieja casa gris sobre la calle, donde estaba su cuarto, apareció y se impuso como un decorado de teatro en el pequeño pabellón que mira hacia el jardín, que habían construido para mis padres sobre su parte trasera (ese trozo mutilado que solamente había visto hasta allí); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y por todos los tiempos, el Lugar donde me enviaba antes de almorzar, las calles donde iba a hacer las compras, los caminos que tomaba si hacía un buen clima. Y como en ese juego con el que los japoneses se divierten mojando en un bol de porcelana lleno de agua pequeños pedazos de papel, indistinguibles hasta ese momento pero cuando apenas se sumergen, se estiran, se contornean, se colorean, se diferencian, se convierten en flores, casas, personajes consistentes y reconocibles; de igual manera ahora todas las flores de nuestro jardín y aquellas del parque de Swann, y las ninfeas de la Vivonne, y la gente decente de la aldea y sus pequeñas casas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que cobra forma y solidez, se libera, ciudad y jardines, de mi taza de té.

domingo, 5 de febrero de 2012 Leave a comment

Nota bíblica: Judit

Rehén entre las piernas de Judit, Holofernes cree avistar jardines, exteriores iluminados, destellos de joyas.  Cree ver y tocar a algún dios. No le importó que ella fuera viuda y haya sido amansada por otras manos; lo inmediato ocurría allí, en su lecho, con ese cuerpo que de pronto apareció sin invitación en su campamento para calmar las ansias y olvidar la vejez. 

A Holofernes el licor del banquete no lo ha afectado mucho, dispone sus cinco sentidos para el amor de esa noche. ¿Y ella? Judit tensa su cadera; sujeta con más fuerza a Holofernes. Lo engaña: le ofrece su cuello, le acaricia la espalda, lo aprieta sonriente en su seno. Siente su aliento sobre su cara y algunas palabras lisonjeras; el asco desaparece cuando voltea su rostro hacia la izquierda del lecho y ve entre la maraña de vestidos dispuestos antes con mucha cautela, el filoso brillo de una daga. 

Holofernes se encuentra en un arrebato religioso y no se percata de los movimientos concentrados de Judit, quien con gran disimulo oscurece más la vista del rey con su brazo derecho. Judit en esos momentos no siente sino piensa en los escasos movimientos medidos que le quedan esa noche. Retira suavemente su brazo izquierdo del peso y el trance de Holofernes. Sus dedos como tentáculos se hacen del mango de la daga de entre la maraña de tules, lo aprieta como si debiera sujetarlo para no caer a un abismo; ensaya tomar una bocanada de aire que el rey interpreta como un gemido de placer pero que ella sabe bien, es un canto de guerra. Holofernes apenas llega a sentir la ráfaga de su amante: la daga atraviesa su nuca como una lanza; tampoco se percata de los torrentes rojos que desprende su cuerpo ya inerte. 

Judit recibe la sangre en su cuerpo como hace unos instantes la simiente del rey. Lanza a un costado el cuerpo de Holofernes. Su rostro está tenso; piensa que falta aún cercenarle toda la cabeza. Solo quisiera salir de allí y lavarse el pecho, la entrepierna, el cabello.

sábado, 4 de febrero de 2012 Leave a comment

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