9 de setiembre. George


Me levanté hoy bastante tarde, no puse el despertador. Cuando volteé y miré el suelo, me fijé que estaba sucio; no una, sino varias capas de polvo debían haberse asentado en estos días en que me dio flojera coger la escoba y seguir con la limpieza, el imperativo de mi abuela. Me acordé entonces de un momento de una canción que me gusta bastante: I look at the floor and I see it needs sweeping. Sí, mi piso también necesitaba una barrida. Mi inglés es monolítico, pero esa canción la sé de memoria. El mejor trabajo de mi profesora de inglés y se podría decir el mejor trabajo de algún profesor que tuve. Aunque ella no sabría probablemente su verdadero valor, no sé ni siquiera por qué la eligió para enseñarnos el tiempo presente. Hay otras mejores, me susurró una compañera que estaba sentada en la carpeta de atrás. No supe que había mentido hasta que Héctor nos prestó una cuantiosa cantidad de cassettes de The Beatles a pedido mío. Mejores no había, había canciones que tenían el mismo espectro pero no mejores. El grupo no me pareció leyenda hasta que un día en que estuvimos en casa de Héctor, nos hizo subir a su cuarto y nos mostró una foto grande que un primo le acaba de regalar por su cumpleaños, y que guardaba casi escondida, de los cuatro beatles. Cuando pienso en George Harrison, autor de la canción que me recordó que tenía que limpiar; pienso en esa foto de los cuatro mirando hacia el oeste, con el cabello alborotado y el espíritu en suspensión, exhalando al unísono, los cuatro. Luego en videos, casi de forma obsesiva veía entrevistas a George Harrison y también él en concierto, quería descifrar qué había allí, si se podía aprender a ser así o había que nacer así. Así es: como si tuvieras miedo de matar a miles de microorganismos vivos que pululan alrededor de ti, como si cada movimiento de tu cuerpo hiciera daño al mundo. Los movimientos, eran los movimientos de su cuerpo los que simulaban a un espíritu, era el espíritu el que ahora tenía ojos, rasgaba la guitarra y hablaba. Ahora que mi piso está sucio, me acuerdo de él, de su muerte y yo tarareo la canción mientras me quito el pijama y me pongo la ropa de diario. Hoy me toca cocinar, regar unas cuantas plantas de haba que he sembrado en una pequeña parcela que permanece fértil, tratar de descifrar el mensaje que me llegó en la postal de Héctor.

El tema de la canción por supuesto no es el piso sucio sino cómo una guitarra puede llorar como un corazón desbocado. Quizá también la tarareo ahora porque el comienzo de la canción siempre evoca en mí la descarga del galope de los caballos; incluso hay un Heyouuu al comienzo, como el apeo del jinete; sigue el piano, el sonido de los cascos. Cuando hace poco estuve esperando en la estación por el bus que me traería a este distrito, no podía conciliar el sueño. Traté de prender un cigarrillo afuera para calmar el frío que me calcinaba hasta los pies. Envidié a Martín que tenía pesadillas sobre la silla. Para qué despertarlo; me senté al lado de un anciano que se abrigaba con una frazada y tenía un sombrero verde de pana. Hablamos del frío, de la diferencia entre los que frecuentábamos la costa y la sierra y eso nos llevó a los muertos de cada una de nuestras familias. Él contó casi como una enumeración triste la ausencia de algunos parientes que habían muerto de neumonía, de vejez y también algunos por el terrorismo, un policía y un comerciante. No sabía bien la situación de sus muertes. Lo malo de envejecer señorita es quedarse solo, todos se van muriendo, me dijo. Asentí. Quise emularlo y como él enumerar cuantiosas muertes para demostrarle que había soportado el dolor como él o algo parecido, esa pedantería que uno reluce en las conversaciones con extraños para demostrar que también uno ha recorrido algún camino, o para ser amable con su dolor. Decidí ir por una historia inventada para mantener el nivel de su conversación, gran parte de mi familia estaba viva aún: yo tuve un tío, al que quisimos bastante, hermano de mi papá, comencé. Vivía con nosotros siempre porque no tenía familia, o sí, luego nos enteramos que tenía un hijo, Dani, pero en ese entonces no sabíamos. Trabajaba como profesor en un colegio estatal, tenía una dedicación y paciencia únicas. Murió de cáncer, sufrió bastante; era artista, componía canciones sobre personas solitarias usualmente, también le gustaba dar largos paseos en la tarde y entonces de pronto, apareció su figura, la figura de George Harrison en mi mente, caminando con una levita blanca, como si él hubiera sido verdaderamente mi tío y obviamente también aparecía en la mente del señor del sombrero de pana, que creía con fe ciega que la persona a su lado había perdido a alguien sumamente especial en el 2001. Jorge se llamaba, no podía detenerme, tenía barba copiosa y cabellos oscuros, era muy delgado y su caminar era como de un espíritu, verdaderamente especial, como ninguna otra persona que haya visto, muy creyente también. Qué pena señorita, la gente buena se va bien rápido, así también todos los que se han muerto en mi familia eran los más buenos y los que se quedan serán los que tienen que pagar todavía. Se rio un poco para aplacar esos malos pensamientos. Sí señor, una pena me dio mi tío, ya se imaginará. Así llegó mi bus y desperté a Martín.

Un primer día de clase del colegio, nos pidieron que escribiéramos cómo habíamos pasado las vacaciones. Yo no había hecho nada digno, me daba vergüenza decir que solo había practicado natación con otro grupo de enfermizos fóbicos al invierno y que en las tardes veía He-Man y que a veces salía a montar bicicleta con mi hermano: F I N. Así mi triste tarea terminaría en una página. Entonces pensé que sería mejor presentar una tarea bien hecha. Creé en una tarde una historia muy sentimental, en que iba con una tía religiosa que sí existía de verdad, a visitar a un pescador de La Punta que tenía cáncer. El pescador me enseñaba el mar, las redes de pesca y cómo estaba sobreviviendo a su enfermedad. La profesora leyó mis vacaciones inventadas y al parecer se conmovió, de modo que la siguiente semana, delante de la clase me felicitó por la gran historia que había presentado, de cómo había aprendido el ciclo vital de las anchovetas en vivo y en directo y de cómo tan joven habían sabido lidiar con una persona muy enferma. ¿Nos puedes contar más? ¿Cómo era el pescador? De manera automática le dije: Se llamaba Jorge, tenía barba y cabellos oscuros, se vestía de blanco y le gustaba la música, caminaba y hablaba lento; su mirada parecía suspendida, muy especial, de verdad, creía mucho en Dios.

Todos los apóstoles de Jesús, me dijo una vez mi tía religiosa, fueron pescadores, gente en contacto con el mar y con el Señor. Todas las personas especiales tienen para mí el molde espiritual de George Harrison y todas las veces que necesite inventar historias sobre sujetos que se fueron temprano, será su figura la que evoque, como lo evocó Pierre Puvis de Chavannes mucho antes de que naciera. Ahora dejaré si polvo el piso del cuarto de la abuela y seguiré con el huerto y la segunda postal de Héctor.


miércoles, 24 de agosto de 2011

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