26 de setiembre. Dos niñas 2

Cerré mi bandeja de entrada y no quise responder. Me fui de la cabina de Internet y estaba esperando el bus que me traería de vuelta a casa. Todos. Si era cierto que sabe "de todos", esta vez Deborah lo había logrado. Quizá hasta haya logrado ver a Héctor. Un día, como seis meses después de conocernos, cuando regresábamos de las sesiones de catequesis, Deborah nos dijo que le daba miedo confesarse con el padre. Estaba programada una sesión de confesiones cada mes, de tal forma que no podíamos pecar. Martín y yo llegamos a un momento de saturación con esto del pecado. En casa, nuestros padres nos recordaban a cada rato, que no debíamos mentir ni responder, que debíamos obedecer porque era vital llegar en un estado puro a la confirmación. Ambos sabíamos que desde un inicio estábamos en catequesis porque era un favor que estábamos haciendo a nuestros padres y que esperábamos que como todo favor, sea devuelto; su gracia. Sin embargo, con el paso del tiempo, empezamos a creer en la caridad, a pensar en Jesús y el sacrificio y el mundo se había vuelto inhabitable, doliente. Mientras que en los retiros los otros jóvenes se divertían en serio porque la confirmación se había convertido en una actividad más, rutinaria, otro paso que debían seguir para ser adultos, para nosotros era una travesía tortuosa, que amenazaba con tragarse nuestra libertad. Fue peor cuando debimos confesarnos con fechas establecidas. Deborah estaba muy preocupada porque nos decía que tenía miedo de estar pecando en sueños o con el pensamiento.

Sus sueños le causaban pesar. Soñaba con una mujer que veía animales que representaban siempre a su familia. Nos contaba esto siempre casi como un susurro. En sus sueños, nos contó, aparecía un gallo que usualmente era su padre, su madre, una gallina y sus dos hermanas, dos ratas. Veía lo que les sucedía a cada uno de manera aislada, por lo general, nunca aparecía todo en conjunto. No llegó a ver a los animales interactuando juntos en los sueños. ¿Y tú qué eres? Le preguntamos. Yo soy la mujer adulta que siempre habla, que está al lado de cada animal en el campo, pero es como si me estuviera dirigiendo a mí misma, no puedo ver mi rostro porque no hay agua ni espejos. Cuando murió la única hermana de su mamá, en repetidos sueños aparecía la gallina negra desplumándose sola con el pico y sacaba las plumas con el cabo sangrante. ¿Qué más?, ¿Qué más? Le insistía siempre Martín para que le cuente sus sueños. --Eso es todo, ahí termina mi sueño. Otro sueño que tuvo fue cuando su hermana mayor, con la que tenía frecuentes disputas, salió embarazada. La mujer, ella probablemente, agarraba una rata marrón y le frotaba el vientre. La rata chillaba del miedo pero ella disfrutaba de los movimientos de sus dedos afilados sobre la pelambre del animal. Si es que terminamos prendados por Deborah los dos en esa época, es porque pensábamos sobre todo en sus sueños y en la posibilidad de que tuviera algún acuerdo involuntario o no firmado con el demonio. Nos horrorizaba sí, pero era el centro de nuestras primeras conjeturas y pensamientos adultos, porque admirábamos esa lucha espiritual, entre ella, que aspiraba a la bondad y sus sueños, que eran como visiones que inspirara el demonio, ya que siempre anunciaban lo temido. Deborah se convenció que la lucha era absurda porque ella estaba en el lado de los que sí creían en el bien. Amador, el catequista, cuando le pedí que nos cuente sobre los profetas, nos dijo que el Antiguo Testamento estaba poblado de ellos, nunca antes una era había tenido tantos que vieron todo lo que habría de suceder en sueños. Como una lección aprendida de memoria enumeró los casos de profecías: José descifró los sueños del faraón de Egipto, Daniel durante su cautiverio en Babilonia tuvo una serie de sueños de anunciación sobre la caída de Nabucodonosor, todo el libro de Isaías son sus sueños, Jeremías anunció la conquista de Judá por los caldeos, Ezequiel había predicho la llegada de Cristo con mucho detalle y así ni hablar de los profetas menores. Las profecías existían para prevenir al hombre de los vericuetos que le deparaba el destino: estén alertas, decía Dios. Quizá Deborah no estaba del todo mal y sus visiones no fueran un acuerdo involuntario con el demonio sino habían aparecido con frecuencia en estas últimas semanas porque pensaba mucho en sí misma y en el resto.

Y mientras tanto, Martín y yo entramos en competencia por quién estaría más cerca de ella. Aunque solucionada la confusión inicial en que creyó que yo era el primo y no la prima de Marcelo Cortés, quise nuevamente ante sus ojos ser un chico. El primer día, me recordaba siempre, ella se sentó a mi lado, no al lado de Martín; me decía constantemente: debo parecer más guapo que él, me debe querer a mí y no a él pero tiene miedo, como yo. ¿Todo eso habría que confesar al padre? Nada se desea en secreto, Dios está dentro de nuestros pensamientos, Dios ya sabía, era un hecho, que quería a Deborah de manera indebida y que de alguna forma tendría que redimir esos malos pensamientos. Mis hábitos querían ser masculinos porque si yo hubiera sido hombre, Deborah me habría escogido a mí y no a Martín. Volví a sentir esa fascinación que sentí entonces por Deborah después en dos hombres, nunca más por una mujer, pero lo de Deborah duró muy poco, casi como un guiño, un capricho quizá porque fue la primera relación duradera y aprobada por todos de Martín, muy poco como para que haya sido un ejemplo sostenido de amor. Quizá mi hermano no sabe que ese año y no por mi iniciativa, porque era demasiado tímida como para intentar acercarme físicamente a alguien, llegamos a cruzar el nebuloso limbo de la inagotable camaradería femenina y terminamos dándonos un beso en un acercamiento que habría podido ser una catástrofe y habría roto nuestra amistad de forma definitiva si no hubiese sido Deborah, sino otra chica con poca imaginación la que dio la cuerda. Esa tarde, me contó que había soñado que la mujer de siempre, o sea ella, besaba con ternura a una pequeña ave en el pico. ¿Siempre sueñas con aves Deborah? Estábamos viendo la televisión en mi cuarto, sentadas en la piecera de la cama y no respondió, solo volteó como un relámpago y apretó sus labios, que los sentí, ásperos, secos contra los míos, y su nariz fría, nerviosa. Nunca había besado a nadie hasta ese entonces y no pude reaccionar con delicadeza. Me alejé de inmediato porque estaba mal, porque había que ser fuertes y alejar todo eso que el cuerpo exige y la miré con asco, de la culpa, aunque no podía disimular mi pulso ni mi agitación. Deborah se levantó muy rápido y me dijo: ¡es que te pareces tanto a Martín! y se fue avergonzada o apenada por el súbito rechazo. Nunca volvimos a hablar de ello, nunca le he preguntado a Deborah si sentía algo por mí o me confundía a menudo con Martín. Ni ella ni yo comenzamos una conversación para recordar lo de esa tarde, no era necesario tampoco porque actuábamos lo más natural que pudimos. Solo sí estoy segura que ni Martín ni Deborah ni yo cuando nos fuimos a confesar le contamos al padre Roldán con quién nos habíamos besado ese mes de noviembre, último mes de sufrimiento antes de nuestra confirmación, que la hicimos con la mirada aprobatoria y hasta orgullosa de los catequistas, que siempre vieron en nosotros durante todo el periodo de catequesis, un verdadero y notable interés por la Biblia, que no era fingido, ni tampoco exento de las contradicciones que nos imponían nuestros cuerpos a la palabra de Dios, muy severa, y nos tomamos libertades en la confesión, del que para consolarnos, decíamos que no figuraba como sacramento en la Biblia.

Las visiones de Deborah a veces nos ayudaron aunque no lograba ver el conjunto sino elementos aislados, usualmente presa del infortunio. Un año después de terminar el colegio, Héctor, que era menor que nosotros, decidió irse de casa para siempre. Ella lo vio como un caballo que huía desbocado por un abismo sin caer, solo corría por las paredes del abismo. Lo soñó varias veces y se lo dijo a Martín. Sabíamos que Héctor era el caballo, quién más que él, que tenía una colección insólita de caballos de arcilla de varias razas, pero Deborah solo como otros sueños, vio solamente un animal solo. Luego de varias semanas del sueño, Héctor nos pidió que lo ayudáramos en su huida. Ahora Deborah me dice: de todos. Sabe de Héctor obviamente, sabe de mí, sabe de mis padres, quizá sabe los secretos de mis padres y los de Martín y los míos, y nos ha visto en un conjunto con la vista privilegiada de la mirada omnisciente de un dios que imaginó El Bosco, una caterva de hormigas en desconcierto; sabe que yo tengo lo que podría ser una nueva dirección o un mensaje o quién sabe qué cosa se le pudo haber ocurrido a Héctor y se lo ha dicho a Martín, por eso me ha advertido: es tu problema, si no quieres decirme. «Te has caído de un caballo». No lo ha dicho en balde Deborah el caballo y el golpe, nunca se agota Deborah, por eso regresé a la cabina de Internet y le respondí:
Deborah, estoy bien, no tengo nada, el que está en problemas es otra persona, tengo que hablar contigo, dime a qué hora estás en casa para llamarte. Es urgente, como ya lo sabes.

Regresé a casa en un micro bastante tarde, había paseado por el distrito varias horas, con la imagen de Deborah y nuestra historia que evoqué esa tarde, sobre todo del primer día en que conversamos y me confundió con un hombre.      

sábado, 27 de agosto de 2011

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