Decidí abrir la segunda postal aunque sabía de qué podría tratar. Las dos postales han llegado con retraso, una con mayor retraso que la otra. La única persona con la que he mantenido una comunicación fluida durante estas semanas en el campo, ha sido Martín. Siempre desde pequeños, comprendí que la persona que no agotaría su capacidad de comprender era él. Aunque la gente piensa que los hermanos gemelos pueden hacer todo juntos, mis padres se esforzaron porque seamos distintos. Incluso, a veces me pongo a pensar que llegaron a forzar la diferencia. Nos pusieron en colegios distintos, escogieron otros padrinos, tuvimos cuartos separados desde muy niños e incluso nos impusieron horarios de ver televisión y jugar que no coincidían. Sentía a veces que mi mamá tenía miedo de que hiciéramos contacto, de que nos asociáramos o de que nos amáramos más de lo permitido. Hemos vivido, Martín y yo, vidas distintas a pesar de haber compartido el mismo espacio, aunque en esencia somos uno, una sola célula dividida en dos, compartimos el mismo vientre a la vez y el mismo óvulo; debimos ser del mismo sexo ¿quién estaría en el error, él o yo? Martín fue un niño muy doliente, que lloraba cuando mis padres discutían y que finalmente entró en un extraño estado de letargo cuando nuestros padres se separaron por años. Hizo crecer su primera colección de maceteros a los cinco años pero nunca aprendió a jugar fútbol; sabe la diferencia entre las clases, reinos y filos de distintos animales y quisiera descubrir obscenidades para que creer que su vida es transparente.
Recuerdo todas estas cosas porque ahora en la casa me veo en la necesidad de cuidar el huerto de la abuela. He tenido que conversar con mis vecinos, algunos agricultores, para saber los tiempos de riego, de abono y todos esos asuntos que Martín sabe de memoria pero que acá no le importaron. Cuando vino, pensé que se sentiría mejor que yo acá, en la tierra, el sol y las sombras de los molles que rodean la casa de nuestra abuela, pero puso como pretexto el retorno a su trabajo y regresó. No hablaba con nadie. Sospecho que Martín no se queda acá porque las personas que nos rodean son muy cordiales y tienden a ser gregarios. Acá he visto lo que no pude ver en la ciudad con claridad o lo que empecé a sostener cuando empezamos a ser adolescentes, que él siente un desprecio evidente por el resto y que incluso podría regocijarse cuando experimenta con la crueldad. Por su cumpleaños número diez, mi madre le compró a Martín una chompa verde que no le gustó. Martín le prometió a mi madre que usaría la chaqueta, porque siempre hacía finalmente lo que ella quería; tiempo después mi madre se dio cuenta de que la quemó en el jardín y la enterró. Ya tiempo después, me contó que disfrutó cómo se consumía la prenda porque veía que madre pagaba la mala elección. Cuando a veces salgo a la plaza en la noche para conversar con las señoras de las tiendas y despejarme de la rutina del día, con algún fiambre o coca cola, me preguntan por mi vida y también por Martín. ¿Su hermano se fue? Raro mira su hermano, me dijo una vez la señora de la tienda. Ten cuidado Martín, no me mires así le decía mi mamá una de las primeras veces en que se entrenaba para desafiarla porque ella no le dejaba salir tarde con Miguel, hermano de Héctor. Cuántas veces mi madre le ha pedido perdón casi de rodillas a Martín, no recuerdo. Allí aprendimos a ser crueles también, en casa.
A la ficción sobre Misterio (creo que ya tiré la toalla sobre una biografía tan bien escrita a las que nos acostumbraron en el colegio, los libritos de Zweig), acompañaré a su cuidador, un joven de mirada penetrante que el lector no sabe, sabe cuidar plantas y hacer llorar a su madre, quizá un remedo de Childe Harold, lleno de defectos.
Aún no descifro qué está escrito en la segunda postal, le ha caído agua y la tinta chorreada ha distorsionado el mensaje. Solo recuerdo una imagen que apareció en mi sueño, un trazo de Caspar David Friedrich, muy famosa, de allí que en el sueño lo haya recordado con bastante detalle.
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