19 de septiembre. Dos niñas 1

Nada, no he planeado nada para vengarme. Al día siguiente del asalto, me miré en el espejo y noté que estaba siendo testigo privilegiado de mi carne descompuesta. Alrededor de la comisura derecha de mis labios aparecía un gran hematoma con varias tonalidades de violeta, casi tornándose verde. Mi nariz estaba muy golpeada, no podía ni estornudar. Me pregunté por qué tanto ensañamiento solo por un bolso casi vacío. Entendí a la vez que me pasaba una pomada por la cara para eliminar la gravedad del color, que no nos golpeamos los tres por el dinero sino por demostrar quien era el fuerte; apenas traté de defenderme con golpes, me enseñaron quién mandaba. Y demonios, hasta que alguien más fuerte o armado los instale en el miedo, ellos mandan. No volví a tocar el tema con mis vecinos, a quienes le daba pena verme tan forastera y tan maltratada y sola. También procuré no salir esos días para evitar preguntas incómodas; en la botica, la joven que me atendió me miró con desaprobación. Me han asaltado, le dije y lo iría repitiendo casi como un salmo con todas las personas con las que me encontraba. 

En parte quise pasar la ofensa por alto por mientras, todo es por mientras, me decía a mí misma todo el tiempo, porque estaba pendiente qué sucedió con Héctor. Además quería pedirle consejo a Martín sobre qué hacer después, el siguiente movimiento, a dónde ir y con qué dinero. Me he entretenido bastante con el huerto, los vecinos y las historias ajenas, una nueva rutina; no quiero encariñarme con nada. Y antes de irme, quisiera devolver una respuesta a los rateros. Siempre sospeché que Martín con algún entrenamiento podría ser un terrible carnicero, el peor de todos; pensé que quizá él si puede tener alguna buena idea para sacarme la ira de las tripas. Necesitaba una musa que cante a mi ira. 

El día había amanecido más radiante que otros, así que la gente estaba de muy buen humor, todos salvo yo. Me fui a la plaza por si había alguna novedad. Ninguna, incluso como era sábado, la feria artesanal ya se estaba instalando con la mejor disposición posible de todos. ¿Qué acá nunca pasaría nada? Por qué molestarse, me dije, si para eso vine, para encerrarme más. Siempre en Lima los noticieros hacían recuentos de muertes, grandes ocurrencias, robos y  me aburría de verlas porque estaba en otra latitud, no en la mía; mis preocupaciones estaban sentadas en mi futura vejez y en mi casa, pequeña cápsula donde todo parecía lejano, entonces pensaba que lo realmente importante nunca me sucedería, la historia aún no pasa por mí ni pasará. Tomé el desayuno y me fui a Yovera, el distrito donde siempre iba a revisar mi correo electrónico.

La cabina de internet estaba llena de niños que jugaban Counter Strike. El joven que atiende me saludó e hizo un ademán con su mano preguntándome qué sucedió con mi cara. Me asaltaron. Ojalá los colores de siempre regresen, me dije mientras me sentaba en una computadora y esperaba que encendiera. Abrí la bandeja de entrada y encontré varios mensajes. De mi padre, que me preguntaba cómo estaba, pero sobre todo me regañaba porque ya debí haber vuelto a trabajar. De Martín, en que me decía que no tenía noticias de Héctor pero que sospechaba que no era un giro de apoquiro el que había dado sino un verdadero extravío. La policía de Nevada había vuelto a llamar, un colombiano que trabajaba como intérprete, y decía que habían encontrado una mochila grande que había estado siendo empacada, o mejor dicho, la dejaron a medio empacar. La mujer que vivía con Héctor estaba verdaderamente desesperada, sabía que él se iba a ir por un tiempo por el cañón del río y que estaba preparando todo para el gran viaje. Encontraron el pasaporte de Héctor, algún dinero, pero no sus otros papeles, es decir sus otros pasaportes, me escribe Martín.  La policía ya sabe que Héctor no es su nombre de pila bautismal, sino que es otro individuo y que engañó a las autoridades americanas, su nombre, le exigieron a Martín, el que le dieron sus padres o cómo lo llamaban en el jardín de infancia. Manuel Cebrián y ahora sí sus padres sabrán qué fue de Héctor y también cómo nosotros fuimos cómplices de su desaparición. Alta traición, Martín, el nombre no, el nombre nunca debiste decir. Finalmente añade: estoy seguro de que sabes algo, pero no me lo quieres decir, es tu problema. No le respondí de inmediato porque me llamó la atención el tercer correo que vi en mi bandeja.

Cuando teníamos dieciséis años ambos en el programa de catequesis para hacer la confirmación conocimos a Deborah. Ella no iba al mismo colegio que los dos, iba a un colegio mixto, nosotros no. Los tres llegamos tarde a la primera sesión de catequesis en que teníamos que presentarnos. Nos sentamos los tres al final, en la última carpeta alargada de la parroquia mientras otros jóvenes líderes instaban al resto a presentarse. Deborah tenía quince años, cumpliría dieciséis en mayo, nosotros ya habíamos cumplido dieciséis en enero. Creyó la primera vez que éramos como mellizos, hombre y mujer, sino gemelos idénticos, hombre y hombre. En ese entonces yo llevaba el cabello casi del tamaño de Martín, que lo usaba ya bastante largo para la moda de entonces, pero tenía un flequillo al lado derecho. Mi ropa, casi siempre de colores pálidos, me daba un aspecto más importante, mayor y maduro, muy falso eso sí, pero que me blindaba bien. Lo primero que me dijo Deborah fue: ¿eres primo de Marcelo Conde, no? Me dijo que ustedes también estaban inscritos en este horario. Solo le dije: sí, sí es mi primo. Conocimos a Deborah en marzo y ya para julio era enamorada de Martín y hasta ahora lo sigue siendo. Es el correo de Deborah el que he abierto y que decía:

Hola Mune: ayer en la tarde vi que estabas mal, ¿te ha golpeado un caballo?. Le pregunté a Martín por ti pero no me quiere decir dónde estás. Te pasas si no quieres hablar conmigo, no te he hecho nada. Responde y dime si ya te recuperaste y cuándo vas a regresar. He visto varias cosas que necesito contarte DE TODOS. 

Ese "de todos" con mayúscula me preocupó. 




viernes, 26 de agosto de 2011

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