10 de octubre. Abuela




Después de casi seis meses de ausencia, mi abuela regresó a casa. La esperé en el terminal de buses; no me acordaba casi de ella, la imagen que se insinuaba como recuerdo era en realidad el rostro de mi madre envejecido, su imagen la había inventado a partir de mi madre y sus fotos de juventud que encontré en varios álbumes muy cuidados por ella, con leyendas debajo de cada foto. Una foto en especial es el paradigma de la figura que tenía en mente y que esperaba el día de su regreso. Es mi abuela con mi abuelo, tomados de la mano, con ropa de diario que usaban en el campo, los dos en la Huacachina. Ica, 1970, dice la foto, épocas en que la pasaban mal porque Velasco había borrado la antigua forma tenencia de tierras y ahora se había impuesto otra y a la que había que acostumbrarse y eso significó para mis abuelos algún sufrimiento; y ya luego en años posteriores sus hijos luego serían nuevas versiones de la rapiña. Ellos muy tostados por el sol, por el calor andino no por la brisa iqueña y el oasis se ve completo rodeado por las dunas, muy pequeño, una laguna artificial con palmeras que adornan postales, el resto, desierto. Esa foto es extraña porque  me hizo pensar lo tanto que se puede preciar en el ande el agua distinta a los ríos, a los manantiales encantados y a los nevados, qué tanto la gente quiere ver el mar o las aguas tropicales. Me parece una foto extraña porque mis abuelos parecen montados, no se ven integrados a la soleada imagen de la Huacachina, parecen calcomanías, no se ven ni felices ni quieren manifestar a los futuros veedores de las fotos lo bien que la pasaron, así como probablemente yo tampoco me vea natural en alguna foto que tome en el campo por el que esté de paso, mis movimientos se han condicionado al espacio cinético y voraz de la ciudad, tardaré algún tiempo en parecer acoplada a este paisaje.

Como Martín y yo vinimos a esta casa cuando ella ya llevaba casi un mes de ausencia, las llaves, los encargos, los detalles de las rutinas de la casa, los recibimos de una señora dueña de una tienda que está al frente, muy amiga de ella. No la vimos partir ni nos vio llegar, vinimos acá por circunstancias ajenas a ella y lo que necesitábamos mi hermano y yo era solamente su casa. Eso lo sabía ella, cuando hablé por teléfono a la casa de mi tío materno en Ica fui bastante clara: --Abuela queremos pasar las vacaciones allí, mi prima Cata dice que estarás en Ica varios meses. Vamos a pagar los recibos de agua, de luz, autovaluos, vamos a tener la casa limpia hasta tu llegada. Y el martes estaba parada en el terminal esperándola, casi a media hora de lo pactado. Un letrero que diga: «señora Inés» alivianaría la espera. Mi abuela no se parece a mi madre, no se parece a mí por lo tanto, y a pesar de eso se acercó con decisión, lo hizo más fácil, ella quien era la que no estaba obligada a reconocerme, hace veinte años que no nos vemos y a partir de los veinte años ya vas hacia el descenso: me has intuido bien, abuela. La última vez que los vimos fue para navidad de cuando teníamos once años e íbamos a cumplir doce, hace ya bastante tiempo, nos trajo chocotejas y mantequilla y tuvo una discusión de horas con mis padres, que no querían que ella le deje a mi madre unos terrenos que siempre pensó dejarle sino querían que les vendiera o regalara la casa donde estoy ahora. Nosotros nomás la podemos cuidar, mantenerla, ¿mi papá nunca habría querido que vendamos esa casa?, le dijo mi madre, el resto sabes bien que la va a vender. Y eran cuatro hermanos, ahora son tres, uno falleció hace dos años. Mi abuela se acaloró en esa ocasión, se debió haber sentido manipulada; es normal, me dijo Martín después, cuando ya habíamos perdido todo contacto con la abuela por nuestros padres, a los viejos también les tienen que estar diciendo que hacer, cuando eres chico te mandan porque no sabes, no has vivido y a un viejito, ¿qué? ¿qué se les puede decir?: «Has vivido tanto que ya te has desgastado». Así pasará con nuestros padres, llegará el día en que les digamos qué hacer. No quiero estar allí, le digo, una carga más. –O la hora de la venganza, se ríe Martín mientras mueve dos damas rojas. Aquella vez la abuela se fue sin despedirse de nosotros y no se quedó en mi cuarto donde acondicionaron dos camas. Terca, decía mi padre, terca y mi madre no defendía a su madre y me pareció terrible.
—Eres igualita a tu mamá. Y me abrazó. Olía a colonia de manzanilla.
—Sí –sonreí—así dice todo el mundo.

Llegamos a la casa en un taxi y con una cantidad considerable de paquetes que había traído de Ica, me contó que no había podido vender la casa porque nadie quiere vivir en este distrito muy alejado, pero que sí había logrado vender todo el ganado, que el clima de Ica era muy bueno y que le había asentado, pero que notaba que a mí no: «la piel se nota que se te ha curtido mucho y los labios también. ¿Tu hermano, será igualito a ti?» Sí, asenté, no le cayó bien el clima tampoco, pero regresó porque tiene que trabajar.
--¿Y tú no estás trabajando?
--No, es decir, sí, voy a trabajar pero quiero buscar un nuevo trabajo ya no en Lima, quiero hacer otras cosas.
Otras cosas. Mi abuela me miró extrañada y con toda la sabiduría de los años en que sus padres repetían fórmulas, también su esposo y la experiencia de la crianza de cuatro hijos que tuvieron que abandonarla para ir a estudiar a Lima me dijo: acá no vas a encontrar trabajo, acá no se puede hacer nada. Ya lo sé, estaba pensando en eso estas semanas, mejor dicho, estaba pensando, cavilando, inventando posibilidades, hasta que llegaron noticias de la pérdida de Héctor, hasta que me gustó estar acá y limpiar la casa todos los días, fijarme del crecimiento de mis plantas en el huerto y trazar a la hora del atardecer diferentes trayectos, sentarme a escribir o leer sin que nadie me hable y sin que mis amigos y madre y padre me estén recordando quién debo ser o qué se espera que yo haga: lo que viene después.
–Abuela, estaba pensando en buscar trabajo en otras cosas, no en lo que he hecho antes.

Un monólogo con una serie de indirectas seguía en que me enumeraba la buena vida que estaban gozando mis parientes de la segunda, tercera y incluso cuarta generación, su prole de la que estaba tan orgullosa porque los había visto crecer, con los que había celebrado fiestas de cumpleaños, navidades y años nuevos, graduaciones, compromisos, matrimonios, y había compartido con ellos sus logros que eran los suyos y que no eran los nuestros porque nosotros nos habíamos mantenido al margen de los tres hermanos de mi madre, porque además no nos habíamos casado, no teníamos hijos, no habíamos sabido ser útiles ni sobresalientes y Martín y yo éramos dos pedazos de una naranja malograda que es mi madre para el resto de hermanos mayores. La abuela sabe ocultar muy bien sus rencores y su cortesía escondía preguntas afiladas. Estábamos en la mesa de madera, en la cocina, tomando lonche; me hacía varias preguntas sobre nuestras rutinas, la vida de mis padres, la educación de Martín y yo, si habíamos ido a la universidad, qué trabajos teníamos y seguro una gran interrogación se habría instalado en su cabeza y pensaría entonces por qué estaban ustedes así, por qué no viven distinto y todavía ruegan los gemelos para quedarse acá tres, cuatro meses, si han seguido la fórmula del buen destino, nosotros la tercera generación ya debíamos de estar gozando de los sacrificios de ellos, de la artritis de mi abuelo, su muerte prematura y de las privaciones de mis padres y pensábamos trabajar «en otras cosas» ¿por qué entonces desperdiciar las horas trabajadas? Preguntas que seguro sus hijos de Ica con ironía le habían respondido: malagradecidos.
Mi anís estaba muy caliente y rodeaba la taza con mis manos para tener calor. En algún momento mi abuela se paró a apagar la cocina y la pude ver, no sé qué edad tendría pero se había conservado bien, no era muy alta pero sí noté que caminaba erguida, tenía los ojos bastante claros y era huesuda como mi mamá. Había venido para despedirme, eso estaba claro, pero luego de una primera conversación y de ver la casa limpia y el huerto yendo bien, me parecía que su cortesía se puso más sincera. Dejó las tazas en el lavadero de la cocina. Yo lavo, le dije. Se puso el chal marrón con el que vino y me dijo que saldría a saludar a su comadre Luz. Mañana seguimos conversando. Salí de manera instintiva detrás de ella, como una comitiva, no necesitó caminar mucho porque salió a su encuentro apenas abrió la puerta que da hacia la calle, la dueña de la tienda del frente, seguro estaba esperando que salga de la casa. Con el bullicio del saludo de las amigas, salieron otros vecinos a darle la bienvenida, porque eran casi las siete y todos estaban ya en casa. Yo solo me quedé recostada en el marco de la puerta viendo cómo había gente que quería a mi abuela.



martes, 30 de agosto de 2011 Leave a comment

03 de octubre. El centro del cuadro

Ya ha pasado cerca de una semana y no llamo a Deborah para que me cuente qué ha visto o soñado y por lo tanto sabe "de todos". No he regresado por eso a revisar mi correo para que me diga, estoy desocupada en la tarde o en la noche o en la madrugada, llámame que te contaré todo, ¿segura estás bien? He decidido cerrar mis oídos porque pensé que por más que Deborah siempre tuvo el privilegio de una visión ubicua, aunque intolerable para ella, seguramente, porque así son las regalos cuando no los pedimos, no podría saber más que yo; esta vez, me dije con orgullo, todo lo tengo yo, era solo cuestión de abrir los ojos, y ver bien la postal, el plus, el extra, la respuesta. 

Así, me tomó algunas horas descifrar la postal de Héctor, otra persona más entrenada que yo lo habría hecho en menos tiempo. Me sirvió un diccionario enciclopédico del estante de libros de mi abuela que usualmente leía el abuelo; uno de estos días había pensado en regalárselo a los niños del frente, pero era de 1957, qué les podía servir. Lo conservé por si me interesaba ver las imágenes en papel couché que hizo atractivo el diccionario cuando lo compró mi abuelo. El origen del alfabeto cirílico es más antiguo que la nación rusa, dice la entrada "Alfabeto", se deriva del alfabeto griego. La clave de la segunda postal que envió Héctor presenta una resolución bastante simple y hasta de razonamiento infantil, por lo mecánico, se trataba solamente de reemplazar los dígitos del alfabeto cirílico por el alfabeto latino, o eso creí al comienzo. El resultado del cuadrado compuesto por 5-5, cinco filas y cinco columnas me dio, en los primeros dígitos: Bank of America NV. Qué inocente y qué práctico, Héctor. Tu banco y tu Estado. Así quise seguir avanzando pero lo que era ante mis ojos cirílico, dejó de serlo cuando el reemplazo no empezó a funcionar porque lo siguiente pertenecía a otro sistema alfabético. Para buena suerte mía o debe ser la eficacia de los que elaboran diccionarios, al lado del alfabeto cirílico había otros alfabetos más, que me recordaron, como ya lo estaba intuyendo, de que se trataba del alfabeto griego. Pensé en números pero igual me detuve. Me salía una distribución de letras sin sentido en castellano, como una palabra en alguna lengua eslava, sin vocales, me acordé de el apellido de algún jugador de fútbol de Yugoslavia cuya pronunciación ridiculizaba a los comentaristas deportivos. Como vi que el procedimiento había comenzado de manera muy sencilla, así debía terminar, nada de trabalenguas, me dije. Héctor debía comprender mi impaciencia, debió haber diseñado un artefacto tan sencillo como bajar la palanca del water, tantos años juntos como camaradas. Sabía que cuando hacía manualidades cortaba todo muy rápido porque quería ver el resultado, ya, ya, ya, el retazo cortado; las bolitas de papel crepé solo debían parecer mínimamente redondas para que estuvieran perfectas para mí; hice un peluche que no podía durar más que unas horas, toda la espuma salía por las gruesas costuras, porque quería ver el producto final el mismo día y ese monstruo era resultado de mi impaciencia que se mofaba de las puntadas finas, de la divina proporción que trataban de emular los moldes. Dejé abandonada la postal porque no quería buscar sentido a esas consonantes sin vocales, bárbaras, pero dos días después, cansada de hojear revistas de moda de la abuela para desintoxicar mi mente de los dígitos de esta postal, de la biografía de Misterio que no podía seguir elaborando, decidí regresar a la entrada "Alfabeto" del diccionario. Allí me detuve y con paciencia de filólogo leí la entrada que abarcaba tres páginas: tenían que seguir números si aparecía el nombre del banco primero, me dije. Supe entonces que los números en Occidente y en la China y en Irán son de importación árabe, los griegos, como grandes obsesivos por darle nombre a todo, tenían su propio sistema de numeración: los números en griego se dicen también como las letras del alfabeto. El resultado final me arrojaba: Bank of America NV 0098 8546 87. Era el número de una cuenta bancaria, de todas maneras. 

Volteé la postal y la puse delante de mí. Es un paisaje lindo pero triste, por los rayos del sol, las piedras se ven como perlas, luminosas, pero no hay plantas ni animales, salvo pinos solitarios dispersos por las montañas rocosas, Nevada. El río Colorado. Los ríos en Estados Unidos tienen nombres bonitos, como los ríos andinos, Colorado, Misisipí, Bravo, Misuri. ¿Qué hago con un número de cuenta bancaria? El miércoles por la tarde fui a la tienda a comprar fósforos. La dueña me dijo que mi semblante había mejorado: --Qué bueno que su cara se haya mejorado bien rápido, señorita, su abuelita se iba a asustar si la veía así, de todo se impresiona. Sí, mi abuela, ya debería estar de vuelta, tanto se demora. Y siguió: --El señor Diego de la municipalidad me ha dicho que se habían olvidado una carta para usted me ha dejado encargado que le diga que vaya a recoger. Mi abuela o Héctor, pensé de inmediato. 

La tercera postal de Héctor tiene la imagen de un mapache y es anterior a la postal del código pero no del mustang. La leyenda dice: Raccoon, original from North America. Ha llegado tarde porque no ha sido enviada a Martín primero sino directamente a mí, seguro Héctor supo después mi dirección y prefirió enviarla de frente. Tardó esta en llegar más que las otras que las envió a Lima. Recordé que nos gustaba mucho una canción que se llamaba Rocky Raccoon. El primo de Héctor que vivía con él nos contó que la canción trataba sobre un cowboy de Dakota, Rocky. Rocky Raccoon se enfrenta en un duelo y termina herido pero al final parece que es invencible y promete revivir, Rocky's revival, termina la canción. La postal solo dice así:
"Mune: chequea la postal siguiente, es importante. Te escribo apenas des señal al correo del mapache de que tienes bien el número."
Entonces ya había planeado desaparecer, incluso de Martín. ¿Por qué escribía casi en clave Héctor? Como a Héctor le gustaban los cowboys y Rocky Raccoon era un nombre no muy conocido de cowboy y en clave musical, se creó una cuenta con ese nombre que solo utilizaba con las personas que lo conocían como Manuel Cebrián, que prácticamente para la época en que se creó su correo electrónico, éramos Martín y yo (y Deborah, probablemente), salvo que alguien más supiera de que todavía alguien lo llamaba por ese nombre y no nos lo haya contado. 

A estas alturas de la semana, he dejado de lado la biografía de Misterio, que me justificará, estoy segura, la expectativa sobre el regreso mi abuela, la conversación pendiente con Deborah. Las intenciones de Héctor ocupan el centro de ese cuadro que componen sus extrañas postales.



domingo, 28 de agosto de 2011 Leave a comment

26 de setiembre. Dos niñas 2

Cerré mi bandeja de entrada y no quise responder. Me fui de la cabina de Internet y estaba esperando el bus que me traería de vuelta a casa. Todos. Si era cierto que sabe "de todos", esta vez Deborah lo había logrado. Quizá hasta haya logrado ver a Héctor. Un día, como seis meses después de conocernos, cuando regresábamos de las sesiones de catequesis, Deborah nos dijo que le daba miedo confesarse con el padre. Estaba programada una sesión de confesiones cada mes, de tal forma que no podíamos pecar. Martín y yo llegamos a un momento de saturación con esto del pecado. En casa, nuestros padres nos recordaban a cada rato, que no debíamos mentir ni responder, que debíamos obedecer porque era vital llegar en un estado puro a la confirmación. Ambos sabíamos que desde un inicio estábamos en catequesis porque era un favor que estábamos haciendo a nuestros padres y que esperábamos que como todo favor, sea devuelto; su gracia. Sin embargo, con el paso del tiempo, empezamos a creer en la caridad, a pensar en Jesús y el sacrificio y el mundo se había vuelto inhabitable, doliente. Mientras que en los retiros los otros jóvenes se divertían en serio porque la confirmación se había convertido en una actividad más, rutinaria, otro paso que debían seguir para ser adultos, para nosotros era una travesía tortuosa, que amenazaba con tragarse nuestra libertad. Fue peor cuando debimos confesarnos con fechas establecidas. Deborah estaba muy preocupada porque nos decía que tenía miedo de estar pecando en sueños o con el pensamiento.

Sus sueños le causaban pesar. Soñaba con una mujer que veía animales que representaban siempre a su familia. Nos contaba esto siempre casi como un susurro. En sus sueños, nos contó, aparecía un gallo que usualmente era su padre, su madre, una gallina y sus dos hermanas, dos ratas. Veía lo que les sucedía a cada uno de manera aislada, por lo general, nunca aparecía todo en conjunto. No llegó a ver a los animales interactuando juntos en los sueños. ¿Y tú qué eres? Le preguntamos. Yo soy la mujer adulta que siempre habla, que está al lado de cada animal en el campo, pero es como si me estuviera dirigiendo a mí misma, no puedo ver mi rostro porque no hay agua ni espejos. Cuando murió la única hermana de su mamá, en repetidos sueños aparecía la gallina negra desplumándose sola con el pico y sacaba las plumas con el cabo sangrante. ¿Qué más?, ¿Qué más? Le insistía siempre Martín para que le cuente sus sueños. --Eso es todo, ahí termina mi sueño. Otro sueño que tuvo fue cuando su hermana mayor, con la que tenía frecuentes disputas, salió embarazada. La mujer, ella probablemente, agarraba una rata marrón y le frotaba el vientre. La rata chillaba del miedo pero ella disfrutaba de los movimientos de sus dedos afilados sobre la pelambre del animal. Si es que terminamos prendados por Deborah los dos en esa época, es porque pensábamos sobre todo en sus sueños y en la posibilidad de que tuviera algún acuerdo involuntario o no firmado con el demonio. Nos horrorizaba sí, pero era el centro de nuestras primeras conjeturas y pensamientos adultos, porque admirábamos esa lucha espiritual, entre ella, que aspiraba a la bondad y sus sueños, que eran como visiones que inspirara el demonio, ya que siempre anunciaban lo temido. Deborah se convenció que la lucha era absurda porque ella estaba en el lado de los que sí creían en el bien. Amador, el catequista, cuando le pedí que nos cuente sobre los profetas, nos dijo que el Antiguo Testamento estaba poblado de ellos, nunca antes una era había tenido tantos que vieron todo lo que habría de suceder en sueños. Como una lección aprendida de memoria enumeró los casos de profecías: José descifró los sueños del faraón de Egipto, Daniel durante su cautiverio en Babilonia tuvo una serie de sueños de anunciación sobre la caída de Nabucodonosor, todo el libro de Isaías son sus sueños, Jeremías anunció la conquista de Judá por los caldeos, Ezequiel había predicho la llegada de Cristo con mucho detalle y así ni hablar de los profetas menores. Las profecías existían para prevenir al hombre de los vericuetos que le deparaba el destino: estén alertas, decía Dios. Quizá Deborah no estaba del todo mal y sus visiones no fueran un acuerdo involuntario con el demonio sino habían aparecido con frecuencia en estas últimas semanas porque pensaba mucho en sí misma y en el resto.

Y mientras tanto, Martín y yo entramos en competencia por quién estaría más cerca de ella. Aunque solucionada la confusión inicial en que creyó que yo era el primo y no la prima de Marcelo Cortés, quise nuevamente ante sus ojos ser un chico. El primer día, me recordaba siempre, ella se sentó a mi lado, no al lado de Martín; me decía constantemente: debo parecer más guapo que él, me debe querer a mí y no a él pero tiene miedo, como yo. ¿Todo eso habría que confesar al padre? Nada se desea en secreto, Dios está dentro de nuestros pensamientos, Dios ya sabía, era un hecho, que quería a Deborah de manera indebida y que de alguna forma tendría que redimir esos malos pensamientos. Mis hábitos querían ser masculinos porque si yo hubiera sido hombre, Deborah me habría escogido a mí y no a Martín. Volví a sentir esa fascinación que sentí entonces por Deborah después en dos hombres, nunca más por una mujer, pero lo de Deborah duró muy poco, casi como un guiño, un capricho quizá porque fue la primera relación duradera y aprobada por todos de Martín, muy poco como para que haya sido un ejemplo sostenido de amor. Quizá mi hermano no sabe que ese año y no por mi iniciativa, porque era demasiado tímida como para intentar acercarme físicamente a alguien, llegamos a cruzar el nebuloso limbo de la inagotable camaradería femenina y terminamos dándonos un beso en un acercamiento que habría podido ser una catástrofe y habría roto nuestra amistad de forma definitiva si no hubiese sido Deborah, sino otra chica con poca imaginación la que dio la cuerda. Esa tarde, me contó que había soñado que la mujer de siempre, o sea ella, besaba con ternura a una pequeña ave en el pico. ¿Siempre sueñas con aves Deborah? Estábamos viendo la televisión en mi cuarto, sentadas en la piecera de la cama y no respondió, solo volteó como un relámpago y apretó sus labios, que los sentí, ásperos, secos contra los míos, y su nariz fría, nerviosa. Nunca había besado a nadie hasta ese entonces y no pude reaccionar con delicadeza. Me alejé de inmediato porque estaba mal, porque había que ser fuertes y alejar todo eso que el cuerpo exige y la miré con asco, de la culpa, aunque no podía disimular mi pulso ni mi agitación. Deborah se levantó muy rápido y me dijo: ¡es que te pareces tanto a Martín! y se fue avergonzada o apenada por el súbito rechazo. Nunca volvimos a hablar de ello, nunca le he preguntado a Deborah si sentía algo por mí o me confundía a menudo con Martín. Ni ella ni yo comenzamos una conversación para recordar lo de esa tarde, no era necesario tampoco porque actuábamos lo más natural que pudimos. Solo sí estoy segura que ni Martín ni Deborah ni yo cuando nos fuimos a confesar le contamos al padre Roldán con quién nos habíamos besado ese mes de noviembre, último mes de sufrimiento antes de nuestra confirmación, que la hicimos con la mirada aprobatoria y hasta orgullosa de los catequistas, que siempre vieron en nosotros durante todo el periodo de catequesis, un verdadero y notable interés por la Biblia, que no era fingido, ni tampoco exento de las contradicciones que nos imponían nuestros cuerpos a la palabra de Dios, muy severa, y nos tomamos libertades en la confesión, del que para consolarnos, decíamos que no figuraba como sacramento en la Biblia.

Las visiones de Deborah a veces nos ayudaron aunque no lograba ver el conjunto sino elementos aislados, usualmente presa del infortunio. Un año después de terminar el colegio, Héctor, que era menor que nosotros, decidió irse de casa para siempre. Ella lo vio como un caballo que huía desbocado por un abismo sin caer, solo corría por las paredes del abismo. Lo soñó varias veces y se lo dijo a Martín. Sabíamos que Héctor era el caballo, quién más que él, que tenía una colección insólita de caballos de arcilla de varias razas, pero Deborah solo como otros sueños, vio solamente un animal solo. Luego de varias semanas del sueño, Héctor nos pidió que lo ayudáramos en su huida. Ahora Deborah me dice: de todos. Sabe de Héctor obviamente, sabe de mí, sabe de mis padres, quizá sabe los secretos de mis padres y los de Martín y los míos, y nos ha visto en un conjunto con la vista privilegiada de la mirada omnisciente de un dios que imaginó El Bosco, una caterva de hormigas en desconcierto; sabe que yo tengo lo que podría ser una nueva dirección o un mensaje o quién sabe qué cosa se le pudo haber ocurrido a Héctor y se lo ha dicho a Martín, por eso me ha advertido: es tu problema, si no quieres decirme. «Te has caído de un caballo». No lo ha dicho en balde Deborah el caballo y el golpe, nunca se agota Deborah, por eso regresé a la cabina de Internet y le respondí:
Deborah, estoy bien, no tengo nada, el que está en problemas es otra persona, tengo que hablar contigo, dime a qué hora estás en casa para llamarte. Es urgente, como ya lo sabes.

Regresé a casa en un micro bastante tarde, había paseado por el distrito varias horas, con la imagen de Deborah y nuestra historia que evoqué esa tarde, sobre todo del primer día en que conversamos y me confundió con un hombre.      

sábado, 27 de agosto de 2011 Leave a comment

19 de septiembre. Dos niñas 1

Nada, no he planeado nada para vengarme. Al día siguiente del asalto, me miré en el espejo y noté que estaba siendo testigo privilegiado de mi carne descompuesta. Alrededor de la comisura derecha de mis labios aparecía un gran hematoma con varias tonalidades de violeta, casi tornándose verde. Mi nariz estaba muy golpeada, no podía ni estornudar. Me pregunté por qué tanto ensañamiento solo por un bolso casi vacío. Entendí a la vez que me pasaba una pomada por la cara para eliminar la gravedad del color, que no nos golpeamos los tres por el dinero sino por demostrar quien era el fuerte; apenas traté de defenderme con golpes, me enseñaron quién mandaba. Y demonios, hasta que alguien más fuerte o armado los instale en el miedo, ellos mandan. No volví a tocar el tema con mis vecinos, a quienes le daba pena verme tan forastera y tan maltratada y sola. También procuré no salir esos días para evitar preguntas incómodas; en la botica, la joven que me atendió me miró con desaprobación. Me han asaltado, le dije y lo iría repitiendo casi como un salmo con todas las personas con las que me encontraba. 

En parte quise pasar la ofensa por alto por mientras, todo es por mientras, me decía a mí misma todo el tiempo, porque estaba pendiente qué sucedió con Héctor. Además quería pedirle consejo a Martín sobre qué hacer después, el siguiente movimiento, a dónde ir y con qué dinero. Me he entretenido bastante con el huerto, los vecinos y las historias ajenas, una nueva rutina; no quiero encariñarme con nada. Y antes de irme, quisiera devolver una respuesta a los rateros. Siempre sospeché que Martín con algún entrenamiento podría ser un terrible carnicero, el peor de todos; pensé que quizá él si puede tener alguna buena idea para sacarme la ira de las tripas. Necesitaba una musa que cante a mi ira. 

El día había amanecido más radiante que otros, así que la gente estaba de muy buen humor, todos salvo yo. Me fui a la plaza por si había alguna novedad. Ninguna, incluso como era sábado, la feria artesanal ya se estaba instalando con la mejor disposición posible de todos. ¿Qué acá nunca pasaría nada? Por qué molestarse, me dije, si para eso vine, para encerrarme más. Siempre en Lima los noticieros hacían recuentos de muertes, grandes ocurrencias, robos y  me aburría de verlas porque estaba en otra latitud, no en la mía; mis preocupaciones estaban sentadas en mi futura vejez y en mi casa, pequeña cápsula donde todo parecía lejano, entonces pensaba que lo realmente importante nunca me sucedería, la historia aún no pasa por mí ni pasará. Tomé el desayuno y me fui a Yovera, el distrito donde siempre iba a revisar mi correo electrónico.

La cabina de internet estaba llena de niños que jugaban Counter Strike. El joven que atiende me saludó e hizo un ademán con su mano preguntándome qué sucedió con mi cara. Me asaltaron. Ojalá los colores de siempre regresen, me dije mientras me sentaba en una computadora y esperaba que encendiera. Abrí la bandeja de entrada y encontré varios mensajes. De mi padre, que me preguntaba cómo estaba, pero sobre todo me regañaba porque ya debí haber vuelto a trabajar. De Martín, en que me decía que no tenía noticias de Héctor pero que sospechaba que no era un giro de apoquiro el que había dado sino un verdadero extravío. La policía de Nevada había vuelto a llamar, un colombiano que trabajaba como intérprete, y decía que habían encontrado una mochila grande que había estado siendo empacada, o mejor dicho, la dejaron a medio empacar. La mujer que vivía con Héctor estaba verdaderamente desesperada, sabía que él se iba a ir por un tiempo por el cañón del río y que estaba preparando todo para el gran viaje. Encontraron el pasaporte de Héctor, algún dinero, pero no sus otros papeles, es decir sus otros pasaportes, me escribe Martín.  La policía ya sabe que Héctor no es su nombre de pila bautismal, sino que es otro individuo y que engañó a las autoridades americanas, su nombre, le exigieron a Martín, el que le dieron sus padres o cómo lo llamaban en el jardín de infancia. Manuel Cebrián y ahora sí sus padres sabrán qué fue de Héctor y también cómo nosotros fuimos cómplices de su desaparición. Alta traición, Martín, el nombre no, el nombre nunca debiste decir. Finalmente añade: estoy seguro de que sabes algo, pero no me lo quieres decir, es tu problema. No le respondí de inmediato porque me llamó la atención el tercer correo que vi en mi bandeja.

Cuando teníamos dieciséis años ambos en el programa de catequesis para hacer la confirmación conocimos a Deborah. Ella no iba al mismo colegio que los dos, iba a un colegio mixto, nosotros no. Los tres llegamos tarde a la primera sesión de catequesis en que teníamos que presentarnos. Nos sentamos los tres al final, en la última carpeta alargada de la parroquia mientras otros jóvenes líderes instaban al resto a presentarse. Deborah tenía quince años, cumpliría dieciséis en mayo, nosotros ya habíamos cumplido dieciséis en enero. Creyó la primera vez que éramos como mellizos, hombre y mujer, sino gemelos idénticos, hombre y hombre. En ese entonces yo llevaba el cabello casi del tamaño de Martín, que lo usaba ya bastante largo para la moda de entonces, pero tenía un flequillo al lado derecho. Mi ropa, casi siempre de colores pálidos, me daba un aspecto más importante, mayor y maduro, muy falso eso sí, pero que me blindaba bien. Lo primero que me dijo Deborah fue: ¿eres primo de Marcelo Conde, no? Me dijo que ustedes también estaban inscritos en este horario. Solo le dije: sí, sí es mi primo. Conocimos a Deborah en marzo y ya para julio era enamorada de Martín y hasta ahora lo sigue siendo. Es el correo de Deborah el que he abierto y que decía:

Hola Mune: ayer en la tarde vi que estabas mal, ¿te ha golpeado un caballo?. Le pregunté a Martín por ti pero no me quiere decir dónde estás. Te pasas si no quieres hablar conmigo, no te he hecho nada. Responde y dime si ya te recuperaste y cuándo vas a regresar. He visto varias cosas que necesito contarte DE TODOS. 

Ese "de todos" con mayúscula me preocupó. 




viernes, 26 de agosto de 2011 Leave a comment

9 de setiembre. George


Me levanté hoy bastante tarde, no puse el despertador. Cuando volteé y miré el suelo, me fijé que estaba sucio; no una, sino varias capas de polvo debían haberse asentado en estos días en que me dio flojera coger la escoba y seguir con la limpieza, el imperativo de mi abuela. Me acordé entonces de un momento de una canción que me gusta bastante: I look at the floor and I see it needs sweeping. Sí, mi piso también necesitaba una barrida. Mi inglés es monolítico, pero esa canción la sé de memoria. El mejor trabajo de mi profesora de inglés y se podría decir el mejor trabajo de algún profesor que tuve. Aunque ella no sabría probablemente su verdadero valor, no sé ni siquiera por qué la eligió para enseñarnos el tiempo presente. Hay otras mejores, me susurró una compañera que estaba sentada en la carpeta de atrás. No supe que había mentido hasta que Héctor nos prestó una cuantiosa cantidad de cassettes de The Beatles a pedido mío. Mejores no había, había canciones que tenían el mismo espectro pero no mejores. El grupo no me pareció leyenda hasta que un día en que estuvimos en casa de Héctor, nos hizo subir a su cuarto y nos mostró una foto grande que un primo le acaba de regalar por su cumpleaños, y que guardaba casi escondida, de los cuatro beatles. Cuando pienso en George Harrison, autor de la canción que me recordó que tenía que limpiar; pienso en esa foto de los cuatro mirando hacia el oeste, con el cabello alborotado y el espíritu en suspensión, exhalando al unísono, los cuatro. Luego en videos, casi de forma obsesiva veía entrevistas a George Harrison y también él en concierto, quería descifrar qué había allí, si se podía aprender a ser así o había que nacer así. Así es: como si tuvieras miedo de matar a miles de microorganismos vivos que pululan alrededor de ti, como si cada movimiento de tu cuerpo hiciera daño al mundo. Los movimientos, eran los movimientos de su cuerpo los que simulaban a un espíritu, era el espíritu el que ahora tenía ojos, rasgaba la guitarra y hablaba. Ahora que mi piso está sucio, me acuerdo de él, de su muerte y yo tarareo la canción mientras me quito el pijama y me pongo la ropa de diario. Hoy me toca cocinar, regar unas cuantas plantas de haba que he sembrado en una pequeña parcela que permanece fértil, tratar de descifrar el mensaje que me llegó en la postal de Héctor.

El tema de la canción por supuesto no es el piso sucio sino cómo una guitarra puede llorar como un corazón desbocado. Quizá también la tarareo ahora porque el comienzo de la canción siempre evoca en mí la descarga del galope de los caballos; incluso hay un Heyouuu al comienzo, como el apeo del jinete; sigue el piano, el sonido de los cascos. Cuando hace poco estuve esperando en la estación por el bus que me traería a este distrito, no podía conciliar el sueño. Traté de prender un cigarrillo afuera para calmar el frío que me calcinaba hasta los pies. Envidié a Martín que tenía pesadillas sobre la silla. Para qué despertarlo; me senté al lado de un anciano que se abrigaba con una frazada y tenía un sombrero verde de pana. Hablamos del frío, de la diferencia entre los que frecuentábamos la costa y la sierra y eso nos llevó a los muertos de cada una de nuestras familias. Él contó casi como una enumeración triste la ausencia de algunos parientes que habían muerto de neumonía, de vejez y también algunos por el terrorismo, un policía y un comerciante. No sabía bien la situación de sus muertes. Lo malo de envejecer señorita es quedarse solo, todos se van muriendo, me dijo. Asentí. Quise emularlo y como él enumerar cuantiosas muertes para demostrarle que había soportado el dolor como él o algo parecido, esa pedantería que uno reluce en las conversaciones con extraños para demostrar que también uno ha recorrido algún camino, o para ser amable con su dolor. Decidí ir por una historia inventada para mantener el nivel de su conversación, gran parte de mi familia estaba viva aún: yo tuve un tío, al que quisimos bastante, hermano de mi papá, comencé. Vivía con nosotros siempre porque no tenía familia, o sí, luego nos enteramos que tenía un hijo, Dani, pero en ese entonces no sabíamos. Trabajaba como profesor en un colegio estatal, tenía una dedicación y paciencia únicas. Murió de cáncer, sufrió bastante; era artista, componía canciones sobre personas solitarias usualmente, también le gustaba dar largos paseos en la tarde y entonces de pronto, apareció su figura, la figura de George Harrison en mi mente, caminando con una levita blanca, como si él hubiera sido verdaderamente mi tío y obviamente también aparecía en la mente del señor del sombrero de pana, que creía con fe ciega que la persona a su lado había perdido a alguien sumamente especial en el 2001. Jorge se llamaba, no podía detenerme, tenía barba copiosa y cabellos oscuros, era muy delgado y su caminar era como de un espíritu, verdaderamente especial, como ninguna otra persona que haya visto, muy creyente también. Qué pena señorita, la gente buena se va bien rápido, así también todos los que se han muerto en mi familia eran los más buenos y los que se quedan serán los que tienen que pagar todavía. Se rio un poco para aplacar esos malos pensamientos. Sí señor, una pena me dio mi tío, ya se imaginará. Así llegó mi bus y desperté a Martín.

Un primer día de clase del colegio, nos pidieron que escribiéramos cómo habíamos pasado las vacaciones. Yo no había hecho nada digno, me daba vergüenza decir que solo había practicado natación con otro grupo de enfermizos fóbicos al invierno y que en las tardes veía He-Man y que a veces salía a montar bicicleta con mi hermano: F I N. Así mi triste tarea terminaría en una página. Entonces pensé que sería mejor presentar una tarea bien hecha. Creé en una tarde una historia muy sentimental, en que iba con una tía religiosa que sí existía de verdad, a visitar a un pescador de La Punta que tenía cáncer. El pescador me enseñaba el mar, las redes de pesca y cómo estaba sobreviviendo a su enfermedad. La profesora leyó mis vacaciones inventadas y al parecer se conmovió, de modo que la siguiente semana, delante de la clase me felicitó por la gran historia que había presentado, de cómo había aprendido el ciclo vital de las anchovetas en vivo y en directo y de cómo tan joven habían sabido lidiar con una persona muy enferma. ¿Nos puedes contar más? ¿Cómo era el pescador? De manera automática le dije: Se llamaba Jorge, tenía barba y cabellos oscuros, se vestía de blanco y le gustaba la música, caminaba y hablaba lento; su mirada parecía suspendida, muy especial, de verdad, creía mucho en Dios.

Todos los apóstoles de Jesús, me dijo una vez mi tía religiosa, fueron pescadores, gente en contacto con el mar y con el Señor. Todas las personas especiales tienen para mí el molde espiritual de George Harrison y todas las veces que necesite inventar historias sobre sujetos que se fueron temprano, será su figura la que evoque, como lo evocó Pierre Puvis de Chavannes mucho antes de que naciera. Ahora dejaré si polvo el piso del cuarto de la abuela y seguiré con el huerto y la segunda postal de Héctor.


miércoles, 24 de agosto de 2011 Leave a comment

08 de septiembre. Pensar el héroe o mi hermano gemelo.

Decidí abrir la segunda postal aunque sabía de qué podría tratar. Las dos postales han llegado con retraso, una con mayor retraso que la otra. La única persona con la que he mantenido una comunicación fluida durante estas semanas en el campo, ha sido Martín. Siempre desde pequeños, comprendí que la persona que no agotaría su capacidad de comprender era él. Aunque la gente piensa que los hermanos gemelos pueden hacer todo juntos, mis padres se esforzaron porque seamos distintos. Incluso, a veces me pongo a pensar que llegaron a forzar la diferencia. Nos pusieron en colegios distintos, escogieron otros padrinos, tuvimos cuartos separados desde muy niños e incluso nos impusieron horarios de ver televisión y jugar que no coincidían. Sentía a veces que mi mamá tenía miedo de que hiciéramos contacto, de que nos asociáramos o de que nos amáramos más de lo permitido. Hemos vivido, Martín y yo, vidas distintas a pesar de haber compartido el mismo espacio, aunque en esencia somos uno, una sola célula dividida en dos, compartimos el mismo vientre a la vez y el mismo óvulo; debimos ser del mismo sexo ¿quién estaría en el error, él o yo? Martín fue un niño muy doliente, que lloraba cuando mis padres discutían y que finalmente entró en un extraño estado de letargo cuando nuestros padres se separaron por años. Hizo crecer su primera colección de maceteros a los cinco años pero nunca aprendió a jugar fútbol; sabe la diferencia entre las clases, reinos y filos de distintos animales y quisiera descubrir obscenidades para que creer que su vida es transparente.

Recuerdo todas estas cosas porque ahora en la casa me veo en la necesidad de cuidar el huerto de la abuela. He tenido que conversar con mis vecinos, algunos agricultores, para saber los tiempos de riego, de abono y todos esos asuntos que Martín sabe de memoria pero que acá no le importaron. Cuando vino, pensé que se sentiría mejor que yo acá, en la tierra, el sol y las sombras de los molles que rodean la casa de nuestra abuela, pero puso como pretexto el retorno a su trabajo y regresó. No hablaba con nadie. Sospecho que Martín no se queda acá porque las personas que nos rodean son muy cordiales y tienden a ser gregarios. Acá he visto lo que no pude ver en la ciudad con claridad o lo que empecé a sostener cuando empezamos a ser adolescentes, que él siente un desprecio evidente por el resto y que incluso podría regocijarse cuando experimenta con la crueldad. Por su cumpleaños número diez, mi madre le compró a Martín una chompa verde que no le gustó. Martín le prometió a mi madre que usaría la chaqueta, porque siempre hacía finalmente lo que ella quería; tiempo después mi madre se dio cuenta de que la quemó en el jardín y la enterró. Ya tiempo después, me contó que disfrutó cómo se consumía la prenda porque veía que madre pagaba la mala elección. Cuando a veces salgo a la plaza en la noche para conversar con las señoras de las tiendas y despejarme de la rutina del día, con algún fiambre o coca cola, me preguntan por mi vida y también por Martín. ¿Su hermano se fue? Raro mira su hermano, me dijo una vez la señora de la tienda. Ten cuidado Martín, no me mires así le decía mi mamá una de las primeras veces en que se entrenaba para desafiarla porque ella no le dejaba salir tarde con Miguel, hermano de Héctor. Cuántas veces mi madre le ha pedido perdón casi de rodillas a Martín, no recuerdo. Allí aprendimos a ser crueles también, en casa.

A la ficción sobre Misterio (creo que ya tiré la toalla sobre una biografía tan bien escrita a las que nos acostumbraron en el colegio, los libritos de Zweig), acompañaré a su cuidador, un joven de mirada penetrante que el lector no sabe, sabe cuidar plantas y hacer llorar a su madre, quizá un remedo de Childe Harold, lleno de defectos.

Aún no descifro qué está escrito en la segunda postal, le ha caído agua y la tinta chorreada ha distorsionado el mensaje. Solo recuerdo una imagen que apareció en mi sueño, un trazo de Caspar David Friedrich, muy famosa, de allí que en el sueño lo haya recordado con bastante detalle.

martes, 23 de agosto de 2011 Leave a comment

02 de septiembre. Héctor y los mustang.

He recibido una carta y dos postales. La carta es de mi abuelita que todavía está en Ica arreglando la venta de esta casa y deshaciéndose del ganado que no puede cuidar. Cuando regrese por sus cosas, sabré que será el momento de irme definitivamente. Me ha pedido que arregle la poca ropa que dejó y que limpie de polvo la cocina, la sala y el almacén. Dice también que siente que nunca pensó en morir en la ciudad, pero que mis tíos no le dejan otra alternativa. Quisiera decirle a mi abuela que me gustaría hacerme cargo de ella y vivir acá siempre, a su lado, pero sé que no podré cumplir esa promesa, que tarde o temprano, por más gustosa que me sienta acá, tendré que partir.

Alterno mis días con la limpieza y la biografía de Misterio, que como se sabe, me ha sido difícil de afrontar. Las postales que he recibido, me las ha reenviado Martín, ya que llegaron a mi antigua casa. Son dos postales de un amigo de infancia que se fue hace algún tiempo a Estados Unidos, Héctor. Héctor es el mayor de dos hermanos que fueron muy amigos de Martín. Nadie sabe dónde está Héctor salvo Martín y yo. Y es que en realidad Héctor no se llama Héctor, a estas alturas, ya he olvidado su nombre, pero no interesa. Sus padres creen que está desaparecido o muerto. Héctor fraguó una huida bastante exitosa, pero el ser un apoquiro (hermosa palabra inventada por un señor bastante creativo, Pynchon, que se refiere a la distancia máxima que recorre un yo-yo) le ha costado la salud a su madre. Es el precio que hay que pagar para ser, finalmente. Héctor un día, en vez de llenar su mochila con cuadernos cuando cursaba el quinto año de secundaria, se las ingenió para que alcance en una clásica Jansport color azul, muy escolar, dos jeans, tres polos, uno de color verde, otro negro y uno plomo, una Biblia en miniatura, un cepillo de dientes, un colgate, walkman con audífonos, un cassette con lo mejor de Genesis, dos bóxer de cuadraditos, muy de moda entonces. Sé de este inventario porque él mismo me mandó esta lista con la autorización escrita de la tenencia del resto de su codiciada colección cassettes si es que algo le pasaba. Sus padres incluso contrataron a dos detectives retirados de la policía, pero quien no quiere ser encontrado, jamás va a ser encontrado. Creo que estuvo trabajando en la frontera de Ecuador en un mercado de frutas, donde ahorró dinero para comprarse un pasaporte falso y pudo así viajar a México, siempre en bus. Como espalda mojada se fue a Estados Unidos, donde es conocido como guatemalteco y ahora está trabajando en Nevada, en un Mc. Donald's. Su contrato vence en enero del próximo año y ya está pensando en comprar dos rifles y pasar medio año siguiendo la ribera del río Colorado como entrenamiento, porque su próxima meta es ser un guardabosques. El proyecto de Héctor es ser el mejor apoquiro jamás existente, pero sabe que solo en Estados Unidos se podría ser un apoquiro con tranquilidad.

El gran Héctor, yo-yo humano, me contó en la postal que su padre lo llevaba siempre a las carreras de caballos y que mi búsqueda de una voz para Misterio le resultó familiar, porque él se siente de alguna forma y desde niño, un caballo. Me mandó la foto de un mustang. Un mustang, luego averigüé, es descendiente directo de los primeros equinos que sintió el suelo del Edén y que vive en la pradera en estado salvaje. Héctor me dice son "corredores por naturaleza y solo determinados por su instinto, que es la libertad". Ha visto correr a estos animales a gran velocidad cuando tomó una vez un Amtrak que lo llevó desde su ciudad hacia Carson City. Dice que sintió como un gran estremecimiento, para nada motorizado, no esos juguetes Ford Mustang, era fibra perfecta de un caballo; era sobrenatural. Y allí estaban, solo mediados por la ventana, unos veinte mustangs a los que llevaban otros jinetes, seguro hacia alguna reserva cercana. Termina Héctor: "uno de estos días tocaré un mustang".

Esta es la postal que me envió Héctor, la foto de un mustang, que bien podría ser del pincel de Franz Marc. Aún no leo la segunda postal.




lunes, 22 de agosto de 2011 Leave a comment

27 de agosto. Adiós a mi casa

Estoy trabajando en la biografía de Misterio, que temo solo tenga unas diez páginas con todas las correcciones y cortes, creo que nunca podré ser fiel a la plenitud de un caballo. Fracaso sobre todo cuando intento la primera persona para los grandes desplazamientos, los cuatro días de ausencia. Mis dos piernas no me dejan escribir. Un centauro podría realizar esta operación, de escribir de los lados, con enorme facilidad y acierto. La sobrenatural ira de Aquiles quizá se entienda por quien le enseñó a sentir el mundo, el centauro Quirón. ¿Quién no estaría más allá si siente con la fuerza de un animal y razona como hombre? Le preguntaba a Martín en una última carta cómo podría ser yo un ser pleno si mi especie había caído, tendría que buscar una forma de recobrar lo que perdí. Los animales nunca se despeñaron como nosotros, me respondió, porque nunca estuvieron allá arriba. Yo creo que hay otras razones por que los animales sean plenos, no como nosotros, pero las desarrollaré luego.

Martín ha regresado a Lima, yo decidí quedarme por un tiempo. Como mi abuela todavía no regresa a casa, pensé que no le molestaría que me adueñara de todo hasta su regreso, incluso del paisaje desde su ventana. No soy un huésped educado. Me gusta mover todo, revisar los cajones de los almacenes por si encuentro lo inesperado. Así encontré la caperuza azul en una cómoda llena de periódicos viejos. Lo inesperado también pueden ser los ojos acerados de un ratón en la esquina de un repostero o una foto en sepia de la juventud de mi madre. Me reconozco siempre en lo inesperado. Sus ojos, mis ojos y sus miedos los míos, como el ratón de mirada acerada.

Martín me envía cartas casi todas las semanas. No tengo internet ni señal móvil en este pueblo, tengo que ir a leer mi correo a otro distrito que está a cinco minutos en micro. Martín supo responder a mis cuestiones sobre la dificultad de autobiografía de Misterio aunque no me convenció. Me informó también que nuestra casa peligra de ser destruida. Construirán una vía por toda nuestra cuadra; nuestra calle no existirá más. Mis padres están contentos con la decisión porque pensaban mudarse; Martín quería vivir todo el tiempo con ellos en esa casa, se siente descorazonado. Mi reacción natural solo sería entristecer como Martín, ya que sus vivencias en esa casa también fueron las mías. Aunque creía que tan solo podría entristecer, luego también me puse a pensar de que sería una gran razón para no regresar. Quizá siempre pensaba que debía regresar porque existía un espacio donde estaba mi yo original y no contaminado, el lugar donde aprendí a caminar, a reír, a leer, a amar y a odiar. Todo lo esencial lo aprendimos Martín y yo allí. Si no está la casa allí, no habría razón de regresar, me dije.

He tomado la decisión entonces de quedarme acá, mi nueva casa, hasta que regrese la abuela y logre descifrar a dónde irme. No tengo dinero para pasar en una ciudad grande, no me importa; partiré con la alegría de que este lugar me dio lo que necesitaba, la vida en la ciudad está plagada de mentiras y falsas necesidades. Quizá halle en el camino un punto intermedio. Pero todavía no partiré, solo está la certeza de que no regresaré a Lima por un buen tiempo.

Esta foto la tomé a Martín hace poco, cuando principiaba el invierno acá. Se ve la casa de la abuelita detrás del bosque de molles. Parece un cuadro de Malevich.



sábado, 20 de agosto de 2011 2 Comments

20 de agosto. Misterio.

En invierno las condiciones para desplegar mis atributos de Trickster son mejores. Como el frío es buen pretexto para desaparecer bajo cubiertas y cubiertas, puedo escabullirme debajo de pliegues viejos o lana pesada sin que nadie sospeche que quisiera ser transparente. El martes pasado encontré en la cómoda de mi abuela una caperuza de color azul y no pude despegarme de ella. Paseé por el campo protegida por la sombra azul toda la semana.

Martín me dijo para ir a una caballeriza que quedaba a ocho kilómetros de nuestra casa. Al comienzo no quise pero luego me animé o él me convenció. El cuidador de los caballos usualmente pasa todas las tardes con esos animales geniales y nerviosos. Me acerqué al más pequeño de todos, Misterio, y se espigó apenas rocé su pelaje con mis dedos. Tardé tres semanas en conocerlo. El cuidador nos contó que una vez, Misterio se perdió cuatro días; cuando él llegó a la caballeriza casi al amanecer, no lo encontró. El dueño de los caballos es un hombre solitario que idolatra a Misterio porque es hijo de su yegua preferida, compañía de su infancia campestre y regalo de su padre. Lo buscaron todo el día y tan torpes fueron que ni lograron ubicar las huellas de sus cascos en la pradera seca. Confiaron en que regresara Misterio, tan acostumbrado desde su nacimiento a la calidez de la caballeriza, y así lo hizo. Y nadie pierde el tiempo haciendo hipótesis sobre los rumbos de un animal perdido cuando ya está en el lugar donde queremos verlo.

Pensaba escribir una biografía de Misterio, como estoy tratando de hacer con todas las personas que me rodean, para fijar mi tiempo, y dejé de creer en el proyecto cuando recordé que su ausencia de cuatro días supone un obstáculo si trataba de ser biógrafo en serio. Si quisiera saber la historia de Misterio, podría preguntarle al cuidador cuál es su rutina, sus gustos y miedos. Es probable que se sepa todo de él; dueño de su rutina es su cuidador, completaría la vida de Misterio su amo, quien lo vio nacer; nosotros fuimos testigos de este último mes y sin embargo nadie sabe qué fue de Misterio esos cuatro días. Mañana en el diario trataré de imaginar la vida de Misterio en sus días de vagabundeo, solo eso me queda.

Luego de tres semanas de conocerlo (ahora sé, entre otras cosas, que nació un doce de febrero, extraña fecha para un caballo; febrero es mes del placer humano), Misterio me permitió acompañarlo en un paseo por el campo. Yo traté de reducir mis nervios para que él se sintiera paseando de verdad y no obligado a llevarme. Una vez me dijeron que los caballos eran felices si corrían, que odiaban estar de pie; no sé si lo hicieron para consolarme cuando veía a los caballos en las carreras o si es cierto, que sienten a plenitud la velocidad, que disfrutan cada afrenta de sus músculos al golpe del viento.

Para la ocasión, me puse una elegante caperuza azul. Martín tomó la foto.


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