Después de casi seis meses de ausencia, mi abuela regresó a casa. La esperé en el terminal de buses; no me acordaba casi de ella, la imagen que se insinuaba como recuerdo era en realidad el rostro de mi madre envejecido, su imagen la había inventado a partir de mi madre y sus fotos de juventud que encontré en varios álbumes muy cuidados por ella, con leyendas debajo de cada foto. Una foto en especial es el paradigma de la figura que tenía en mente y que esperaba el día de su regreso. Es mi abuela con mi abuelo, tomados de la mano, con ropa de diario que usaban en el campo, los dos en la Huacachina. Ica, 1970, dice la foto, épocas en que la pasaban mal porque Velasco había borrado la antigua forma tenencia de tierras y ahora se había impuesto otra y a la que había que acostumbrarse y eso significó para mis abuelos algún sufrimiento; y ya luego en años posteriores sus hijos luego serían nuevas versiones de la rapiña. Ellos muy tostados por el sol, por el calor andino no por la brisa iqueña y el oasis se ve completo rodeado por las dunas, muy pequeño, una laguna artificial con palmeras que adornan postales, el resto, desierto. Esa foto es extraña porque me hizo pensar lo tanto que se puede preciar en el ande el agua distinta a los ríos, a los manantiales encantados y a los nevados, qué tanto la gente quiere ver el mar o las aguas tropicales. Me parece una foto extraña porque mis abuelos parecen montados, no se ven integrados a la soleada imagen de la Huacachina, parecen calcomanías, no se ven ni felices ni quieren manifestar a los futuros veedores de las fotos lo bien que la pasaron, así como probablemente yo tampoco me vea natural en alguna foto que tome en el campo por el que esté de paso, mis movimientos se han condicionado al espacio cinético y voraz de la ciudad, tardaré algún tiempo en parecer acoplada a este paisaje.
Como Martín y yo vinimos a esta casa cuando ella ya llevaba casi un mes de ausencia, las llaves, los encargos, los detalles de las rutinas de la casa, los recibimos de una señora dueña de una tienda que está al frente, muy amiga de ella. No la vimos partir ni nos vio llegar, vinimos acá por circunstancias ajenas a ella y lo que necesitábamos mi hermano y yo era solamente su casa. Eso lo sabía ella, cuando hablé por teléfono a la casa de mi tío materno en Ica fui bastante clara: --Abuela queremos pasar las vacaciones allí, mi prima Cata dice que estarás en Ica varios meses. Vamos a pagar los recibos de agua, de luz, autovaluos, vamos a tener la casa limpia hasta tu llegada. Y el martes estaba parada en el terminal esperándola, casi a media hora de lo pactado. Un letrero que diga: «señora Inés» alivianaría la espera. Mi abuela no se parece a mi madre, no se parece a mí por lo tanto, y a pesar de eso se acercó con decisión, lo hizo más fácil, ella quien era la que no estaba obligada a reconocerme, hace veinte años que no nos vemos y a partir de los veinte años ya vas hacia el descenso: me has intuido bien, abuela. La última vez que los vimos fue para navidad de cuando teníamos once años e íbamos a cumplir doce, hace ya bastante tiempo, nos trajo chocotejas y mantequilla y tuvo una discusión de horas con mis padres, que no querían que ella le deje a mi madre unos terrenos que siempre pensó dejarle sino querían que les vendiera o regalara la casa donde estoy ahora. Nosotros nomás la podemos cuidar, mantenerla, ¿mi papá nunca habría querido que vendamos esa casa?, le dijo mi madre, el resto sabes bien que la va a vender. Y eran cuatro hermanos, ahora son tres, uno falleció hace dos años. Mi abuela se acaloró en esa ocasión, se debió haber sentido manipulada; es normal, me dijo Martín después, cuando ya habíamos perdido todo contacto con la abuela por nuestros padres, a los viejos también les tienen que estar diciendo que hacer, cuando eres chico te mandan porque no sabes, no has vivido y a un viejito, ¿qué? ¿qué se les puede decir?: «Has vivido tanto que ya te has desgastado». Así pasará con nuestros padres, llegará el día en que les digamos qué hacer. No quiero estar allí, le digo, una carga más. –O la hora de la venganza, se ríe Martín mientras mueve dos damas rojas. Aquella vez la abuela se fue sin despedirse de nosotros y no se quedó en mi cuarto donde acondicionaron dos camas. Terca, decía mi padre, terca y mi madre no defendía a su madre y me pareció terrible.
—Eres igualita a tu mamá. Y me abrazó. Olía a colonia de manzanilla.
—Sí –sonreí—así dice todo el mundo.
Llegamos a la casa en un taxi y con una cantidad considerable de paquetes que había traído de Ica, me contó que no había podido vender la casa porque nadie quiere vivir en este distrito muy alejado, pero que sí había logrado vender todo el ganado, que el clima de Ica era muy bueno y que le había asentado, pero que notaba que a mí no: «la piel se nota que se te ha curtido mucho y los labios también. ¿Tu hermano, será igualito a ti?» Sí, asenté, no le cayó bien el clima tampoco, pero regresó porque tiene que trabajar.
--¿Y tú no estás trabajando?
--No, es decir, sí, voy a trabajar pero quiero buscar un nuevo trabajo ya no en Lima, quiero hacer otras cosas.
Otras cosas. Mi abuela me miró extrañada y con toda la sabiduría de los años en que sus padres repetían fórmulas, también su esposo y la experiencia de la crianza de cuatro hijos que tuvieron que abandonarla para ir a estudiar a Lima me dijo: acá no vas a encontrar trabajo, acá no se puede hacer nada. Ya lo sé, estaba pensando en eso estas semanas, mejor dicho, estaba pensando, cavilando, inventando posibilidades, hasta que llegaron noticias de la pérdida de Héctor, hasta que me gustó estar acá y limpiar la casa todos los días, fijarme del crecimiento de mis plantas en el huerto y trazar a la hora del atardecer diferentes trayectos, sentarme a escribir o leer sin que nadie me hable y sin que mis amigos y madre y padre me estén recordando quién debo ser o qué se espera que yo haga: lo que viene después.
–Abuela, estaba pensando en buscar trabajo en otras cosas, no en lo que he hecho antes.
Un monólogo con una serie de indirectas seguía en que me enumeraba la buena vida que estaban gozando mis parientes de la segunda, tercera y incluso cuarta generación, su prole de la que estaba tan orgullosa porque los había visto crecer, con los que había celebrado fiestas de cumpleaños, navidades y años nuevos, graduaciones, compromisos, matrimonios, y había compartido con ellos sus logros que eran los suyos y que no eran los nuestros porque nosotros nos habíamos mantenido al margen de los tres hermanos de mi madre, porque además no nos habíamos casado, no teníamos hijos, no habíamos sabido ser útiles ni sobresalientes y Martín y yo éramos dos pedazos de una naranja malograda que es mi madre para el resto de hermanos mayores. La abuela sabe ocultar muy bien sus rencores y su cortesía escondía preguntas afiladas. Estábamos en la mesa de madera, en la cocina, tomando lonche; me hacía varias preguntas sobre nuestras rutinas, la vida de mis padres, la educación de Martín y yo, si habíamos ido a la universidad, qué trabajos teníamos y seguro una gran interrogación se habría instalado en su cabeza y pensaría entonces por qué estaban ustedes así, por qué no viven distinto y todavía ruegan los gemelos para quedarse acá tres, cuatro meses, si han seguido la fórmula del buen destino, nosotros la tercera generación ya debíamos de estar gozando de los sacrificios de ellos, de la artritis de mi abuelo, su muerte prematura y de las privaciones de mis padres y pensábamos trabajar «en otras cosas» ¿por qué entonces desperdiciar las horas trabajadas? Preguntas que seguro sus hijos de Ica con ironía le habían respondido: malagradecidos.
Mi anís estaba muy caliente y rodeaba la taza con mis manos para tener calor. En algún momento mi abuela se paró a apagar la cocina y la pude ver, no sé qué edad tendría pero se había conservado bien, no era muy alta pero sí noté que caminaba erguida, tenía los ojos bastante claros y era huesuda como mi mamá. Había venido para despedirme, eso estaba claro, pero luego de una primera conversación y de ver la casa limpia y el huerto yendo bien, me parecía que su cortesía se puso más sincera. Dejó las tazas en el lavadero de la cocina. Yo lavo, le dije. Se puso el chal marrón con el que vino y me dijo que saldría a saludar a su comadre Luz. Mañana seguimos conversando. Salí de manera instintiva detrás de ella, como una comitiva, no necesitó caminar mucho porque salió a su encuentro apenas abrió la puerta que da hacia la calle, la dueña de la tienda del frente, seguro estaba esperando que salga de la casa. Con el bullicio del saludo de las amigas, salieron otros vecinos a darle la bienvenida, porque eran casi las siete y todos estaban ya en casa. Yo solo me quedé recostada en el marco de la puerta viendo cómo había gente que quería a mi abuela.