Dos zorros (I)



Lo que yo veo es un zorro. Lo que cruza es un tótem. Nuestros caminos no se cruzan, sino yo me cruzo en su divina trayectoria, que es una luz que batalla contra el viento. 

Es viento o azote lo que nos golpea a veces en las montañas. Porque la naturaleza prefiere el silencio: los minerales son mudos y la madera cruje para sus adentros, con un crepitar que es un caracoleo. El sonido del trayecto del agua es la acústica del bosque, que permite solo algún ruido alado. Un picoteo, un batir de alas, un graznido de batalla, un canto matutino. 

Llega el azote, al bosque puebla un ruido que anuncia la catástrofe. Es el viento o es el azote. Un aullido hueco, que proviene de las entrañas de lo desconocido. Así suena el fin del mundo, así la muerte. Los mamíferos nocturnos se aturden y en la noche, las aves rezan entumecidas en los árboles.

Y el rayo.

El rayo vagabundea en las noches, es su territorio. En el ocaso los hombres le cantan y con el despertar de la oscuridad, se interna a hociquear el mundo. Llega el azote, es un silbido que además lo golpea y lo hace retroceder. Porque conoce al bosque por su sonido, se desconoce. El azote ha borrado todo sonido y olor de sus huellas. No sabe dónde está: se ha perdido. Puede reconocer apenas el árbol donde suele marcar el paso. Es el mismo, lo sabe, pero se encuentra en una espiral del desorden. El viento ha desordenado todo, y el bosque ya no es su orden sino un sonoro caos. Desiste de contar sus pasos y de reconocer alguna húmeda tierra que le sirva de guía. Esta vez, el azote ha ganado. El rayo abraza la oscuridad : es lo que hay que hacer.



sábado, 16 de febrero de 2019 Leave a comment

Mar de Grau (3)


Subimos las gradas que otras suelas ágiles hollaron, por las que antes se subían carroña y pellejos para las negras aves guardianas y por la que los invasores subieron enfermos de codicia por desdentarse en el oro incrustado, en la presencia vegetal y turbulenta de Ychsma. Dicen que entraron y un eco, maestro de temblores, remeció hasta los últimos huecos donde dormían sus ofrendas, y vieron sus muertes; porque el Señor era un hablador: sabía que vendrían y hacia el mar se fue. Los invasores encenizaron el templo, se regodearon con las mujeres del valle, cercenaron a los valientes, pero al Señor no destruyeron.

Mira: por ahí se fue la mamá con su niñito. Por ahí corrió cuando le dijeron que su bebito de un haraposo había nacido. Si quieres bajamos para tocar sus pasos. Arriba seguimos, mirando en el horizonte gris a la mamita y los ladrillos y las lomas de colores y las picanterías que se han apoderado de este valle sagrado. El haraposo debió escuchar al Zorro que le dijo: Ya no sigas, no la vas a encontrar. Si te encanta engañar, le advirtió, con tus mentiras tienes que vivir. Y así veloz con el peso del niñito, como saben las mamás —como tú cuando me cargabas— ella se escondió en el mar. Y bajamos por las gradas holladas por los codiciosos, pasamos por los muros rojos resquebrajados por la milenaria humedad, por la soledad del adobe no habitado, porque el Señor no volvió aunque lo esperaron. Abajo no se ven la piedra y su niño. Te alegras que el jardín del Señor aún vive, y que las semillas no han muerto. Sus ofrendas siguen allí, plantas que comías en tu infancia y que no aún no he probado porque tantas historias he comido y no la tierra hecha fruta. Por el jardín del Señor, rodeadas de los tallos que amansaron los antiguos en la costa. Y me cuentas de su sabor. 


jueves, 24 de enero de 2019 Leave a comment

Mar de Grau (2)




Dice el Poeta: Alarga los ojos y oídos. En este desierto rondan las aves.

En el corazón de la pupila, me habitaban cenizas. Ardía el ruido blanco en los oídos.

A la orilla de la gran cocha puede ver. No son las aves --dije-- de los azulejos ni los vitrales góticos, ni a las que cantan poetas de los bosques negros, ni las que en el Cáucaso devoran entrañas, ni las que anuncian el amanecer en las tragedias isabelinas o hablan en negros cuentos de horror. Son -dije- puras líneas y colores de mi infancia.

Porque los antiguos las conocían y las tejieron en mi memoria. Vi danzar en la orilla negros triángulos y enseñorearse con humildes monocromías. Humildábanse en el mar henchidos y brillantes cuerpos al sol, bañados de la grasa de la cocha. 

Qué es sino el desierto la línea infinita que mira el mar. Que está para eso --quizá-- y los antiguos la poblaban al lado de la cocha. Un punto de la línea es este desierto poblado de urbanas aves. 

sábado, 12 de enero de 2019 Leave a comment

Mar de Grau (1)


Si el mar abre sus fauces, no es para tragarse las aves que revolotean alrededor de su espuma, sino para abrir un vientre hondo, de cuyas honduras escarban peces, muimuyes y crustáceos.  Las aves planean y se zambullen como torpedos en sus azules honduras y ondeadas superficies cargadas del plancton que arrastran las corrientes de otro continente. Vida microscópica de mar frío, las ondas marinas colmadas de alimento, de dulce preparación de la madre, esta cocha enorme que envuelve el planeta, que es una masa y musa amorfa llena de regalos brillantes, de tesoros palpitantes hacia donde apuntan las aves. Y los antiguos peruanos decían que esta cocha enorme es una grasa que envuelve la tierra: materia de vida, grasa que da calor a la tierra, primer móvil de nuestro único universo esta tierra.

Dicen que festín de los Dioses es el mar. Y que las aves se enseñorearon primero y les dieron permiso a los antiguos señores y les dijeron: Vayan allá y desentrañen mis tesoros. 

Y la madre abre su vientre como una zanja y le ofrece sus perlas a las aves, renovando el pacto que hicieron con los señores antiguos que caminaban sobre la superficie de esta cocha. Sirve la mesa la madre al festín interespecies, pelícano, león lobo, gaviota y crustáceo se sirven alrededor de una mesa en que no hay veda ni nadie se satisface, donde colisionan uno dos tres petardos de impermeable muda. Y en medio del Blitzkrieg, dice la cocha: La mesa siempre está servida. 


domingo, 6 de enero de 2019 Leave a comment

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