Subimos las gradas que otras suelas ágiles hollaron, por las que antes se subían carroña y pellejos para las negras aves guardianas y por la que los invasores subieron enfermos de codicia por desdentarse en el oro incrustado, en la presencia vegetal y turbulenta de Ychsma. Dicen que entraron y un eco, maestro de temblores, remeció hasta los últimos huecos donde dormían sus ofrendas, y vieron sus muertes; porque el Señor era un hablador: sabía que vendrían y hacia el mar se fue. Los invasores encenizaron el templo, se regodearon con las mujeres del valle, cercenaron a los valientes, pero al Señor no destruyeron.
Mira: por ahí se fue la mamá con su niñito. Por ahí corrió cuando le dijeron que su bebito de un haraposo había nacido. Si quieres bajamos para tocar sus pasos. Arriba seguimos, mirando en el horizonte gris a la mamita y los ladrillos y las lomas de colores y las picanterías que se han apoderado de este valle sagrado. El haraposo debió escuchar al Zorro que le dijo: Ya no sigas, no la vas a encontrar. Si te encanta engañar, le advirtió, con tus mentiras tienes que vivir. Y así veloz con el peso del niñito, como saben las mamás —como tú cuando me cargabas— ella se escondió en el mar. Y bajamos por las gradas holladas por los codiciosos, pasamos por los muros rojos resquebrajados por la milenaria humedad, por la soledad del adobe no habitado, porque el Señor no volvió aunque lo esperaron. Abajo no se ven la piedra y su niño. Te alegras que el jardín del Señor aún vive, y que las semillas no han muerto. Sus ofrendas siguen allí, plantas que comías en tu infancia y que no aún no he probado porque tantas historias he comido y no la tierra hecha fruta. Por el jardín del Señor, rodeadas de los tallos que amansaron los antiguos en la costa. Y me cuentas de su sabor.
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