Si el mar abre sus fauces, no es para tragarse las aves que revolotean alrededor de su espuma, sino para abrir un vientre hondo, de cuyas honduras escarban peces, muimuyes y crustáceos. Las aves planean y se zambullen como torpedos en sus azules honduras y ondeadas superficies cargadas del plancton que arrastran las corrientes de otro continente. Vida microscópica de mar frío, las ondas marinas colmadas de alimento, de dulce preparación de la madre, esta cocha enorme que envuelve el planeta, que es una masa y musa amorfa llena de regalos brillantes, de tesoros palpitantes hacia donde apuntan las aves. Y los antiguos peruanos decían que esta cocha enorme es una grasa que envuelve la tierra: materia de vida, grasa que da calor a la tierra, primer móvil de nuestro único universo esta tierra.
Dicen que festín de los Dioses es el mar. Y que las aves se enseñorearon primero y les dieron permiso a los antiguos señores y les dijeron: Vayan allá y desentrañen mis tesoros.
Y la madre abre su vientre como una zanja y le ofrece sus perlas a las aves, renovando el pacto que hicieron con los señores antiguos que caminaban sobre la superficie de esta cocha. Sirve la mesa la madre al festín interespecies, pelícano, león lobo, gaviota y crustáceo se sirven alrededor de una mesa en que no hay veda ni nadie se satisface, donde colisionan uno dos tres petardos de impermeable muda. Y en medio del Blitzkrieg, dice la cocha: La mesa siempre está servida.
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