Notas marginales-Las cavidades


Horas de su vida huyeron juntas, como una estampida de polillas (aunque nunca las ha visto tan juntas), cuando cerró el libro y se instaló la melancolía, no causada por la historia que acababa de leer, en absoluto; se instaló una melancolía semejante a la que resulta de una mala sesión de amor. La historia no había sido tan buena o siquiera buena, o muchas expectativas, o porque una serie de recuerdos invocados por la ficción había desalojado el revés de sus neuronas y estaba otra vez allí flotando junto con sus prioridades. Echada en su cama, cuelgan sus extremidades y cierra los ojos. Por el bien de su imaginación  y vitalidad había decidido enterrar el recuerdo de un joven que creyó querer con locura adolescente. Una frase lacrimógena diría eso: un joven que amó locamente. Pero ella sabe ahora, después de muchos años de creer haber enterrado el recuerdo que siempre fue incapaz de amar como en los viejos tiempos, como se debe, con la lujuria del Rey David y el desprendimiento de Sansón, todo eso junto, incapaz. 

¿Cómo amar de manera moderna? La luz atraviesa sus párpados, coloca su brazo doblado encima de sus ojos. No es que se haya identificado con algún personaje de la historia, con las historias regulares nunca le sucede. Solo sabía de una persona que sí podría y eso le hace sentir escalofríos porque aunque lo sabe, jamás le alcanzaría esa historia para que él pueda verse correctamente. Y su presencia ha regresado, procelosamente esa noche. La ficción invocó y revivió al holograma de antiguas horas: los hologramas habitan dentro y están, como las bacterias, esperando florecer. Rodeado de otros personajes histéricos, ese héroe decadente de la ficción se parecía tanto al Augusto de su primera juventud: el centro de sus reverencias, la confirmación de su nimiedad porque no sufría como él, porque no era tan pervertida como él, porque no padecía del marasmo que acompaña al talento. Todo eso olvidado hasta hace minutos o cancelado con la negación de episodios de su primera juventud, mecanismo que acostumbra ella para sobrevivir: olvidar los borradores y pasar a la siguiente página. Lacrimógena como está, odia la invocación que realizan sus cavidades vasculares; no recuerda ya cuántas veces en su infancia se había quejado con sus padres de que se siente mal del corazón, levantaba el tono infantil: sentía que tenía un hueco, enseñaba el pecho y decía a su papá, con el índice acusador hacia su cuerpo, me duele acá. Estos momentos de debilidad se los perdona, porque es necesario a veces animar esas cavidades que ya se han convertido en físicas con alguna tristeza fácil que es la evocación de un amor mezquino. Cómo le hubiera gustado ver cuando la mano del fracaso se internó en su carne y modificó el recorrido de las venas y la sangre, de su corazón. En su afán de buscar una nueva vida o eso es lo que cree ella, sacrificios de la carne por el beneficio del espíritu, había pasado por alto que él también la pudo querer y comenzó a refugiarse en certeros noes que algún bien le hicieron o eso cree ella porque ahora no siente que la nimiedad sea el sustantivo de su ser, como en esa época, sino solo adjetivo de algunas de sus actitudes, ahora, sentía, se arriesgaba a tocar, como ella creía que lo hacía antaño él y su gran oído, y sus perfectos acordes, ahora se arriesgaba ella con los nervios de las plantas y la rugosidad del suelo, con sus manos, con los dedos. 

Y luego de ese camino de aprendizaje, el recuerdo de Augusto regresa a expensas de un personaje de ficción pero que está animado en carne y hueso en el cerebro de ella, aunque Words, words, words!!, ruge Hamlet, todas esas páginas para ella se funden en una misma persona: un drogadicto con talento o un músico sentimental. ¿Y cuántos músicos en tan poco tiempo que ella se está entregando vivamente a ellos, la han fecundado sin tocar su cuerpo porque están en otras esferas, enterrados hace centenas de años pero que han sabido ejecutar sus nervios y convertido sus neuronas procaces que quizá en el futuro compongan partituras que sepan insinuar la naturaleza, como no lo hizo él? Sin poder hacer el amor a Prokofiev es suyo. Olvidadas las promesas adheridas a la imperfección de la lengua, Augusto no puede saber que su música, su talento contemporáneo es tan de ancianos, hoy día. No sabría él cómo amar de manera moderna ni rasgar los tejidos de ella, extraer una cadencia acelerada, un allegro brioso, de las cavidades de su corazón.

viernes, 23 de marzo de 2012 Leave a comment

Pequeña taxonomía. La libélula


Solo fui dos veces a la misma fiesta en años diferentes. En los dos años, vi una libélula. No sé si se tratará de la misma libélula, pero estaba allí, casi en la misma hora y en el mismo lugar, pasando por el mismo peligro. Los mismos ánimos de hace algunos años querían deshacerse de ella, también la misma suerte acompañó a esta libélula.

La vi revoloteando con torpeza alrededor de un foco. La torpeza de las alas dispuestas en distintos lugares del cuerpo, que no corresponden al armonioso vuelo de una ave planeadora. Su vuelo y el choque producen un sonido poco agradable aunque simétrico, porque el aleteo es calculado pero el golpe contra un foco o una pared, producen en nosotros un dolor extraño, que se enquista en los nervios, como el chirrido de metal o el rechinar de los dientes.

Entonces allí está la libélula. Tiene más de mil ojos. ¡Monstruo de una sola cabeza! Tendrá mil visiones del mismo evento. Podrá haber visto, en simultáneo, el azul de la noche, porque apareció en el jardín descubierto. A la vez podría calcular los movimientos de los invitados, la madre preocupada porque todos estén bien, el padre ocupado en desmentir una acusación a su hermano; el hijo mayor tratando de mantener la compostura ante la indignación de verse rechazado por una amiga de infancia; la hermana menor, divagar con algunos amigos porque quiere tener respuestas espontáneas; un tío enfrascado en un baile extraño, otra tía arrellanada con un vaso de licor y algunos admiradores alrededor. Otros sujetos que tratan de matar el tiempo, miran, tocan, se ríen, conversan. Celebración. Y así la fauna del jardín, que la libélula no entiende porque la imagen no explica ni vale más que la palabra como dicen los ilusos sino la imagen desnuda es un arma de dos filos, es todo el universo concentrado (tal vez lo es) pero recipiente que necesita contenido. Leonardo imaginó una máquina voladora, ligera, de guerra, pensando en tu poderoso cuerpo, libélula.

Allí la libélula no sabe, es. Abierto está su camino, nació en esa abertura del mundo, de nuestro mundo que fue el huevo que la albergó, digamos, pensemos, ¿hace dos años? ¿Cientos de años? Eso me pregunto mientras la avisto de lejos. Si me vio solo habrá visto a un cuerpo rodeado de algunos cuerpos trabados en conversaciones sin sentido, en un lenguaje pedestre que es el lenguaje de las celebraciones, que mañana de igual forma que resulta para la libélula, no será nada para mí, cuando me reencuentre con el camino lejano, la abertura clausurada y el vientre lejano.

jueves, 8 de marzo de 2012 Leave a comment

Nota marginal-La interpretación I (o El triste)

Uno de estos días tuve una conversación lapidante con mi amigo sobre un cantante que cuando era joven admiraba mucho. En ese entonces yo despreciaba a los intérpretes porque los encontraba efímeros. Para mí los verdaderos artistas eran aquellos que componían e interpretaban sus propias canciones. Obviamente soy una persona distinta de entonces; ahora los intérpretes gozan de mi mayor estima. Volteo hacia esa época y no me reconozco, como tampoco reconozco las melodías que me agradaban y ahora me suenan a desastre natural. El tiempo.

Y sin embargo está ese cantante u otras canciones en mi idioma que todavía tarareo con gusto cuando me encuentro solo en un muelle o cerca de la casa de mis padres. El color de mi infancia es el de las melodías pueriles, el de mi juventud, de las sinfonías y fugas.
Encontré a este amigo en el bautizo del hijo de un amigo común. Los tres habíamos ido al mismo colegio; nunca hubo amistad entre los tres pero sí significativa camaradería. Esa que permite decir a alguien, felicidades sin sentirlo. Felizmente yo no era de las personas que decía felicidades sin sentirlo verdaderamente; en realidad me acostumbré a no ser gentil solo por la delicadeza de serlo. Pocas mujeres me lo han agradecido. Mi camaradería se traducía en mi presencia en una celebración de la que me escindía con facilidad y desgracia, porque siempre renegué de mi incapacidad para gozar. 
La única persona con la que pude conversar esa fue noche fue con Martín. Había venido con su esposa, una mujer algo extraña que solo decía lo necesario, pero parecía estar pensando mucho. No me comentó Martín que su esposa trabajaba como vidente; eso me enteraría después cuando supe que ella falleció en un accidente extraño en su casa. 
Como recién había llegado de Estados Unidos, la conversación giraba alrededor de datos comunes sobre el viaje: clima, gente, comida. Inventé muchos datos, porque no me había percatado de muchas de las cosas cotidianas en mi viaje o las había olvidado; quise recordarla en la conversación y no pude. Inventé temperaturas, frecuencias de buses, cantidad de población, casi todo aquello que me no me había fijado en el viaje, pero que a la gente interesa. Nunca les conté por qué viajé porque no me lo preguntaron. Ese dato también habría inventado. Les hubiera dicho que me fui de vacaciones, cuando en realidad fui detrás de una mujer. Los amigos alrededor de la mesa con mayor fineza me hubiesen entendido; menos mal que no me lo preguntaron.

Martín no bebía. Yo estaba con mucho licor en la sangre. Lo supe porque sentía una necesidad imperiosa de hablarme a mí mismo en voz alta. Me fui al baño y me lavé la cara; apoyé mis manos en el lavabo, ese gesto hizo que tomara consciencia de que debía regresar sobrio a casa. Me dije un par de cosas en voz alta y decidí no tomar más. De regreso encontré al padre del bautizado y Martín charlando sobre la música que no animaba a la gente. Muchos amigos se habían ido y no nos habíamos dado cuenta; parece que la música los había aburrido. Nuestro anfitrión fue a despedirse de la gente. Deborah, la mujer de Martín, estaba sentada en otra mesa con algunas mujeres. 
Como la fiesta decaía, ponían baladas para que la gente pudiera conversar. En eso empezamos a hablar sobre nuestros gustos escolares. Y recordamos una versión estupenda de El triste, de Roberto Cantoral. Mi padre era un gran admirador de Roberto Cantoral y Los tres caballeros, por eso yo desde niño conocía sus nombres y sus composiciones. Martín recordó ese detalle porque las veces que venía a mi casa siempre me preguntaba qué escuchaba siempre mi padre. Yo subía rápido las escaleras y levantaba los hombros, boleros, le decía, sin distinguir aún en las rancheras, las baladas, la trova y demás. 

--Estupenda, tú siempre decías que era estupenda.
--Era tan increíble--le dije con entusiasmo infantil--que he comprado todos las grabaciones de esa canción. 
No le conté que la mitad de mi colección estaba todavía en la casa de mis padres. Que no me atrevía a recogerlas solo por no regresar. Tampoco le dije que la otra mitad de mi colección había sido destruida por unos sobrinos.
--¿Y lo llegaste a escuchar en vivo?
--¿A quién? ¿A José José?
--Sí, a José José.
--No, nunca.
--¿Ni cuando estuviste en México? 
-- Nada, ni en México.

Sí había visto a José José en el D.F., cuando estuve en México en 1979. Ya era un artista consagrado, y en mi recuerdo, el mejor intérprete de El triste. Pero no quería contarlo.

--Yo me acuerdo que tu papá era un fánatico. 
--Sí se emocionaba el viejo bastante. Esa vez que cantó José José, nos llamó a todos en la casa como al minuto, gritando, también lo hacía cuando había goles. Vengan a ver, decía.

Ese 1970 yo estaba por terminar el colegio, solo faltaban unos meses. Mi padre, efectivamente, nos gritó cuando José José interpretó El triste. Yo no bajé. Mi madre y mi hermana sí se acercaron.

--¿Y cómo está él?
--¿Quién?
--Tú papá.
--Todavía vive.
--El mío también, vive con mi mamá en Chaclacayo. 
--¿Solos?
--Sí, solos.

Mis padres también vivían solos, pero nadie los visitaba.

Alcé la voz porque quería seguir con la conversación. 
--Pero de todas las versiones que he escuchado, ninguna supera la de él--agregué: ninguna. Y las he escuchado todas, o casi todas, la de Plácido Domingo, que todos pensaban entonces que sería insuperable, no logró alcanzar a José José. La versión de Roberto Cantoral, la única, esa la de 1970, de él, ninguna se repitió igual, y las habré escuchado, las he escuchado. 

Quizá golpeé un poco la mesa. Martín me miró con cara de aburrimiento. No volvimos a hablar de la canción ni las versiones. Nos despedimos a los pocos minutos con mucha efusividad, yo por el alcohol, Martín por timidez no pudo rehusarse a un abrazo fraterno. De vuelta tomé un colectivo. Lima parecía un gran ovni desde la Vía expresa.

En el camino hacia mi casa, recordé que olvidé hablar sobre la canción, el sonido de la canción, faló sincerarme con Martín y confesarle que ninguna otra performance de José José superó la de 1970, en esa competencia cuando interpretó en vivo, y que eso a la vez por alguna razón que no quiero desprender de mi mente, también me avergüenza a mí, es como una ponzoña que he preferido guardarme para mí y no contaminar a mi amigo. Aunque luego me arrepentí y pensé que debí decirle que llegado el momento, ese gran momento nos traspasa, nos engulle y nuestra vida no alcanza para superar ese gran momento, la gran interpretación o ejecución del tiempo, el brío y del talento, solo ocurre una vez, y es tan efímero y terrible, cruel. Pero Martín, se le veía tan aburrido con todo esto.

sábado, 3 de marzo de 2012 Leave a comment

Zurich, domingo por la mañana.


Hace tiempo he deseado esto: inflamar volutas de humo y lanzarlas al techo. Días antes, cuando estuve copiando las tarjetas sin descanso, porque el trabajo apremia y atosiga, deseaba tanto estar totalmente liberado, soñaba en saborear las tardes libres, la hora perfecta de las cinco de la tarde. Ahora que lo estoy, atino solo a descansar mi cuerpo en el piso frío con un delicioso cigarrillo, que me sabe al fin del mundo o me sabe al día de mi nacimiento. Arriesgo a que no me quieran, porque en Zurich pocas personas quieren, Byron. La mujer que ahora me abriga descansa su cuerpo sobre la cama, en otro cuarto, mientras yo en el piso de la cocina me retuerzo del aburrimiento o la levedad de esta mañana transparente. Mientras me deshago de las volutas de humo, pienso en qué estará haciendo ella, o qué posiciones debe haber adoptado su sueño. 

He perdido, Byron, la capacidad de sentir como antes. Hasta ayer sentí algo por el celaje de la mañana, algún estremecimiento físico por el color del cielo; hoy nada, los brazos de una mujer me saben tan insípidos como el porvenir. Ayer intenté sumergirme en la profundidad de la noche desconocida. Quise tropezarme con alguien desconocido. Lo intenté pero todos eran conocidos para mí, similares a mí, vestían parecido a mí, hablaban como yo, teníamos las mismas maneras, nadie diferente, nadie que pudiera mostrarme el camino de regreso. Cuando se acabe el cigarrillo, Byron, escribiré la carta definitiva.

jueves, 1 de marzo de 2012 Leave a comment

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