Detalle. Una sibila

Tenía que comprar las flores. Ese día era cumpleaños de su marido, cincuenta años serían. Ese día del cumpleaños darían una fiesta y gran parte de su familia estaba invitada. Las flores adornarían la mesa y también los esquineros de toda la sala. Los había de colores muy encendidos, en los puestos que se duplicaban, la disposición de stands y los vendedores, también se repetían las flores, no había variedad; ella le preguntó a la señora de las flores si había flores blancas. Le dieron gardenias y gladiolos. Ella agradeció y se fue con tres paquetes que cargaba con dificultad, casi cojeando. 
Tomó el micro que la llevaría de vuelta a casa. Le tomó cuarenta minutos llegara hasta el mercado de flores. Seguro le tomaría otro tanto de vuelta, eran las nueve de la mañana. Estaba cansada porque el día anterior había terminado de hacer una maqueta de los planetas con su hijo. La tarea le habían dejado hace dos semanas pero se olvidaron. El padre no participó en la tarea porque estaba muy cansado. Trabajaba casi todo el día y sobre todo ayer porque era víspera de su cumpleaños, sus amigos lo agasajaron. Ella había regresado después de un día terrible pero tenía que acabar la maqueta de Martín. Se pasaron casi cuatro horas pintando el tecnopor redondo de colores. Martín se ponía caprichoso porque quería que los planetas estén de diversos colores, a ella le daba igual. Terminaron casi a las dos de la mañana y el planetario era una joya gracias a las maniobras de Martín, que le había puesto escarcha en los planetas para fingir estrellas. Ella no estaba segura si todos los planetas tienen estrellas. Eso estaba soñando en el camino de vuelta. Un joven generoso le había cedido su asiento. No le gustaba que le cedieran el asiento reservado para ancianos, la ofendía; a veces los jóvenes lo hacían porque si bien no era vieja, se veía cansada, era eso. Su sueño era como un recuerdo. Estaba pintando los planetas de Martín. Él se ponía muy severo sobre el color de los planetas que había visto en una lámina. Marte es rojo. Soñó también con la torta del cumpleaños de hoy, que debería ser de color rojo también. Era el único color que su hermana sabía preparar en glasé, porque le echaba un sobre de refresco de fresa para teñirlo. Era la única cubierta que sabía mejor, la de piña y naranja habían fracasado en cumpleaños anteriores. Eso soñaba, pero todos esperaban al cumpleañero y no llegaba. Despertó. Sus paquetes seguían allí, en sus brazos, menos mal que las flores sobresalían para que no pensaran de que se trataba de algo valioso disimulado en papel kraft. Quiso seguir mirando al frente, faltaba tan poco. Durmió nuevamente desde donde se había despertado, se había acostado tarde y no había descansado. Seguía soñando en que todos estaban tan arreglados y su esposo no llegaba, ¿a dónde se habría ido?

Despertó otra vez y se había pasado unas cinco cuadras. Bajó y tuvo que caminar regular. Llegó a su casa cerca del mediodía. Había gran alboroto porque la comida estaba a medio hacer. No todos los días se cumplen cincuenta años. Preguntó por su hija y su esposo, pero nadie sabía. La cocinera que había contratado ese día estaba absorta en las cantidades de ingredientes para la comida. Cuarenta personas invitadas. Fue a su cuarto, su esposo no estaba. Fue al cuarto de su hija, tampoco estaba. Le pareció muy raro. Preguntó a la cocinera otra vez por su esposo. Debieron salir, cuando llegué no había nadie. ¿Entonces cómo entró? Estaba su empleada. --¿Y ahora dónde está ella? Me abrió la puerta, luego se fue a comprar lo que faltaba. Yo no llegué a verla, solo mis ayudantes. --Gracias.
Subió las escaleras hacia su cuarto. Estaba preocupada pero a la vez se sentía aliviada de que no estuvieran alrededor. Quería dormir un ratito pero no podía, faltaba limpiar y arreglar la sala, colocar las flores en las mesas y en los esquineros. Estaba dejando su monedero y su reloj encima de su tocador, cuando entró la empleada. Algo agitada le dijo que su esposo se había desvanecido en el baño luego de orinar. Se había golpeado con la esquina del lavadero y se había roto la cabeza, fue un espectáculo el charco de sangre. La hija se lo había llevado a emergencias.

Ella se sorprendió pero no tanto. Todos seguían moviéndose de lo concentrados que estaban en la fiesta, pero sin su esposo, qué sentido tendría. 


martes, 29 de noviembre de 2011 Leave a comment

Fragmento. El ángel del hogar


--Luego de averiguar su dirección gracias a un detective privado, esos que abundan sobre infidelidades y otras cuestiones amorosas que ni Dios podría resolver, decidí acabar con este asunto y no alargarlo más. Tuve, después de dos semanas, una ficha con las características de ella, una foto, en la que salía con una pañoleta clara y una serie de datos sobre su vida actual: su nombre de pila, Isabel Lavalle, divorciada, de cuarenta y tres años, sin hijos, el número de la placa de su auto que anoté estaba correcta y no erré en dársela al detective, después de todo, qué podría hacer solamente con facciones físicas y una que otra indicación sobre su rutina que yo conocía apenas, el lugar donde la veía usualmente; el auto me llevó hacia ella, como fue en el auto donde noté su existencia por primera vez, me alegré por eso. Isabel trabajaba en un edificio de Jesús María pero eso no me importaba, o sí me pudo haber importado antes, en otro tiempo, si es que no tuviera su dirección, su casa, donde come y duerme, en mis manos, hace dos meses y sin poder hacer nada al respecto. Emma, mi madre, me dice que vaya de frente y le diga, así como en las películas que nos gustaron en mi adolescencia, y a ella, en su segunda adolescencia: "Te he estado observando desde mi auto y conozco tus movimientos en la calle, casi de memoria, y me agradan, pero claro, solo sé de ti hasta que entras a un edificio o a tu casa o te encuentras con algunas personas, quisiera saber qué es lo que sientes". No funcionará, estos problemas que yo cavilo en mi minúscula existencia, exenta de algún verdadero sentido (porque no era amor lo que sentía sino, en algún momento lo pensé así, morbo, por saber quién es esa mujer) son simplemente inventados. Tenía que inventarme una historia y era consciente de ello.

El día más pensando, no el menos, sino aquel planeado hasta el hartazgo, incluso con largas horas de desvelo, me presenté en la puerta de su casa, a las siete de la noche porque días de vigilancia me aseguraban de que ella estaría allí. Toqué el timbre y después de casi cinco minutos en los que solo me detuvo el alivio que no pasaría por ese desvelo y angustia nuevamente, me abrió ella, casi sin maquillaje, con parsimonia y me dijo: "Estaba esperando que toques la puerta, llevas días vigilándome". 
Ni Emma ni yo habíamos considerado esta posible reacción. Nunca ella había volteado cuando la vigilaba ni seguía con mi auto, pero allí estaba ella con una voz entre gentil, conformada y también increpándome por qué la vigilaba, o quizá solo también quería que yo tocara la puerta. En fin, giré, algo nervioso y estuve apunto de irme, pero ella con una orden fría, me dijo: "Pasa". Le obedecí. Me senté en lo más cerca que vi, una silla cerca de un reloj de madera de casi de dos metros. Me dijo, entre otras cosas, que vivía sola, que había notado que la estaba siguiendo desde hace tres meses y que había descartado que fuera un asesino: "No tengo marido, soy divorciada, no aventuro con amantes; detesto el dinero y no tengo ni enemigos. Vivo sola, como te habrás dado cuenta. Tenía un hijo pero ha fallecido a los dieciocho años." Eso es todo lo que sabrás de mí. 
Luego de esta aseveración de ella, no tuve ganas de seguir allí en su sala en la penumbra, porque era una invitación a la salida. Ella no se paró ni yo tampoco. No pude decir nada. Luego de un tiempo de silencio incómodo, pero que se fue disolviendo, ella se paró y se fue hacia una puerta, que supongo daba a la cocina. Me dijo: "Tengo hambre, traeré algo de comer". 
Era una situación esperada pero que se desbocó de mi imaginación, la superó. Ya estaba maquinando cómo contárselo a Emma y en qué orden, yo, que había olvidado incluso algunos minutos, o no podría decir qué sucedió primero o después. Miré hacia la mampara que daba hacia su jardín; cubría la puerta corrediza una suave cortina, como un tul. Ya era de noche y la puerta estaba cerrada. Isabel me dijo que vivía sola pero yo ví, no me equivoco, una figura alta, delgada, figura masculina parada detrás de la mampara. No pude ver su rostro porque no lo tenía. Era un espectro. Me paré del susto y quise ir hacia la puerta; en eso entró Isabel con dos cuencos llenos de fruta picada. No me miró: "Ya sospechaba que querías irte". Yo le indiqué la mampara, hacia el espectro. 
--No hay nada, me dijo. Come.
Desde allí, y luego lo acepté yo y nunca ella, lidiaría con el ángel de su hogar. 

domingo, 13 de noviembre de 2011 Leave a comment

15 de enero. Todesfuge II


Melbourne es como todas las ciudades del primer mundo que vemos en la televisión, muy alegres y perfectas, con grandes rascacielos y un cielo azul impecable, pero de alguna forma, Melbourne se esfuerza por conservar su pequeñez, no quiere expandirse sino cerrarse a sí misma, como las ciudades feudales. Eso noté apenas llegada y luego de salir del aeropuerto, un sábado, donde me esperaba una pareja joven con su hijo, el niño del que me haré cargo. Los padres apenas son mayores que yo; a ella, Melanie, solo conocía por cartas y una que otra llamada para coordinar los últimos detalles urgentes como mi carta de invitación o contrato, y la hora de llegada exacta. No imaginé en el trayecto, el vuelo de cerca de veinte horas y algo que seríamos las mejores amigas u otras consideraciones que las mujeres empiezan a imaginar sobre otras mujeres cercanas, sino que simplemente veía el reconocimiento de la pareja necesario porque de ahora en adelante ellos fiscalizarían mis movimientos, extranjeros, en su casa.

A la llegada, nos saludamos sin efusividad y caí en la cuenta de que Melanie me miraba con un aire entre inquisidor,desconfiado y compasivo. La mezcla de las tres o ninguna de esas y es probable que yo haya confundido sus sentimientos con los míos. Es más probable que yo, recién llegada, los haya observado de esa manera, a la pareja, que bien se podría decir que son hermanos o peor aún, hermanos gemelos y que la criatura de más o menos seis años que estaba parada delante de ellos con mirada perdida, extraña en un infante de su edad, cuyos bríos estaban apagados por la sorpresa de la recién llegada haya colmado toda mi atención; sus enormes ojos abiertos, extraños y bellos me alertaban de que sus padres habían querido que una persona cuide de él todo el día porque había algo en él que era insoportable para ellos. Solo eso explica que unos padres decidan estar lejos de sus hijos.
Cuando me aproximaba hacia ellos, rodando solamente una maleta, recordé que mi madre nos contaba que los niños tenían una fijación especial con ella (o contra ella, se podría decir), porque en la calle, niños extraños, muy pequeños, de un año incluso, o meses, podrían aterrizar su mirada fijamente, como contemplándola o inquiriéndola. Una vez que estábamos esperando un micro, mi madre estaba de perfil y seguramente ya había sentido la mirada de una criatura de ocho o nueve meses que se posaba sobre ella pero acostumbrada toda su vida a este tipo de reacciones, solo se quedó mirando el horizonte donde podía aparecer el micro. En cambio la madre del niño o niña, le habló a su hijo y sorprendida, exclamó ¿qué te pasa?. Sucesos como esos sucedían a mi madre a menudo, no creo que a mí me haya pasado alguna vez, o en todo caso no reflexioné sobre la situación hasta que me encontré con los ojos atentos de Walter, quien a su edad, ya podía explicar por qué reaccionaba con esa mirada.

La primera que me saludó fue Melanie. Se presentó y luego presentó a su esposo, muy parecido a ella, casi de su edad y contextura, y a Walter, su hijo, que evidentemente, era una versión masculina y en miniatura de ella y probable retrato de él. Walter me dio la mano. El parecido de ambos esposos llamó primero mi atención y lo seguía haciendo aún semanas después. Eran extremadamente parecidos, aunque supe después, no habían nacido ni estudiado en la misma ciudad y se conocieron por cuestiones del destino, por un encuentro o algún tipo de situación en que la gente suele conocerse y luego casarse después de estar muy solas; Melanie no es muy joven y tiene un hijo muy pequeño. No se podría decir que eran parientes de algún tipo.

Cuando acabó la camaradería en la que no pude participar mucho porque el inglés aún sigue rudimentario, subimos a una camioneta rumbo a casa de la familia, la que sería en los próximos meses o años, no lo sé aún, mi casa. Me senté atrás con Walter y pude verlo mejor; él era quien me interesaba sobre todo y en especial. Nunca había cuidado a niños pero los había estudiado los últimos meses en que estuve en Lima y salía a las calles y veía a mujeres con niños de diversas edades; me interesaba sobre todo cómo interactuaban entre ellos. Un día pasé por una heladería y vi a un grupo de niños comiendo postres, extremadamente sucios alrededor de una mesa muy larga; solo dos adultos los cuidaban y parecían estar celebrando un cumpleaños. La suciedad de la mesa era festiva pero también caótica y necesaria si consideramos que los niños no podían sostener bien sus cucharitas y preferían tomar el helado del vaso o agarrar con la mano. Yo pedí una torta de chocolate y me empeñé en comer lentamente para disfrutar de la vista, aunque otros comensales preferían concentrarse en sus conversaciones, en parte por el asco y la suciedad de la mesa de los niños: las bocas embarradas, la anarquía y la ausencia de propiedad, todos tomaban los helados de todos, era un detalle de un cuadro sobre la felicidad. Mi hermano y yo hemos tenido muchos momentos parecidos, no solo con la comida, sino también con la tierra mojada, alguna vez la arcilla, la arena, algún animal juguetón, pero los hemos olvidado. El recuerdo de esa felicidad anterior aparece por ratos y fugaz, justamente frente a la presencia de un niño; no descarto que tenga recuerdos falsos, recuerdos de otros.
Esos dos últimos meses en Lima, así como los meses que estuve en el pueblo de la abuela tratando de descifrar los movimientos de un caballo, me sirvieron para ver cómo caminan los niños, entre torpes y autosuficientes; aún no destazados por la muerte.


En el trayecto Walter no hablaba sino miraba fijamente hacia adelante, donde estaban sus padres y a veces me miraba de reojo; yo trataba de sonreír un poco pero apenas lo hacía el volteaba hacia adelante. Tenía una pelota roja en su mano derecha y del bolsillo de su pantalón sacaba algunas figuras delgadas, como soldados de guerra. El trayecto duró bastante, porque la casa de los Izambard queda en los extramuros, en un suburbio muy tranquilo pero también alejado del centro de la ciudad. Llegamos cerca de una hora después e inmediatamente Melanie me llevó a mi nueva habitación, un cuarto pequeño de color celeste con una cama, una silla y un escritorio, un clóset y varios cuadros colgados. Melanie me contó que ese era el cuarto de las visitas, que ya no sería cuarto de las visitas y que podía sacar los cuadros. Me pidió que arreglara mis cosas y que dentro de dos horas bajara para que me indique la rutina.
En dos horas o algo así, pude desempacar las pocas pertenencias que había traído conmigo, pero sobre todo me eché en la cama a descansar porque pasé más de veinte horas sentada en el avión. Cerca de las siete de la noche, Melanie me despertó y me dijo que viniera a cenar. Había preparado pollo asado. Estaba muy desabrido pero igual comí todo del hambre. John se retiró rápido de la mesa y se despidió de todos; estaba muy claro que Walter le tenía mucho miedo. Había empezado a comer con lentitud y no habló hasta que su padre se fue. Luego empezó a conversar un poco con Melanie, pero solo un poco. Me atreví a decir: no habla mucho, ¿no?. A lo que Melanie me respondió que no, que no conversaba mucho. Terminamos de comer, ayudé a recoger los platos. Melanie me aclaró que en las mañana venía alguien a cocinar y a lavar y que me concentrara en Walter; ahora estaba de vacaciones pero pronto tendría que volver al colegio. Estuvo explicando mucho más pero no logré entender todo; también por el cansancio.
Fuimos al cuarto de Walter. Era una habitación sumamente acogedora, casi todo de madera porque el clima en invierno era terrible. La cama de Walter gobernaba todo el cuarto, la cabecera era alta y culminaba en una repisa que tenía muchos modelos de robots. Por toda la habitación había muchos juguetes, una computadora grande, algunos libros, un Playstation. Quizá el cuarto que cualquier niño de su edad hubiera deseado; era de color azul, un azul eléctrico y la luz alumbraba como una penumbra, porque a él no le gustaba la luz potente, no podía dormir. Walter se bañaba antes de acostarse, era norma, pero lo hacía solo, ya tenía seis años y podía hacerlo solo. Tendría que cuidar siempre de todas maneras que efectivamente se duerma, porque tenía problemas para dormir a pesar de que dejaban la luz prendida.
Melanie me encargó que ese día hiciera el intento de quedarme con él solamente mediahora más. Walter no se veía muy animado a pesar de que acepté con buen talante. Sin embargo, es un niño que no puede decir que no y obedeció. Esperamos a que terminara de bañarse, y mientras tanto Melanie me enseñaba algunas de sus medicinas y dibujos, tomaba clases de fútbol y equitación en las tardes. Walter salió ya con su pijama puesta. Sonrió un poco y le dijo a su mamá que ya no tenía shampoo (habría que comprarle mañana). Melanie le dijo que yo me quedaría con él hasta que se durmiera y me miró y se fue; cerró la puerta con delicadeza.

--No sé mucho inglés. Tú me vas a enseñar, le dije a Walter.

Él respondió con un gesto de afirmación. Se metió totalmente en su cama y yo me senté en una silla de paja. Se acurrucó hacia el lado de su lámpara. En ese momento de soledad e inacción sentí cómo empezaba mi nueva rutina, al lado de personas y espacios extraños, pero a la vez familiares por las evocaciones que resultaban en el rito de dormir, del baño, de la comida y de los silencios en la mesa ante la presencia del papá. Todo esto yo había vivido pero ahora aparecía otra vez como si la ruleta del tiempo quisiera deternerse. Walter quería dormir pero no podía; le tomó como cuarenta minutos caer ante el sueño. Su cabello castaño y su palidez lo hacían ver lo que quizá era, un niño enfermizo. Con esfuerzo de nosotros podría devenir en una persona muy valiente y tenaz, porque una mirada sostenida y segura como la de él no podía esconder en su infancia sino una vida interior. Porque eso sería lo único que podría hacer, volverlo una mejor persona. Melanie es quien realmente lo amará y nadie más, aunque se porte mal, tomará su pequeña mano y lo besará cuantiosas veces; cuando entristezca lo abrazará hasta que todo vuelva a la normalidad, solo ella podrá hacer eso. Es su trabajo.


jueves, 3 de noviembre de 2011 Leave a comment

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