Dice la leyenda --no algún mito, sino el secular rótulo de la foto-- que quedó el reptil congelado por las llamas de un incendio en Oregon. Su cuerpo enroscado y erecto está seccionado, en vez de carne tiene vacío, y lo cubre por partes una lámina negra que engaña, puede ser petróleo, piensa uno, o barro, tanta materia en la que día a día los animales no temen sumergirse. El reptil, una serpiente de cascabel, tiene la fauces abiertas, y dice la leyenda que mantuvo posición de ataque; allí quedó congelada. Uno puede imaginar la batalla del reptil: la pelea perdida contra el fuego. Difícil pensar que exista alguien o algún animal que haya librado batalla contra alguno de los cuatro elementos y haya podido contarlo. Y la batalla se libró. Imagino al reptil que no opta por huir como tantos mamíferos y aves del siniestro, sino que ingresa al corazón mismo de su enemigo. La experiencia enseña que de todos los enemigos de la tierra, el fuego, por carecer de cuerpo, por su afición por los cuerpos orgánicos, por tener como mil brazos y lengüetas es la encarnación misma de la muerte. Y la batalla existió. Imagino al reptil en sus últimos segundos, inadvertido de su muerte; mientras su vida se es solo la batalla, el cincuenta cincuenta que ofrece la lucha, por más que se trate del fuego: es cincuenta cincuenta.
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