1
R dice que desde adolescente le gustaba leer hasta bien entrada la madrugada. Dice que recuerda que a veces no dejaba de leer sino hasta acabar los libros. Recuerdo, afirma, que terminé de leer La madre a la cinco de la madrugada. Orgulloso, sigue: No paré, cerré el libro y era casi el amanecer. Se detiene, espera que le responda algo, pero yo solo quiero escuchar. Entonces sigue: Pero mi mamá siempre subía a mi cuarto a pedirme que yo apagara la luz. Siempre subía, sea la hora que sea: tres o cuatro de la mañana. Por eso yo me compré un clip que venía con una lucecita, y que se ponía en el mismo libro. Con ese aparato podía leer hasta tarde y mi mamá no se daba cuenta. Cuando sentía que mi mamá estaba subiendo las escaleras. Click. Apagaba el aparatito y así no se veía nada de afuera. R. se ríe siempre cuando recuerda su picardía de joven lector.
2
Saliendo al jardín es de noche ya. Siempre está humedo y brilla en la oscuridad por las luces de los postes. Al salir siempre es como ingresar a la noche de verdad, o eso se siente. Dentro, la casa proyecta un abrigo intemporal, de aquello que no oscurece o es quieto, aun sean las siete, las nueve o la medianoche. Afuera, un hilo transparente se interpone entre mi paso y el desnivel. Un caracol avanza lento, quiere internarse en un matorral que bordea la entrada. R. sigue hablando de los libros y sus proyectos, de sus trabajos y sus días. Le apunto al animal que deja una estela transparente: Un caracol, mire. R. mira hacia abajo, se pone de cuclillas, se levanta las bastas del pantalón. Se queda segundos allí y dice: A ver, ¡qué grande! Luego de la emoción infantil, baja la grada de la entrada y prosigue la enumeración apasionada de sus deberes de la semana.
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