Bobby 1967





Tener veintiocho es tener treinta o treinta y cinco. Un cómputo mental borra las distancias de cada año; a los veintidós o veintitrés pude haber puesto mis manos en los bolsillos con resignación, o haber tenido discusión definitiva y volcánica hoy olvidada. Hoy no pongo las manos en los bolsillos, sino las entrego para que las enmarroquen mis autoridades y la buena educación de esta ciudad en que vivo.


Las cifras de los años dosmil se borran, como si fuesen prolongaciones de los años noventa. Es que los veinte son un aleteo, no el fugaz de las anisopteras que baten minutos imperceptibles en filmina suspendida, sus cuerpos, sino el crudo aleteo de un pez sin oxígeno. Los veinte o la nueva edad del aprendizaje: ser una figura definitiva en los miedos ajenos; el molde de nuestro cráneo no es del armazón del calcio de nuestros propios huesos y los ancestros, sino difuminados esqueletos del cuerpo de sapiens sapiens: lo último del siglo XX, ocioso y brutal.


Entonces treinta años no equivale a un digno peso de la vida del planeta de nuestros ancestros de hace doscientos años o trescientos sino a un férreo asir del pasado--como si no siempre viviéramos en presente--. T.S.Eliot: If all time is eternally present.


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Un día de esta semana una joven sostenía una versión amistosa de Hamlet. Todavía deambula Hamlet, pensó. Aquel día también se acordó de Bobby. Quizá la única vez en que Bobby sintió tentar el fracaso fue cuando se accidentó en 1968 con una Triumph Tiger 100. Tendría 25 años, obras maestras, mujer e hijos. Pero eres tejidos y orines, Bobby, le recordó el estrépito de la chatarra, porque acaso por primera vez desde que dejó la polvorienta Duluth, sintió terror. La muerte, Bobby, tiene el sabor de la tierra y saliva que se apelmaza en los dientes.


Los veinte de Bobby duraron cinco años, luego el accidente, luego la fe en distintos registros, luego el amor de una mujer mayor; ningún disco malo hasta después del accidente. Los veinte de Bobby duraron más que los nuestros porque su aceleración correspondía al miedo-vértigo de la tasa de mortalidad de los años sesenta: una guerra mundial y la amenaza de la lluvia de fuego de la Guerra Fría. Su velocidad era otra pero de la máquina en que le gustaba pasear también. Después de su reclusión, regresó y fue otro. Siempre fue otro pero nunca él mismo, porque no hay “uno mismo”; hay zapatos de uno mismo, hay un tú y un yo, pero no hay uno mismo, dice Bobby tantas veces.

sábado, 20 de septiembre de 2014

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