Testigo de la historia, dicen los hombres, aunque Yasha era solo testigo del horror. La Historia, observa Yasha, el ciervo coronado, es la repentina desaparición del bosque, retazos, grumos y perpetuo invierno. Acostumbrado a la rigurosa sucesión estacional del Tundra, Yasha asocia la permanencia del invierno y de un fuego inexplicable, a ciertas presencias aladas, que desde lo alto encienden los árboles y destruyen alimento. Un grupo de hombres instala una base que repele a los nazis y Yasha se acostumbra a la presencia humana. Los sonidos que advierten la llegada de la muerte alada lo salvan de dos explosiones. Los humanos lo alimentan y sus guaridas lo protegen.
Ha encontrado un clan --observa Yasha-- que introducido en la historia vive un relato distinto al suyo. En el Tundra la vida pasa repetida; así ve Yasha a su nuevo clan, que se alimenta, bebe, duerme y se protege --y lo protegen-- de la muerte alada a un unísono y diario ritmo. Arriba los pilotos cuentan la historia. Abajo el Tundra recibe la muerte y se regenera. Yasha observa que debe esperar el capricho del Tundra para saciarse. En la Historia --mira atento-- siempre hay qué comer.
Es 1944 arriba y abajo para el clan, que debe partir. El clan decide que el Tundra-sin-Historia es el tiempo de Yasha. Ahí, reencontrado con otro ciervo coronado, Yasha se reincorporará --dicen-- al devenir del Tundra. Lo espera el Tundra y su estepa, las tormentas glaciales con la llegada de noviembre, secos troncos de árboles y follaje que hociqueará por horas sin hallar verdor. El Tundra y su severo rigor, su reloj estacional. Parte el clan en un camión luego de internar a Yasha al corazón de un bosque, cerca a un arroyo frío, aunque apenas arranca el motor corre el ciervo detrás de la Historia. En algún punto se convence u olvida que el clan, que es apenas un bulto en el horizonte, no volverá, y con reasignación se acomoda a la piedad del Tundra, que generosa y cruel, siempre a ritmos iguales, le asegura un vegetal corazón despojado de Historia.