La joya desciende por el Nilo como liberada en medio de la corriente. Trayectoria de sur a norte, la joya flota pesada: no puede nadar. Suele caminar en las profundidades del río, en el limo, y levanta partículas como polen cuando cabalga entre redes vegetales. Abre los ojos la joya para ubicar en las trayectorias de la luz y su alimento, el camino de vuelta, anfibio, para tomar el aire de los mortales.
Se imprime en la joya las redes vegetales y pistilos de las orillas, que son coronas del río del que nunca se atreve a salir. Preserva en sus oídos las celebraciones de sus feligreses, que le rogaron ser turquesa y lámpara del camino de ida de su cadáver. La joya ha nadado y acompañado a hombres por el camino acuático de la muerte. Quieta, no sabe qué hacer alejada de su cadáver. Extraña el río y ese camino de ida.
La joya recuerda los dedos de su hacedor que le tatuó flores de loto, sabe también de la textura de la carne y huesos secos, de los que era fuente de agua. Siguen creciendo en su cuerpo las flores, mutando las hojas y el polen. Le han recompuesto las extremidades que yacían rotas al lado del cadáver, y no sabe usarlas. Si no puede cabalgar en el Nilo, o el río negro de la muerte, solo puede yacer.
La joya ha encallado en medio del pavimento. Yace en otro templo que nunca tuvo dioses. Rodeada de vidrios, indiferente a los dedos profanos de restauradores, se pregunta si cruzará el océano o si el océano lo cruzará a él cuando por esa costa, que le es ajena, que le resulta gélida, naveguen otros hombres y se hablen otras lenguas.