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Un silbido. Una calle vacía y un joven que se empecina en mirar una esquina desierta. Se empecina también en silbar y contempla la desolada calle, como si buscara a alguien o llamara a alguien. De pronto ella, que está caminando con poca prisa, nota que hay dos palomas casi adelante, que con pisada corta, se pasean por la esquina de la vereda. El joven está silbando, del otro lado de la acera, mirándolas. Las está llamando, piensa ella, tan natural es que un joven llame a dos palomas que dan pequeños saltos en la vereda, como si fueran un par de amigos o mascotas. Lo que dura esa certeza, digamos, tres segundos, posee una total coherencia, como si en efecto fuese totalmente comprensible que el joven que está al frente de la vereda esté con la mirada fija, esperando a que las palomas le respondan, o se unan a él. La certeza se rompe cuando ella observa bien al muchacho y lo reconoce. Sabe quién es, sabe que en la infancia y la adolescencia han cruzado miradas porque le parecía entonces que tenía un porte agradable. Luego de que conoció mejor la taxonomía de los hombres de esta ciudad, sabía, que por algún gesto, o una seña en la mirada o un caminar altanero, no podía estar llamando a las palomas. Debía, pensó, mientras él le respondía su mirada inoportuna, estar llamando a un hombre que saldría en uno u otro segundo de alguna de las ventanas de arriba, un hombre, como muchas personas en su vida, del que solo sentiría su presencia pero no sabría cómo es ni cómo iba vestido.
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La proliferación de cráneos ha sido como un motivo. Ha visto un cráneo en la portada del libro de Burton que no sabe si llevar a su verdadero hogar. Ha visto otro cráneo en una pintura de Cézanne de un niño más -otro- se dice, de la serie de niños elegantes en el tránsito de ser hombres dolientes. También ha visto, haciendo una pesquisa de pintores simbolistas, un autorretrato con cráneo. En la televisión pasaban una momia destazada por unos científicos que la tocaban como si fuesen animales de carroña. De todos estos, el cráneo de Cézanne, por supuesto, le parece el más interesante de todos. La serie de jóvenes elegantes le parece la serie adecuada para enamorarse. Los jóvenes de Cézanne están entregados a sí mismos, dueños de una tristeza tan absolutamente encerrada y contenida en sus cuerpos delgados, respirando silencio.
Un joven de Cézanne se levantaría muy temprano. Comería lo absolutamente necesario. Un joven de Cézanne haría sufrir sin querer a quien lo amase: una madre o una mujer que se desvele pensando en él o tejiendo historias sobre encuentros fortuitos. Peor aún, un joven de Cézanne pensaría todo el tiempo en su cráneo, en el futuro de su cráneo: la caída del cabello, la forma de su tumba. Algún joven de Cézanne ha entrado en unos laberintos debajo de una iglesia colonial que esconden tumbas de obispos, hombres poderosos hoy separados de su madre, hermanos, abuelos, padre. Cráneos y fémures desterrados del punto de partida. Un joven de Cézanne ha pensado, creyendo escuchar el eco de su pensamiento en esa bóveda subterránea: "¿Quién querría estar aquí?".