A Abelardo le han matado a su gato.
Usualmente él se levantaría de una silla donde descansa frente a un televisor, te mostraría algunos libros nuevos que yacen en los estantes de su reducido puesto o simplemente conversaría un poco sobre política. Otras veces conversa con los amigos de alrededor, quienes pugnan un lugar mejor para ver un partido de fútbol. Pero hoy día se quedó sentado en la silla de siempre y su atención estuvo puesta en un crucigrama de un diario. Se paró solo para irse a otra silla y continuar con el crucigrama que atrapaba su empeño, sin mirar hacia arriba, sin mirar hacia potenciales clientes o ladrones de libros. Solo dijo que viajó cuatro meses y que mataron a su gato hacía dos semanas. Una redada de sus vecinos, bocados con veneno, gente harta de los hábitos sexuales de los gatos; luego amenazó con matar a aquél que mató a su gato. Pero no sabe quién es y su furia se suspende sin un destino, se convierte en pura bilis que envenena su cauce sanguíneo. Abelardo ha bajado peso -calculo diez kilos-, se ha cortado la barba pero su cabello sigue siendo copioso y ondulado, anudado con una cofia, que me recuerda a un semita de mis imaginaciones, pues nunca he visto a uno en vivo y en directo.
Le ofrecí conseguirle otro gato, pero negó con la cabeza. No quería tener otro animal por el momento. Más adelante sí, tal vez. Uno negro, igual que mi gato anterior, me gustan los gatos negros, dijo. Luego, mientras nos alejamos de Abelardo, mientras mirábamos otros estantes sin atención, un amigo sugiere que ya pasó por el estado de duelo y ahora se interna en la ira, Abelardo. Qué será de él si alguna vez se le muere un hijo, o cuando se le muera la madre ¿para qué viajó cuatro meses? No se me ocurrió preguntarle. Quizá no solamente le han matado al gato.